Para Bella Swan, hay una cosa más importante que su propia vida: Edward Cullen. Pero enamorarse de un vampiro es más peligroso de lo que Bella nunca podría haber imaginado. Edward ya ha rescatado a Bella de las garras de un diabólico vampiro, pero ahora, a medida que su arriesgada relación amenaza todo lo que es cercano y querido para ellos, se dan cuenta de que sus problemas puede que sólo estén empezando...
Los placeres violentos terminan en la violencia,
y tienen en su triunfo su propia muerte, del mismo modo
que se consumen el fuego y la pólvora
en un beso voraz.
y tienen en su triunfo su propia muerte, del mismo modo
que se consumen el fuego y la pólvora
en un beso voraz.
Romeo y Julieta, acto II, escena VI
Paris
Y en ese preciso momento salí a la superficie.
Me hallaba desorientada. Hubiera jurado que hacía un momento me estaba ahogando.
Era imposible que la corriente me hubiera sacado de allí. Las rocas se me clavaban en la espalda; una fuerza me empujaba contra ellas rítmicamente, haciendo que expulsara el agua de los pulmones. La eché por la boca y la nariz a borbotones. La sal me quemaba los pulmones y tenía la garganta tan llena de líquido que me era imposible inspirar; además, las rocas me herían la espalda. No sabía cómo había ido a parar a ningún lugar, pues la corriente todavía tiraba de mí. No podía ver otra cosa que agua por todos lados, ya que me llegaba hasta el rostro.
—¡Respira! —me ordenó con angustia una voz; sentí un cruel pinchazo de dolor cuando la reconocí, porque no era la de Edward.
Resultaba imposible obedecerle. La catarata de mi boca no se detenía lo bastante para permitirme tomar aire. El agua negra y helada me llenaba el pecho, me quemaba.
La roca volvió a golpearme en la espalda, justo entre los omóplatos, y otro aluvión de agua me obturó la garganta al salir de los pulmones.
—¡Respira, Bella! ¡Venga! —me suplicó Jacob.
Unos puntos negros, que se iban agrandando cada vez más, me salpicaban la visión y bloqueaban la luz.
La roca me golpeó de nuevo.
No estaba tan fría como el agua; de hecho, la sentía caliente contra mi piel. Me di cuenta de que era la mano de Jacob, que intentaba expulsar el agua de mis pulmones, y aquella barra de hierro que me había sacado del mar también había sido... cálida. .. La cabeza me daba vueltas y los puntos negros lo cubrían todo.
¿Acaso me estaba muriendo de nuevo? No me gustaba, no era tan agradable como la vez anterior. Ahora no había nada que mereciera la pena mirar, lo veía todo oscuro. El batir de las olas se desvanecía en la negrura y terminó convirtiéndose en un susurro monótono que sonaba como si surgiera del interior de mis oídos.
—¿Bella? —inquirió Jacob, con la voz aún tensa, pero no tan exasperada como antes—. Bella, cariño, ¿puedes oírme?
Toda mi cabeza se mecía y balanceaba de un modo vertiginoso, como si su interior se hubiera acompasado al ritmo del agua encrespada.
—¿Cuánto tiempo ha estado inconsciente? —preguntó en ese momento alguien.
La voz que no pertenecía a Jacob me chocó y crispó lo suficiente para permitirme una conciencia más clara.
Me di cuenta de que yacía inerte. La corriente ya no me arrastraba, los tirones sólo existían dentro de mi cabeza. La superficie sobre la que me encontraba era plana e inmóvil. Sentí su textura granulosa contra la piel desnuda.
—No lo sé —contestó Jacob, todavía frenético. Su voz sonaba muy cerca. Sus manos, tenían que ser las suyas, porque nadie las tenía tan calientes, me apartaban el cabello mojado de las mejillas—. ¿Unos cuantos minutos? No me ha llevado mucho tiempo traerla hasta la playa.
El tranquilo susurro que oía en mi cabeza no eran las olas, sino el aire que salía y entraba nuevamente de mis pulmones. Tenía las vías respiratorias en carne viva, como si las hubiera frotado con un estropajo de aluminio, por lo que cada aliento me quemaba, pero todavía respiraba. También estaba helada. Un millar de punzantes gotas congeladas me pinchaban la cara y los brazos, haciendo que el frío fuera aún peor.
—Vuelve a respirar, saldrá de ésta. De todos modos no podemos dejar que se enfríe, no me gusta el color que está tomando —esta vez reconocí la voz de Sam.
—¿Qué crees? ¿Le pasará algo si la movemos?
—¿Se golpeó en la espalda o contra algo al caer?
—No lo sé.
Ambos dudaron.
Intenté abrir los ojos. Me llevó casi un minuto, pero pude ver las oscuras nubes de color púrpura que dejaban caer una lluvia helada sobre mí.
—¿Jake? —grazné.
El rostro de Jacob bloqueó el cielo.
—¡Ah! —jadeó mientras el alivio le recorría las facciones. Tenía los ojos humedecidos a causa del aguacero—. ¡Oh, Bella! ¿Estás bien? ¿Puedes oírme? ¿Te has hecho daño en alguna parte?
—S-sólo en l-la garganta... —tartamudeé, con los labios temblorosos de frío.
—En tal caso, será mejor que te saquemos de aquí —dijo Jacob. Deslizó sus brazos debajo de mí y me alzó sin esfuerzo, como si fuera una caja vacía. Su pecho estaba desnudo, pero caliente; encorvó los hombros para protegerme de la lluvia. Se me deslizó la cabeza hacia su brazo. Miré de forma inexpresiva a su espalda, donde el agua golpeaba con furia la arena.
—¿La tienes? —le oí preguntar a Sam.
—Sí, me la llevaré de aquí. Vuelvo al hospital. Luego me reuniré contigo. Gracias, Sam.
La cabeza todavía me daba vueltas. Su conversación carecía de sentido para mí en ese momento. Sam no contestó. No se oía nada; me pregunté si ya se habría marchado.
Las olas lamían y removían la arena detrás de nosotros mientras Jacob me sacaba de allí. Parecían enfadadas porque me hubiera escapado. Mientras miraba cansinamente hacia el horizonte, una chispa de color captó la atención de mis ojos extraviados; una pequeña llama de fuego bailaba sobre la masa de agua negra, allá lejos, en la bahía. La imagen carecía de sentido y me pregunté si estaba o no consciente. No dejaba de darle vueltas en la cabeza al recuerdo del agua oscura y agitada, donde me había sentido tan perdida que no identificaba con claridad el arriba y el abajo. Tan perdida... Sin embargo Jacob, de alguna manera...
—¿Cómo me encontraste? —pregunté con voz ronca.
—Te estaba buscando —me contestó mientras subía al trote por la playa en dirección a la carretera, bajo la cortina de agua—. Seguí las huellas de las ruedas de tu coche y entonces te oí gritar —se estremeció—. ¿Por qué saltaste, Bella? ¿No te diste cuenta de que se estaba formando una gran tormenta? ¿Por qué no me esperaste? —la ira le colmaba la voz conforme el alivio pasaba a un segundo plano.
—Lo siento —murmuré—. Fue una estupidez.
—Desde luego, ha sido una verdadera estupidez —coincidió. Cayeron de su pelo varias gotas de lluvia cuando asintió con la cabeza—. Mira, ¿te importaría reservarte todas estas tonterías para cuando yo esté cerca? No puedo concentrarme si estoy todo el día pensando que andas tirándote de los acantilados a mi espalda.
—De acuerdo. Sin problemas —le aseguré. Mi voz sonó como la de una fumadora compulsiva. Intenté aclararme la garganta y entonces hice un gesto de dolor; fue como si me hubiera clavado un cuchillo en ese mismo sitio—. ¿Ha ocurrido algo hoy? ¿La... habéis encontrado?
Ahora me tocaba estremecerme a mí a pesar de que, pegada a su cuerpo ridículamente caluroso, no tenía nada de frío.
Jacob negó con la cabeza. Corría más que andaba mientras seguía la carretera en dirección a su casa.
—No, Victoria se arrojó al agua, y los chupasangres tienen allí más ventaja. Por eso volví corriendo a casa. Temía que a nado duplicara la velocidad con la que se movía a pie, y que regresara, y como pasas tanto tiempo en la playa... —se le formó un nudo en la garganta que le impidió hablar.
—Sam volvió contigo... ¿Están todos en casa? —esperaba que no siguieran buscándola.
—Sí. Algo así.
Bajo el aguacero que tamborileaba sobre nosotros, le observé entrecerrando los ojos para estudiar sus facciones. Tenía la mirada tensa por la preocupación o la pena.
Las palabras no cobraron sentido hasta que de pronto encajaron.
—Antes, al hablar con Sam, has mencionado el hospital. ¿Ha resultado herido alguno? ¿Luchó contra vosotros? —el tono de mi voz se alzó una octava, sonando extraño con la ronquera.
—No, no. Se trata de Harry Clearwater. Esta mañana le ha dado un ataque al corazón. Emily nos esperaba con la mala noticia al llegar.
—¿Harry? —sacudí la cabeza mientras intentaba asumir sus palabras—. ¡Oh, no! ¿Lo sabe Charlie?
—Sí. Él también está allí, con mi padre.
—¿Va a salir Harry de ésta?
Los ojos de Jacob se tensaron de nuevo.
—Por ahora, no tiene muy buena pinta.
De pronto, enfermé de culpabilidad. Pensar en el salto absurdo desde el acantilado hizo que me sintiera realmente mal. Nadie debería estar preocupándose por mí en esos instantes. ¡Qué momento más estúpido para volverse temeraria!
—¿Qué puedo hacer? —le pregunté.
Entonces la lluvia dejó de empaparnos. No me di verdadera cuenta de que habíamos llegado a casa de Jacob hasta que cruzamos la puerta. El vendaval azotaba el tejado.
—Podrías quedarte aquí—repuso Jacob mientras me depositaba en el pequeño sofá-—. Vamos, que no te muevas de esta casa. Te traeré alguna ropa seca.
Dejé que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad de la estancia mientras Jacob iba de un lado para otro en su cuarto. La atestada habitación de la entrada parecía muy vacía sin Billy, casi desolada. Tenía un aspecto extrañamente ominoso, probablemente sólo porque yo sabía dónde estaba.
Jacob regresó en cuestión de segundos y me arrojó una pila de prendas de algodón gris.
—Te estarán grandes, pero no he encontrado nada mejor. Yo... esto... saldré fuera para que te puedas cambiar.
—No te vayas a ninguna parte. Estoy demasiado cansada para moverme todavía. Quédate conmigo.
Jacob se sentó en el suelo junto a mí y apoyó la espalda contra el sofá. Me pregunté cuándo habría sido la última vez que había dormido. A juzgar por su aspecto, estaba tan exhausto como yo.
Reclinó la cabeza sobre el cojín que estaba al lado del mío y bostezó.
—Ojalá pudiera descansar un minuto.
Cerró los ojos. Yo también dejé que los míos se cerraran.
Pobre Harry. Pobre Sue. Sabía que Charlie estaría con ellos. Era uno de sus mejores amigos. A pesar del pesimismo de Jacob, deseé fervientemente que Harry lo superara. Por el bien de Charlie. Por Sue, por Leah, por Seth.
El sofá de Billy estaba al lado del radiador, así que ahora me sentía caliente a pesar de mis ropas empapadas. Me dolían los pulmones de un modo que me empujaba hacia la inconsciencia más que a mantenerme despierta. Me pregunté vagamente si echar una cabezada sería una mala idea... si terminaría mezclando el ahogo con la conmoción cerebral. Jacob comenzó a roncar suavemente y me arrulló como si fuera una nana. Me quedé dormida enseguida.
Disfruté un sueño normal por vez primera en mucho tiempo. Sólo efectué un vagabundeo difuso por los viejos recuerdos: cegadoras visiones brillantes del sol de Phoenix, el rostro de mi madre, una destartalada casita en un árbol, un edredón usado, una pared de espejos, una llama en el agua negra... Iba olvidando una conforme pasaba a la siguiente, las olvidé todas...
... salvo la última, que quedó grabada en mi mente. No tenía sentido, sólo era un decorado en un escenario consistente en un balcón con una luna pintada colgada del cielo. Vi a la chica vestida con un camisón inclinarse sobre la baranda y hablar consigo misma.
Carecía de sentido, pero Julieta se hallaba en mi mente cuando me fui despertando poco a poco.
Jacob se había deslizado hasta quedar tumbado en el suelo, donde seguía durmiendo. Su respiración se había vuelto profunda y regular. La casa estaba ahora más oscura que antes y al otro lado de la ventana se veía todo negro. Me sentía rígida, pero caliente y casi seca. La garganta me ardía cada vez que respiraba.
Iba a tener que levantarme, al menos para tomarme una bebida, pero mi cuerpo sólo quería quedarse ahí, relajado, y no moverse nunca.
En vez de moverme, pensé en Julieta un poco más.
Me pregunté qué habría hecho si Romeo la hubiera dejado, no a causa del destierro, sino por desinterés. ¿Qué habría ocurrido si Rosalinda le hubiera dado un día de tiempo y él hubiera cambiado de opinión? ¿Y qué hubiera pasado si, en vez de casarse con Julieta, simplemente hubiese desaparecido?
Me parecía saber cómo se habría sentido Julieta.
Ella no habría vuelto a su vida anterior, seguro que no. Yo estaba convencida de que nunca se habría ido a otro lugar. Incluso si hubiera llegado a vivir hasta ser una anciana de pelo gris, cada vez que hubiera cerrado los ojos, habría visto el rostro de Romeo. Y ella lo habría aceptado, finalmente.
Me pregunté si al final se habría casado con Paris, sólo para complacer a sus padres y mantener la paz. No, probablemente no, decidí, pero de todos modos, la historia dice poco de Paris. Era un simple monigote, un cero a la izquierda, una amenaza, un ultimátum para forzar la mano a Julieta.
¿Y qué pasaría si se supiera más sobre Paris? ¿Qué sucedería si Paris hubiera sido amigo de Julieta? ¿Su mejor amigo? ¿Qué habría ocurrido si él fuera la única persona en la que pudiera confiar la devastación causada por Romeo, la única persona que realmente la comprendiera y la hiciera sentirse otra vez medio humana? ¿Y si él era paciente y amable? ¿Y si cuidaba de ella? ¿Qué sucedería si Julieta supiera que no podría sobrevivir sin él? ¿Qué pasaría si él realmente la amara y deseara que ella fuera feliz?
¿Y si ella quisiera a Paris? No como a Romeo, por descontado, ya que no había nada similar, pero sí lo bastante para que ella deseara que él también fuera feliz.
En la habitación no se oía otro sonido que la respiración cadenciosa y profunda de Jacob, como la nana que se canta en voz baja a un niño, como el vaivén de una mecedora, como el tictac de un viejo reloj cuando no se tiene por qué ir a ninguna parte... Era un sonido reconfortante.
Si Romeo se hubiera ido realmente para no volver, ¿qué importaba si Julieta aceptaba o no la oferta de Paris? Quizás ella hubiera intentado conformarse con los restos que le quedaran de su vida anterior. Tal vez esto fuese lo más cerca que pudiera llegar a estar de la felicidad.
Suspiré, y después gruñí cuando el suspiro me arañó la garganta. Estaba dando demasiada importancia a la historia. Romeo no hubiera cambiado de idea. Ésa es la razón por la cual la gente todavía recuerda su nombre, siempre emparejado con el de ella: Romeo y Julieta. Y ése también es el motivo de que se la considere una buena historia. «Julieta se conforma con Paris» nunca habría sido un éxito.
Cerré los ojos y me dejé ir de nuevo. Permití a mi mente que vagara lejos de esa estúpida obra de teatro en la que no quería volver a pensar, y en vez de eso regresé a la realidad para cavilar sobre el necio error de los saltos de acantilado; y no sólo el acantilado, sino también las motos y mi comportamiento alocado a lo Evel Knievel . ¿Qué habría ocurrido de haberme pasado algo malo? ¿Qué habría supuesto eso para Charlie? El repentino ataque al corazón de Harry me había puesto las cosas en perspectiva. Una perspectiva que yo no quería afrontar porque significaba que tendría que cambiar mis costumbres. ¿Podría vivir así?
Tal vez. No iba a ser fácil; de hecho, sería triste de verdad el abandonar mis alucinaciones para intentar madurar, pero quizá debería hacerlo. Incluso podría llegar a conseguirlo. Si tuviera a Jacob.
No podía tomar esa decisión justo en ese momento. Dolía demasiado. Tendría que pensar en otra cosa.
Mientras me esforzaba en encontrar algo agradable en lo que pensar, le estuve dando vueltas a las imágenes del atolondrado comportamiento de la tarde: la sensación del aire en la cara al caer, la negrura del agua, la succión de la corriente, el rostro de Edward —me demoré en ella durante un buen rato—, las cálidas manos de Jacob mientras intentaba devolverme a la vida, la lluvia que nos atacaba desde las nubes púrpuras como miles de aguijones, la extraña llama entre las olas...
Recordé la llama de color sobre las aguas con un cierto sentimiento de familiaridad. Desde luego, no podía ser fuego de verdad...
El chapoteo de un coche en la carretera enlodada cortó el hilo de mis pensamientos. Oí cómo frenaba delante de la casa y también el estrépito de puertas que se abrían y cerraban. Pensé que debía sentarme y después decidí pasar de la idea.
Era fácil identificar la voz de Billy, aunque habló en voz baja, algo poco habitual en él, por lo que quedó reducida a un gruñido grave.
Se abrió la puerta y alguien encendió la luz. Parpadeé, momentáneamente cegada. Jake se despertó sobresaltado, jadeando mientras se incorporaba de un salto.
—Lo siento —refunfuñó Billy—. ¿Os hemos despertado?
Mis ojos enfocaron lentamente su rostro y después, cuando pude interpretar su expresión, se llenaron de lágrimas.
—¡Oh, no, Billy! —gemí.
El aludido asintió con un gesto lento. Tenía el rostro endurecido por la pena. Jake se acercó presuroso a su padre y le tomó de la mano. La pena le rejuveneció hasta conferir a su rostro un aspecto repentinamente aniñado, lo cual resultaba una extraña culminación a su cuerpo de hombre.
Sam se hallaba detrás de Billy. Empujó la silla para que cruzara la puerta. La angustia había reemplazado a la habitual compostura de su cara.
—Cuánto lo siento —murmuré.
Billy asintió.
—Va a ser muy duro para todos.
—¿Dónde está Charlie?
—Tu padre se ha quedado con Sue en el hospital. Hay una gran cantidad... de disposiciones que tomar.
Tragué con dificultad.
—Será mejor que vuelva allí —murmuró Sam entre dientes; luego, salió precipitadamente por la puerta.
Billy retiró su mano de la de Jacob y después atravesó la habitación en dirección a la cocina.
Jake le miró durante un minuto y después vino a sentarse en el suelo, a mi lado. Ocultó el rostro entre las manos. Le acaricié el hombro, deseando que se me ocurriera algo que pudiera decirle.
Después de un buen rato, Jacob me tomó la mano y la sostuvo contra su cara.
—¿Qué tal estás? ¿Te encuentras bien? Probablemente debería haberte llevado a un médico o algo así —suspiró.
—No te preocupes por mí —solté con voz ronca.
Giró el rostro para mirarme. Sus ojos estaban ribeteados de rojo.
—No tienes muy buen aspecto.
—Supongo que tampoco me encuentro demasiado bien.
—Iré a buscar tu coche para llevarte a casa; deberías estar allí cuando Charlie regrese.
—De acuerdo.
Me quedé tumbada, apática, en el sofá mientras le esperaba. Billy permanecía en silencio en la otra habitación. Me sentía como una mirona que escudriñaba una pena privada y ajena.
Jacob no necesitó mucho tiempo para traer mi coche. El rugido del motor rompió el silencio antes de lo esperado. Me ayudó a levantarme del sofá sin decir una palabra, manteniendo su brazo alrededor de mis hombros mientras el aire frío del exterior me hacía temblar. Se acomodó en el asiento del conductor sin preguntarme y a continuación me empujó hacia su lado para mantener su brazo apretado a mi alrededor. Dejé caer la cabeza sobre su pecho.
—¿Cómo vas a volver a casa? —le pregunté.
—Es que no voy a volver. Todavía no hemos atrapado a la chupasangre, ¿recuerdas?
El estremecimiento que sentí no tuvo nada que ver con el frío. Después fue un viaje tranquilo. El aire helado me había avivado. Me sentía alerta, con la mente trabajando deprisa y con intensidad.
¿Qué pasaría? ¿Cuál era la opción acertada? Ahora era incapaz de concebir mi vida sin Jacob. Me encogía ante la idea de siquiera imaginarlo. De algún modo, él se había convertido en una parte esencial de mi supervivencia, pero dejar las cosas en su estado actual... eso era una crueldad, tal y como Mike me Había echado en cara.
Recordé mi viejo deseo de que Jacob fuera mi hermano. Me daba cuenta ahora de que lo que quería realmente era tener algún derecho sobre él. La manera en la que él me abrazaba no parecía muy fraternal. Simplemente era agradable, cálido, familiar y reconfortante. Seguro. Jacob era un puerto seguro.
Podía reclamar ese derecho, estaba realmente en mis manos.
Era consciente de que iba a tener que contárselo todo. No había otra forma de ser legal con él. Tendría que explicárselo bien para que supiera que yo no me estaba conformando, que le consideraba algo realmente bueno para mí. Él ya sabía que me sentía rota por dentro —esa parte no le sorprendería—, pero tenía que revelarle hasta qué punto era así, incluso habría de admitir mi locura y explicarle lo de las voces. Jake tendría que saberlo todo antes de tomar una decisión.
Sin embargo, aunque yo reconocía esa necesidad, también era consciente de que él querría estar conmigo a pesar de todo, ni siquiera se detendría a considerarlo.
Tendría que comprometerme, entregar todo lo que quedaba de mí, cada pedazo roto. Era la única manera de ser justa con él. ¿Lo haría? ¿Podría hacerlo?
¿De verdad estaba tan mal que intentara hacer feliz a Jacob? Incluso si el amor que sentía por él no fuera más que un eco débil del que era capaz de sentir, aunque mi corazón se encontrara lejos y ausente, malherido por mi voluble Romeo, ¿tan malo era?
Jacob detuvo el coche enfrente de mi casa, que estaba a oscuras, y apagó el motor; de pronto, reinó el silencio. Como tantas otras veces, él parecía estar en consonancia con mis pensamientos de ese momento.
Me abrazó y me estrechó contra su pecho, envolviéndome con su cuerpo. De nuevo, esto me hizo sentir bien. Era casi como ser otra vez una persona completa.
Creí que pensaba en Harry, pero entonces habló y su tono de voz era de disculpa.
—Perdona. Sé que mis sentimientos y los tuyos no son los mismos, Bella, pero te juro que no importa. Me alegro tanto de que te encuentres bien que tengo ganas de cantar, y eso, desde luego, es algo que a nadie le gustaría escuchar.
Se rió con su risa gutural en mi oído.
Mi respiración pareció lijar las paredes de mi garganta hasta excavar un agujero.
A pesar de su indiferencia y teniendo en cuenta las circunstancias, ¿no desearía Edward que yo fuera lo más feliz posible? ¿No le quedaría suficiente afecto como para querer esto para mí? Pensé que sería así. No, no me echaría en cara que concediera a mi amigo Jacob una pequeña parte del amor que él no quería. Después de todo, no era la misma clase de amor, en absoluto.
Jake presionó su mejilla cálida contra la parte superior de mi cabeza.
Sabía sin lugar a dudas qué sucedería si ladeaba el rostro y presionaba mis labios contra su hombro desnudo... Sería muy fácil. No habría necesidad de explicaciones esta noche.
Pero ¿sería capaz de hacerlo? ¿Podría traicionar a mi amado ausente para salvar mi patética vida?
Las mariposas asaltaron mi estómago mientras pensaba si volvía o no el rostro.
Entonces, con la misma claridad que si me hubiera puesto en riesgo inmediato, la voz aterciopelada de Edward me susurró al oído: Sé feliz.
Me quedé helada.
Jacob sintió cómo me ponía rígida, me soltó de forma automática y se volvió para abrir la puerta.
Espera, me hubiera gustado decirle. Sólo un momento. Pero seguí paralizada en mi asiento, escuchando el eco de la voz de Edward en mi mente.
De pronto, entró en el coche un soplo de aire, frío como el de una tormenta.
—¡Arg! —Jacob espiró con fuerza, como si alguien le hubiera golpeado en la barriga—. ¡Vaya mierda!
Cerró la puerta de golpe al tiempo que giraba la llave del encendido. Le temblaban tanto las manos que yo no sabía cómo se las iba a arreglar para hacerlo.
—¿Qué ocurre?
Aceleró demasiado rápido, así que el motor petardeó y se caló.
—Vampiro —espetó.
La sangre huyó de mi cabeza, por lo que me sentí mareada.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Porque puedo olerlo! ¡Maldita sea!
Los ojos de Jacob brillaban salvajes mientras rastreaba la calle oscura. No parecía consciente de los temblores que recorrían su cuerpo.
—¿Entro en fase o la saco de aquí antes? —murmuró para sí mismo.
Me miró durante una fracción de segundo, tiempo suficiente para percatarse de mis ojos dilatados por el terror y mi pálida faz; después, se volvió para rastrear la calle otra vez.
—De acuerdo. Primero te saco de aquí.
El motor arrancó con un rugido. Las cubiertas chirriaron mientras le daba la vuelta al coche para girar hacia nuestra única ruta de escape. Las luces delanteras barrieron el pavimento e iluminaron la línea frontal del bosque oscuro, y finalmente se reflejaron en un coche aparcado al otro lado de la calle, donde estaba mi casa.
—¡Frena! —jadeé.
Conocía ese vehículo negro, yo, que era el polo opuesto a un aficionado a los coches, podía decirlo todo sobre ese vehículo en particular. Era un Mercedes S55 AMG. Sabía de memoria cuántos caballos de potencia tenía y el color de la tapicería. Conocía la sensación de ese motor potente susurrando a través de la carrocería. Había sentido el olor delicioso de los asientos de cuero y el modo en que los cristales tintados hacían que un mediodía pareciera un atardecer.
Era el coche de Carlisle.
—¡Frena! —grité otra vez, y más fuerte, porque Jacob estaba haciendo correr el coche calle abajo.
—¡¿Qué?!
—No es Victoria. ¡Para, para! Quiero volver.
Pisó con tal fuerza el freno que tuve que sujetarme para no darme un golpe contra el salpicadero.
—¿Qué? —me preguntó de nuevo, aterrado. Me miraba con el horror reflejado en los ojos.
—¡Es el coche de Carlisle! Son los Cullen. Lo sé.
Vio despertar en mí la esperanza y un temblor violento le sacudió el cuerpo.
—¡Eh, cálmate, Jake! Todo va bien. No hay peligro, ¿ves? Relájate.
—Sí, relájate —resolló mientras agachaba la cabeza y cerraba los ojos. Mientras se concentraba para no transformarse en un lobo, observé el coche negro a través del cristal trasero.
Sólo puede ser Carlisle, me dije a mí misma. No esperes otra cosa. Quizás Esme... Para ya, dije para mis adentros. Sería Carlisle a lo sumo. Más de lo que yo hubiera pensado que podría volver a tener.
—Hay un vampiro en tu casa —masculló Jacob—. ¿Y tú quieres regresar?
Aparté la vista del Mercedes a regañadientes, aterrorizada de que pudiera desaparecer si le quitaba los ojos de encima un segundo, y le miré a él para contestarle con voz inexpresiva ante la sorpresa con que me había formulado la pregunta:
—Por supuesto.
Por supuesto que quería volver.
El rostro de Jacob se endureció hasta convertirse en la máscara de amargura que yo había dado por desaparecida. Antes de que tuviera tiempo de ajustársela, atisbé cómo flameaba en sus ojos el impacto causado por mi traición. Le seguían temblando las manos. Parecía diez años mayor que yo.
Inspiró profundamente.
—¿Estás segura de que no es una trampa? —me preguntó lentamente, con voz severa.
—No es una trampa, es Carlisle. ¡Llévame de vuelta!
Un estremecimiento hizo ondular los amplios hombros de Jacob, pero sus ojos continuaron inexpresivos y vacíos de emoción.
—No.
—Jake, todo va bien...
—No. Vuelve tú sola, Bella —su voz restalló y me estremecí cuando el sonido me golpeó. Su mandíbula se tensaba y relajaba sin cesar.
—No es como...
—He de hablar con Sam ahora mismo. Esto cambia las cosas. No nos pueden capturar en su territorio.
—¡Jake, esto no es una guerra!
No me escuchó. Dejó el cambio de marchas en punto muerto y salió por la puerta de un salto, abandonando el coche con el motor encendido.
—Adiós, Bella —se despidió sin volverse—. Espero que no mueras, de verdad.
Echó a correr en medio de la noche. Temblaba con tal virulencia que su forma pareció difuminarse. Desapareció antes de que yo pudiera abrir la boca para llamarle y pedirle que volviera.
El remordimiento me inmovilizó contra el asiento durante un minuto interminable. ¿Qué le acababa de hacer a Jacob?
Pero el remordimiento no me duró mucho rato.
Me deslicé del asiento del copiloto al del conductor y me puse al volante. Las manos me temblaban casi tanto como las de Jacob. Necesité otro minuto para concentrarme. Entonces, con cuidado, di media vuelta y conduje de regreso a mi casa.
Reinó una oscuridad absoluta en cuanto apagué las luces del coche. Charlie se había marchado con tanta prisa que se había olvidado de dejar encendida la lámpara del porche. Sentí una punzada de duda al mirar hacia la casa, sumergida en las sombras. ¿Qué ocurriría si esto resultara ser realmente una trampa?
Volví la vista atrás, hacia el coche negro, casi invisible en la noche. No. Conocía aquel coche de verdad.
Sin embargo, cuando alcé la mano para recoger la llave que se encontraba en la parte superior de la puerta, las manos me temblaban aún más que antes. El pomo giró fácilmente cuando lo moví para abrir. El vestíbulo estaba en tinieblas.
Hubiera querido saludar en voz alta, pero tenía la garganta demasiado seca. Apenas parecía capaz de respirar.
Me adentré un paso en la casa y manoteé en busca del interruptor. Estaba tan oscuro como el agua negra... Pero ¿dónde se encontraba?
Todo estaba negro, igual que el agua negra en la que una llama anaranjada brillaba de forma imposible. Una llama que no podía ser un fuego, pero en ese caso, ¿qué podía ser...? Tanteé la pared con los dedos temblorosos, intentando encender la luz...
De pronto, empezaron a resonar en mi mente las palabras que Jacob había dicho esa tarde hasta sumergirme en ellas... Victoria se arrojó al agua, y los chupasangres tienen allí más ventaja. Por eso volví corriendo a casa. Temía que a nado duplicara la velocidad con la que se movía a pie, y que regresara...
La mano se me quedó helada en plena búsqueda, al igual que el resto del cuerpo, cuando comprendí qué era ese extraño color naranja en el agua...
... el cabello de Victoria, del mismo color que el fuego, que flameaba suelto con el viento...
Ella había estado en el espigón con Jacob y conmigo. Si Sam no hubiera estado allí, si sólo hubiéramos estado nosotros dos... Era incapaz de respirar o de moverme.
La luz se encendió, a pesar de que mi mano helada aún no había encontrado el interruptor.
Parpadeé bajo la luminosidad repentina y vi que alguien estaba allí, aguardándome.
La visita
Mi visitante esperó en el centro del vestíbulo, hermosa hasta lo increíble, pálida y absolutamente inmóvil, sin apartar sus penetrantes ojazos negros de mi rostro.
Me temblaron las rodillas durante un segundo y estuve a punte de caerme. Después, me arrojé sobre ella.
—¡Alice!, ¡Oh, Alice! —gimoteé mientras colisionaba contra su cuerpo.
Había olvidado lo dura que era; como correr de cabeza hacia una pared de cemento.
—¿Bella? —había una extraña mezcla de alivio y confusión en su voz.
La rodeé con los brazos e inspiré para inhalar al máximo el olor de su piel; no se parecía a ningún otro, no era floral ni especiado ni cítrico ni almizclado. Ningún perfume en el mundo podía comparársele. Mi memoria no le había hecho justicia en absoluto.
No me di cuenta del momento en que el jadeo se transformó en otra cosa; sólo fui consciente de estar sollozando cuando Alice me llevó hacia el sofá del salón y me acomodó en su regazo. Era como intentar acurrucarse en una piedra fría, pero una piedra que se amoldaba confortablemente a la forma de mi cuerpo. Me acarició la espalda a un ritmo dulce, a la espera de que recobrara el control de mi persona.
—Lo... siento —balbuceé—. ¡Es sólo... que estoy tan feliz... de verte!
—Está bien, Bella. Todo va bien.
—Sí —sollocé; y por una vez me pareció que así era.
Alice suspiró.
—Había olvidado lo efusiva que eres —comentó con cierto tono de desaprobación en la voz.
Levanté la vista y la miré con los ojos anegados de lágrimas. Alice tenía el cuello rígido e intentaba apartarlo de mí al tiempo que apretaba los labios firmemente. Los ojos se le habían vuelto oscuros como la brea.
—¡Oh! —bufé al percatarme del problema. Estaba sedienta y yo olía de un modo apetecible. Había llovido mucho desde la última vez que había tenido que preocuparme de esas cosas—. Lo siento.
—Es culpa mía. Ha pasado ya mucho tiempo desde que salí de caza. No debería permitirme estar tan sedienta, pero hoy tenía mucha prisa —me dirigió una mirada deslumbrante—. Y hablando del tema, ¿podrías explicarme cómo es que estás viva?
Su pregunta me devolvió a la realidad y cesaron los sollozos. Me di cuenta de qué había pasado y cuál era la razón de que Alice estuviera aquí.
Tragué saliva de forma audible.
—Me viste caer.
—No —negó con los ojos entrecerrados—. Te vi saltar.
Apreté los labios mientras pensaba en una explicación que no pareciera una chifladura.
Alice sacudió la cabeza.
—Le dije que esto terminaría ocurriendo, pero no me creyó. «Bella me lo prometió» —remedó su voz tan perfectamente que me estremecí por el impacto mientras el dolor se deslizaba por mi pecho—. «Ni se te ocurra seguir mirando en su futuro» —continúo ella, imitándolo—. «Ya le hemos hecho bastante daño.»
»Pero dejar de mirar no significa que se deje de ver —prosiguió—. Te juro que no te vigilaba, Bella. Es sólo que estoy ya en sintonía contigo, y no me lo pensé dos veces cuando te vi saltar, me metí en el avión. Sabía que sería demasiado tarde, pero no podía quedarme sin hacer nada. Así que me planté aquí con la esperanza de que tal vez podría ayudar a Charlie de algún modo y vas tú y llegas... —sacudió la cabeza, esta vez confusa. Se le notaba la tensión en la voz—. Te vi caer en el agua, y esperé y esperé a ver si salías, pero no fue así. ¿Qué pasó? ¿Y cómo has podido hacerle a Charlie una cosa así? ¿No te paraste a pensar el daño que esto le causaría? ¿Y a mi hermano? ¿Puedes hacerte una idea de lo que Edward...?
La atajé en cuanto pronunció su nombre. La habría dejado continuar, incluso después de darme cuenta del malentendido en el que ella se encontraba, sólo por oír el perfecto tono acampanado de su voz, pero era hora de interrumpirla.
—Alice, yo no intentaba suicidarme.
Ella me miró, dubitativa.
—Entonces, ¡¿me estás diciendo que no estabas saltando desde un acantilado?!
—No, pero... —hice una mueca—. Era sólo por diversión.
Su expresión se endureció.
—Había visto saltar a algunos amigos de Jacob —insistí—, Parecía... divertido, y como me aburría...
Ella esperó.
—No se me ocurrió pensar que la tormenta afectaría a las corrientes. En realidad, no pensé mucho en el agua —Alice no se lo tragó. Vi con absoluta claridad que ella seguía creyendo que había intentado suicidarme. Decidí dirigirla en otra dirección—. Pero si me viste allí, ¿cómo es que no viste a Jacob?
Ladeó la cabeza, distraída, y yo continué:
—Es verdad que posiblemente me habría ahogado si Jacob no hubiera saltado detrás de mí. Bien, de acuerdo, no era cuestión de probabilidades, me hubiera ahogado seguro, pero lo cierto es que Jake me sacó del agua y supongo que me arrastró hasta la playa, de esa parte no me acuerdo. Quizás estuviera más de un minuto debajo del agua hasta que el me atrapó. ¿Por qué no viste eso?
Ella torció el gesto con perplejidad.
—¿Te sacó alguien?
—Sí. Jacob me salvó.
La miré con curiosidad mientras una serie de pensamientos enigmáticos pasaban fugazmente por su rostro. Algo le había molestado... ¿Que su visión hubiera sido imperfecta? No estaba segura. Entonces, ella se inclinó de modo deliberado y me olisqueó el hombro.
Me quedé helada.
—No seas ridícula —murmuró al tiempo que me olfateaba un poco más.
—¿Qué haces?
Ignoró mi pregunta.
—¿Quién te acompañaba en la calle hace un rato? Daba la impresión de que estabais discutiendo.
—Jacob Black. Es... mi mejor amigo, o algo así. Al menos, lo era... —cruzó por mi mente la imagen del rostro enfadado y traicionado de Jacob; me pregunté qué seríamos el uno para el otro a partir de ahora.
Alice asintió y pareció preocupada.
—¿Qué?
—No lo sé —comentó—. No estoy segura de lo que pueda significar.
—Bueno, al menos, no estoy muerta.
Ella puso los ojos en blanco.
—Se comportó como un necio al pensar que podrías sobrevivir sola. Nunca he conocido a nadie tan dispuesto a jugarse la vida estúpidamente.
—Sobreviví —señalé.
Ella estaba pensando en algo más.
—Bueno, si las corrientes eran demasiado fuertes para ti, ¿cómo se las arregló Jacob?
—Es... fuerte.
Alice enarcó las cejas al percibir una nota de renuencia en mi voz.
Me mordí el labio durante un segundo. ¿Era o no era un secreto? Y si lo era, entonces, ¿a quien se debía mi lealtad? ¿A Jacob o a Alice?
Qué difícil es guardar un secreto, pensé. Si Jacob lo sabía todo, ¿por qué no Alice?
—Mira, él es... algo así como un hombre lobo —admití de forma atropellada—. Los quileutes se transforman en lobos cuando hay vampiros cerca. Ellos conocen a Carlisle desde hace muchísimo tiempo. ¿Estabas ya con Carlisle en aquella época?
Alice se me quedó mirando boquiabierta durante un momento y después se recuperó, parpadeando rápidamente.
—Bien, eso explica el olor —murmuró ella—, pero ¿también justifica el hecho de que no le viera? —puso cara de pocos amigos y su frente de porcelana se arrugó.
—¿El olor? —repetí.
—Hueles fatal —explicó ella de forma ausente, todavía con gesto de contrariedad—. ¿Un licántropo? ¿Estás segura de eso?
—Muy segura —le prometí; hice un gesto de dolor al recordar la pelea de Paul y Jacob en el camino—. Tengo la sensación de que no estabas aún con Carlisle la última vez que hubo licántropos aquí, en Forks.
—No, no nos habíamos encontrado todavía —Alice seguía perdida en sus pensamientos. Repentinamente se le dilataron los ojos y se volvió a mirarme con una expresión de consternación—. ¿Tu mejor amigo es un hombre lobo?
Asentí avergonzada.
—¿Desde cuándo sucede esto?
—Desde hace poco —dije, y mi voz sonaba a la defensiva— Se convirtió en lobisón hace sólo unas pocas semanas.
Me fulminó con la mirada.
—¿Un licántropo joven? ¡Eso es todavía peor! Edward tenía razón, eres un imán para el peligro. ¿No se suponía que te ibas a mantener al margen de los problemas?
—Los hombres lobo no son nada peligrosos —refunfuñé, aturdida por su tono crítico.
—Hasta que pierden los estribos —sacudió la cabeza de un lado al otro con energía—. Estas cosas sólo te pasan a ti, Bella. Nadie debería haber estado mejor que tú cuando los vampiros nos marchamos de la ciudad, pero tú tenías que involucrarte con los primeros monstruos que te encontraras.
No quería discutir con Alice. La idea de que estaba realmente ahí, de que podía tocar su piel marmórea y escuchar su voz como la de un carillón mecido por el viento, aún me hacía estremecer de alegría. Pero ella tenía que fastidiarlo todo.
—No, Alice, en realidad los vampiros no se fueron, al menos, no todos. Y ése ha sido el verdadero problema. Victoria me habría capturado a estas alturas de no ser por los licántropos. Aunque, desde luego, si no hubiera sido por Jake y sus amigos, Laurent me habría atrapado antes que ella, claro, así que...
—¿Victoria? —susurró ella—. ¿Laurent?
Asentí, un poco intimidada por la expresión de sus ojos oscuros. Me señalé el pecho.
—Soy un imán para el peligro, ¿recuerdas?
Sacudió la cabeza otra vez.
—Cuéntamelo todo, pero hazlo desde el principio.
Pasé por alto el principio soslayando el asunto de las motos y de las voces, pero le conté todo lo demás hasta el desastre más reciente. No le gustaron mis poco convincentes explicaciones sobre el aburrimiento y los acantilados, de modo que me lancé sobre la parte de la historia referida a la extraña llama que había atisbado en el agua y aventuré mi suposición. Sus ojos se estrecharon tanto entonces que se convirtieron en ranuras. Era raro ver su mirada tan... tan peligrosa, como la de un vampiro. Tragué saliva a duras penas y continué con el resto de la historia, lo relativo a Harry.
Ella lo escuchó todo sin interrumpirme. De vez en cuando sacudía la cabeza y la arruga de su frente se volvía más profunda hasta que pareció permanentemente grabada en el mármol de su piel. No dijo nada, y al final se quedó inmóvil, impresionada por la pena ajena de la muerte de Harry. Pensé en Charlie; volvería pronto a casa. ¿En qué condiciones se encontraría?
—Nuestra marcha no te hizo bien alguno, ¿a que no? —murmuró Alice.
Solté una carcajada, aunque sonó algo histérica.
—Pero ésa no es la cuestión de todos modos, ¿verdad? No creo que os marcharais por mi bien.
Puso cara de pocos amigos y miró al suelo un momento.
—Bueno... supongo que hoy he actuado de forma algo impulsiva. Probablemente no me debería haber entrometido.
Sentí cómo la sangre huía de mi rostro y se me hacía un vacío en el estómago.
—No sigas, Alice —susurré. Mis dedos se cerraron en torno al cuello de su blusa blanca y empecé a hiperventilar—. Por favor, no me dejes.
Abrió los ojos aún más.
—De acuerdo. No voy a ir a ninguna parte esta noche —dijo, pronunciando cada palabra con precisión minuciosa—. Respira hondo.
Intenté obedecerla, aunque apenas sabía dónde tenía los pulmones.
Me miró a la cara mientras yo me concentraba en respirar. Esperó hasta que me calmé para hacer un comentario.
—Qué mala pinta tienes, Bella.
—Hoy he estado a punto de ahogarme —le recordé.
—Es algo más profundo que eso. Estás hecha una pena.
Aguanté el dolor que su frase me produjo sin rechistar.
—Mira, lo estoy haciendo lo mejor que puedo.
—¿Eso qué quiere decir?
—No ha sido fácil. Me estoy esforzando.
Frunció el ceño.
—Se lo dije —comentó para sus adentros.
—Alice ¿con qué pensabas que te ibas a encontrar? —suspiré—. Quiero decir, además de verme muerta. ¿Esperabas hallarme saltando de un lado para otro y cantando canciones de una comedia musical? Creo que me conoces un poco más.
—Así es, pero albergaba la esperanza...
—Pues entonces, supongo que no soy yo la que tiene el monopolio del mercado de la idiotez.
Sonó el teléfono.
—Ése debe de ser Charlie —aventuré mientras me ponía en pie de un salto. Aferré la mano pétrea de Alice y la arrastré conmigo hacia la cocina. No tenía la menor intención de dejarla fuera de mi vista.
—¿Charlie? —contesté al descolgar el aparato.
—No, soy yo —dijo Jacob.
—¡Jake!
Alice escudriñó mi expresión.
—Sólo me estoy asegurando de que sigues viva —comentó Jacob con amargura.
—Estoy bien. Te dije que no era...
—Ya. Lo sé. Adiós.
Jacob me colgó.
Suspiré, dejé caer hacia atrás la cabeza y me quedé mirando al techo.
—Esto va a ser un buen problema.
Alice me apretó la mano.
—No les emociona que me encuentre aquí.
—No especialmente, pero no es asunto suyo de todos modos.
Alice me rodeó con un brazo.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —musitó ella. Pareció hablar consigo misma durante un momento—. Cosas que hacer... Atar cabos sueltos.
—¿Qué es lo que hay que hacer?
Su rostro se volvió repentinamente cauteloso.
—No lo sé con seguridad. Necesito ver a Carlisle.
¿Por qué se tenía que ir tan pronto? Sentí una opresión en el estómago.
—¿No puedes quedarte? —le supliqué—. ¿Por favor? Sólo un poco. Te he echado mucho de menos —la voz se me quebró.
—Si tú crees que es buena idea... —sus ojos mostraron su descontento.
—Sí. Puedes quedarte aquí, a Charlie le encantará.
—Tengo mi casa, Bella.
Asentí, descontenta pero resignada. Ella dudó mientras me estudiaba.
—Bueno, al menos necesitaría ir a por una maleta de ropa.
La abracé impulsivamente.
—¡Alice, eres la mejor!
—Además, creo que debería ir de caza ahora mismo —añadió con la voz estrangulada.
—Ups... —di un paso hacia atrás.
—¿Podrías mantenerte apartada de los problemas durante una hora? —me preguntó con escepticismo. Entonces, antes de que pudiera contestarle, alzó un dedo y cerró los ojos. Su rostro se suavizó y quedó en blanco durante unos momentos.
Después abrió los ojos y se contestó a su propia pregunta.
—Sí, creo que estarás bien. Al menos, por lo que se refiere a esta noche —hizo una mueca. Incluso al poner caras, su rostro seguía pareciendo el de un ángel.
—¿Volverás? —le pregunté con voz débil.
—Te lo prometo. Estaré aquí dentro de una hora.
Miré fijamente al reloj que había encima de la mesa. Ella se rió y se inclinó rápidamente para darme un beso en la mejilla. Se fue inopinadamente.
Respiré hondo. Alice iba a volver. De pronto, me sentí mucho mejor.
Tenía un montón de cosas de las que ocuparme mientras la esperaba. Lo primero de todo era darme una ducha. Olisqueé mis hombros mientras me desnudaba sin conseguir detectar el aroma a agua salada y a algas del océano. Me pregunté qué era lo que quería decir Alice con lo de que yo olía mal.
Volví a la cocina después de ducharme. No hallé indicios de que Charlie hubiera comido recientemente y probablemente estaría hambriento a su regreso. Tarareé algo entre dientes, sin hacer ruido, yendo de un lado para otro de la cocina.
Mientras el estofado del jueves daba vueltas en el microondas, puse sábanas y una vieja almohada en el sofá. Alice no las necesitaría, pero Charlie tenía que verlas. Fui cuidadosa en lo de no mirar el reloj. No había motivos para sufrir un ataque de pánico; Alice lo había prometido.
Me apresuré a cenar, sin apreciar el sabor de la comida. Lo único que sentía era el dolor de la garganta en carne viva cada vez que tragaba. Sobre todo tenía sed; debí de beberme casi dos litros de agua hasta quedar saciada. La sal que se había acumulado en mi cuerpo me había deshidratado.
Fui a comprobar si era capaz de ver la tele mientras esperaba...
... pero Alice ya me aguardaba sentada en su cama improvisada. Sus ojos tenían el color del caramelo líquido. Sonrió y palmeó la almohada.
—Gracias.
—Has llegado pronto —dije eufórica.
Me senté a su lado y apoyé la cabeza sobre su hombro. Ella me envolvió con sus brazos y suspiró.
—Bella, ¿qué vamos a hacer contigo?
—No lo sé —reconocí—. De verdad que lo he intentado con todas mis fuerzas.
—Te creo.
Nos quedamos en silencio.
—¿Sabe...? ¿Sabe él...? —inspiré hondo. Era muy difícil decir su nombre en voz alta, incluso ahora que sí era capaz de pensar en él—. ¿Sabe Edward que estás aquí? —no pude evitar la pregunta. Era mi pena, después de todo. Ya me las apañaría con ella cuando Alice se fuera, me prometí a mí misma, y me puse enferma sólo de pensarlo.
—No.
Sólo había una manera de que esto fuese verdad.
—¿No está con Carlisle y Esme?
—Se pone en contacto con ellos cada pocos meses.
—Oh —debía de estar por ahí, disfrutando de sus diversiones. Concentré mi curiosidad en un tema más seguro—. Me dijiste que volaste hasta aquí... ¿Desde dónde venías?
—Me hallaba en Denali. Hacía una visita a la familia de Tanya.
—¿Está Jasper aquí? ¿Te ha acompañado?
Ella sacudió la cabeza.
—No está de acuerdo con que yo interfiera. Prometimos... —dejó que su voz se apagara y después de eso cambió el tono—. ¿Y tú crees que a Charlie no le importará que me quede aquí? —preguntó, preocupada.
—Charlie cree que eres maravillosa, Alice.
—Bueno, eso lo vamos a comprobar ahora mismo.
Como era de esperar, a los pocos segundos oí cómo el coche patrulla aparcaba en la entrada. Me levanté de un salto y me apresuré a abrir la puerta.
Charlie caminaba arrastrando los pies por la vía de acceso, con los ojos fijos en el suelo y los hombros caídos. Avancé para encontrarme con él; apenas me vio hasta que le abracé por la cintura. Me devolvió el abrazo con fuerza.
—Cuánto siento lo de Harry, papá.
—Lo cierto es que le vamos a echar de menos —murmuró Charlie.
—¿Cómo lo lleva Sue?
—Parece aturdida, como si aún no fuera consciente de lo que ha pasado. Sam se ha quedado con ella... —el volumen de su voz iba y venía—. Esos pobres chicos. Leah es un año mayor que tú, y Seth sólo tiene catorce... —sacudió la cabeza.
Mantuvo sus brazos apretados estrechamente a mi alrededor aunque habíamos comenzado a andar hacia la puerta.
—Esto... Papá... —me figuré que sería mejor avisarle—. ¿A que no adivinas quién ha venido?
Me miró sin comprender. Su cabeza giró alrededor y descubrió el Mercedes al otro lado de la calle, ya que las luces del porche se reflejaban en la satinada pintura negra. Antes de que pudiera reaccionar, Alice estaba en la entrada.
—Hola, Charlie —dijo con voz apagada—. Siento haber llegado en un momento tan triste.
—¿Alice Cullen? —fijó la mirada en la figura esbelta que estaba de pie frente a él, como si dudara lo que sus ojos le decían—. ¿Alice, eres tú?
—Soy yo —confirmó ella—. Pasaba por aquí.
—¿Está Carlisle... ?
—No, he venido sola.
Tanto Alice como yo nos dimos cuenta de que él en realidad no preguntaba por Carlisle. Su brazo se apretó con más fuerza contra mi hombro.
—Se puede quedar, ¿no? —supliqué—. Ya se lo he pedido.
—Claro —dijo Charlie mecánicamente—. Estamos encantados de que estés aquí, Alice.
—Muchas gracias, Charlie. Sé que es un momento de lo más inapropiado.
—No, en realidad, es lo mejor. Voy a estar muy ocupado haciendo lo que pueda por la familia de Harry; será estupendo para Bella tener a alguien que le haga compañía.
—Te he puesto la cena en la mesa, papá —le dije.
—Gracias, Bella.
Me dio otro apretón antes de dirigirse hacia la cocina.
Alice regresó al sofá y yo la seguí. Esta vez fue ella la que me atrajo hacia su hombro.
—Pareces cansada.
—Sí —admití y me encogí de hombros—. Las experiencias cercanas a la muerte me ponen en este estado. Oye, ¿y que pensará Carlisle de que estés aquí?
—No lo sabe. Esme y él están de caza. Sabré algo de él dentro de unos días, cuando regrese.
—Pero ¿no se lo dirás, no... cuando él vuelva? —le pregunté. Ella sabía que no me estaba refiriendo a Carlisle de nuevo.
—No. Me arrancaría la cabeza —dijo Alice con tristeza.
Solté una carcajada y luego suspiré.
No quería dormir, prefería quedarme levantada toda la noche hablando con Alice. No tenía sentido que estuviera cansada después de haberme pasado buena parte del día tirada en el sofá de Jacob, pero la experiencia del ahogo me había dejado realmente exhausta y era incapaz de tener los ojos abiertos. Descansé mi cabeza en su hombro pétreo y me dejé ir hacia una paz y un olvido que nunca hubiera esperado conseguir.
Me desperté temprano, después de un sueño profundo y sin pesadillas, sintiéndome descansada pero con los músculos agarrotados. Estaba en el sofá, arropada bajo las mantas que había preparado para Alice, desde donde podía escucharla hablando con Charlie en la cocina. Parecía que él le había preparado el desayuno.
—Dime, Charlie, ¿ha sido muy malo? —preguntó Alice con voz queda; al principio pensé que se estaban refiriendo a los Clearwater.
Charlie suspiró.
—Ha sido espantoso.
—Cuéntamelo. Quiero saber exactamente qué ocurrió después de que nos marchásemos.
Hubo una pausa mientras se cerraba la puerta de una alacena y se apagaba un botón de la cocina. Esperé, muerta de vergüenza. Charlie comenzó a hablar muy despacio:
—Nunca me había sentido tan impotente. No sabía qué hacer. Hubo un momento durante aquella primera semana en que temí que sería necesario hospitalizarla.
»No comía ni bebía ni se movía. El doctor Gerandy andaba por aquí mencionando palabras como «catatonia», aunque no le dejé acercarse. Me daba miedo que la asustara.
—Pero ¿terminó saliendo de esa situación?
—Hice venir a Renée para que se la llevara a Florida. Era sólo porque yo no quería ser el que... por si Bella tenía que ir a un hospital o algo así. Albergaba la esperanza de que estar con su madre la ayudara, pero ¡cómo se revolvió cuando empezamos a empaquetar sus ropas! Nunca la había visto con un ataque como ése. Ni siquiera es una persona a la que le den berrinches, pero hija, ese día se puso hecha una fiera. Arrojó sus vestidos por todas partes y gritó que no podíamos obligarla a marcharse, y al final rompió a llorar. Pensé que sería un punto de inflexión, así que no discutí cuando insistió en quedarse aquí y al principio dio la impresión de que se recuperaba...
La voz de Charlie se desvaneció. Era duro escucharle contar eso, saber la pena que le había causado.
—Pero...—le apuntó Alice.
—Volvió a la escuela y al trabajo; comía, dormía, hacía las tareas y contestaba cuando alguien le preguntaba algo, pero estaba... vacía. Tenía los ojos inexpresivos. Había un montón de detalles pequeños, como, por ejemplo, que no volvió a escuchar música. Encontré un montón de discos rotos en la basura. No leía y nunca permanecía en la misma habitación donde hubiera una tele encendida, aunque lo cierto es que hasta entonces tampoco le había gustado mucho. Finalmente comprendí que ella evitaba todo aquello que le pudiera recordar a... él.
»Hablábamos poco, ya que temía decir algo que le molestara, se estremecía por las cosas más pequeñas y nunca hacía nada por propia voluntad. Sólo se limitaba a contestar si le hacía una pregunta directa.
»Estaba sola todo el tiempo. No volvió a llamar a sus amigos, hasta que después de un tiempo ellos también dejaron de telefonearla.
»Todo esto parecía como La noche de los muertos vivientes. Todavía la oigo gritar en sueños...
Casi podía ver cómo se estremecía, y yo temblé también al recordarlo. Luego, suspiré. No había conseguido engañarle nunca, en absoluto, ni durante un segundo.
—Lo siento mucho, Charlie —dijo Alice con voz apesadumbrada.
—No ha sido culpa tuya —lo dijo de un modo que dejaba perfectamente claro a quién responsabilizaba de todo—. Siempre has sido una buena amiga para ella.
—Sin embargo, ahora parece estar mejor.
—Sí. He notado una mejoría de verdad desde que empezó a salir con Jacob Black. Al volver a casa, tiene un poco de color en las mejillas y cierta luz en los ojos. Parece algo más feliz —hizo una pausa y su voz se había vuelto diferente cuando volvió a hablar—. Jacob tiene alrededor de un año menos que ella y sé que Bella siempre ha pensado en él como un amigo, pero creo que ahora quizás haya algo más, o al menos su relación parece haber cambiado en esa dirección —Charlie dijo esto de una forma casi beligerante. Era un aviso, no para Alice, sino para que ella se lo hiciera llegar a otros—. Jake es maduro para su edad —continuó, todavía a la defensiva—. Ha cuidado físicamente de su padre del mismo modo que Bella cuidó emocionalmente de su madre. Eso le ha hecho madurar. También es un chaval apuesto, le viene por parte de madre. Ha sido bueno para Bella, ¿sabes? —insistió Charlie.
—Entonces está bien que pueda contar con él.
Charlie inspiró muy hondo y se rindió ante el hecho de que Alice no se opusiera.
—Vale, tal vez esté exagerando un poco las cosas... No lo sé... Incluso cuando está con Jacob, hay veces que veo algo en sus ojos y me pregunto si alguna vez he llegado a darme cuenta de cuánto dolor siente en realidad. No es normal, Alice y... y me asusta. No es normal en absoluto. No es como si alguien la hubiera... dejado, sino como si alguien hubiera muerto —la voz se le quebró.
Era como si alguien hubiera muerto, como si yo hubiera muerto. Porque había sido algo más que perder el más verdadero de los amores verdaderos, aunque no fuera uno de esos amores que matan, porque no había bastado para matar a nadie. También era la pérdida de un futuro al completo, una familia entera... toda la vida que yo había escogido...
Charlie prosiguió con un tono desesperanzado.
—No sé si va a poder superarlo alguna vez. No sé si está en su naturaleza el poder curarse de una cosa así. Bella siempre ha sido una personita tenaz. No pasa nada por alto ni cambia de opinión.
—Sí, ése es su estilo —asintió Alice de nuevo con una voz seca.
—Y Alice... —Charlie dudó—. Tú sabes cuánto te aprecio y estoy seguro de lo feliz que está de verte, pero... estoy un poco preocupado por el efecto que pueda tener tu visita.
—Yo también, Charlie, yo también. No habría venido si hubiera tenido idea de lo que había pasado. Lo siento.
—No te disculpes, cielo, ¿quién sabe? Tal vez sea bueno para ella.
—Espero que tengas razón.
Hubo una larga pausa mientras los tenedores rascaban los platos y Charlie masticaba. Me pregunté donde escondía Alice la comida.
—Alice, tengo que preguntarte algo —dijo Charlie con torpeza.
Alice estaba tranquila.
—Adelante.
—¿Va a venir Edward a visitarla también? —inquirió. Noté la ira reprimida en la voz de Charlie.
Alice contestó con aplomo y un tono de voz suave.
—Ni siquiera sabe que estoy aquí. La última vez que hablé con él estaba en Sudamérica.
Me envaré al escuchar esta nueva información y presté más atención.
—Eso es algo, al menos —bufó Charlie—. Bueno, espero que lo esté pasando bien.
La voz de Alice se aceró por vez primera.
—Si yo estuviera en tu lugar, no haría suposiciones —sabía cómo podían llamear sus ojos cuando empleaba ese tono.
Una silla se separó rápidamente de la mesa, arañando de manera ruidosa el suelo. Me imaginé que había sido Charlie al levantarse; no albergaba duda alguna de que Alice no habría hecho semejante ruido. El grifo se abrió y un chorro de agua se estrelló sobre un plato.
No parecía que fueran a seguir hablando de Edward, por lo que decidí que ya era hora de levantarme.
Me di la vuelta y reboté contra los muelles a fin de que chirriaran. Luego bostecé de forma audible.
Todo estaba tranquilo en la cocina.
Me estiré y gruñí.
—¿Alice? —pregunté de forma inocente; la ronquera que todavía me raspaba la garganta añadió un toque muy apropiado a la charada.
—Estoy en la cocina, Bella —me llamó Alice, sin que hubiera rastro en su voz de que sospechara que había escuchado a escondidas su conversación, pero a ella se le daba bien ocultar estas cosas.
Charlie tenía que marcharse ya, porque estaba ayudando a Sue Clearwater a hacer los arreglos pertinentes para el funeral. Habría sido un día muy largo sin Alice. No habló de irse en ningún momento y yo no le pregunté. Sabía que su marcha era inevitable, pero me lo quité de la cabeza.
En vez de eso, hablamos sobre su familia, de todos menos de uno.
Carlisle trabajaba por las noches en Ithaca y enseñaba a tiempo parcial en la universidad de Cornell. Esme estaba restaurando una casa del siglo XVII, un monumento histórico situado en un bosque al norte de la ciudad. Emmett y Rosalie se habían ido a Europa unos cuantos meses en otra luna de miel, pero ya estaban de vuelta. Jasper también estaba en Cornell, esta vez para estudiar Filosofía. Y Alice había estado efectuando algunas investigaciones personales referentes a la información que yo había descubierto de forma casual la pasada primavera. Había conseguido identificar con éxito el manicomio donde había pasado los últimos años de su existencia humana. Una vida de la que ella no tenía recuerdos.
—Mi nombre era Mary Alice Brandon —me contó con voz serena—. Tenía una hermana pequeña que se llamaba Cynthia. Su hija, mi sobrina, todavía vive en Biloxi.
—¿Has conseguido averiguar por qué te llevaron... a ese lugar? ¿Qué llevaría a unos padres a ese extremo? Incluso aunque su hija tuviera visiones del futuro...
Se limitó a sacudir la cabeza con mirada pensativa.
—No he conseguido averiguar demasiado sobre ellos. Repasé todos los periódicos viejos microfilmados que hallé. Se mencionaba muy poco a mi familia, ya que ninguno pertenecíamos al círculo social del que suele hablar la prensa. Estaba anunciado el compromiso de mis padres y el de Cynthia —el nombre salía de su boca algo vacilante—. Se notificaba mi nacimiento. .. y mi muerte. Encontré mi tumba, y también hallé mi hoja de admisión en los viejos archivos del manicomio. La fecha de la admisión y la de mi lápida coinciden.
No sabía qué decir y, después de una corta pausa, Alice cambió el rumbo de la conversación y habló de temas más superficiales.
Los Cullen estaban todos juntos de nuevo, salvo esa única excepción, para pasar en Denali —con Tanya y su familia— las vacaciones de Pascua que les concedían en Cornell. Escuché con demasiada avidez incluso las noticias más triviales. Ella nunca mencionó a aquel en quien yo tenía más interés y se lo agradecí en el alma. Bastaba con escuchar las historias de la familia a la que una vez soñé pertenecer.
Charlie no regresó hasta después del crepúsculo y parecía más extenuado que la noche anterior. Iba a volver a la reserva a primera hora de la mañana para el funeral de Harry, por lo que se acostó pronto. Yo me quedé otra vez con Alice en el sofá.
Charlie casi parecía un extraño cuando bajó las escaleras antes de que se hiciera de día, vistiendo un traje viejo que yo nunca le había visto con anterioridad. La chaqueta le colgaba abierta; supuse que le estaba demasiado estrecha para poder abrocharse los botones. La corbata era un poco más ancha de lo que se llevaba ahora. Caminó de puntillas hasta la puerta en un intento de no despertarnos. Le dejé marchar, fingiéndome dormida, y Alice, tendida en el sillón abatible, hizo lo mismo...
... pero se sentó en cuanto él salió por la puerta. Bajo el edredón, estaba completamente vestida.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer hoy? —me preguntó.
—No lo sé. ¿Ves que vaya a suceder algo interesante?
Ella sonrió y sacudió la cabeza.
—Todavía es temprano.
Todo el tiempo que había pasado en La Push había hecho que abandonara un montón de tareas en casa y decidí ponerme manos a la obra. Quería hacer algo que le facilitara las cosas a Charlie; quizás lograra que se sintiera mejor si regresaba a una casa que estaba limpia y en orden. Empecé con el baño, que era lo que mostraba más señales de abandono.
Mientras trabajaba, Alice se apoyó contra la jamba de la puerta y me hizo preguntas desenfadadas sobre mis, bueno, «nuestros» compañeros del instituto y de las cosas que habían pasado desde su ausencia. Su rostro mostraba una expresión despreocupada y carente de emoción, pero sentí su desaprobación cuando se dio cuenta de lo poco que podía contarle. O quizás la que hablaba era mi conciencia culpable después de haber estado escuchando a hurtadillas su conversación con Charlie en la mañana del día anterior.
Estaba sumergida en detergente hasta los codos y restregaba el fondo de la bañera cuando sonó el timbre de la puerta.
Miré rápidamente a Alice. Su expresión era de perplejidad y cierta preocupación, lo que era extraño; nada tomaba a Alice por sorpresa.
—¡Ya voy! —grité en dirección a la puerta principal al tiempo que me levantaba y me dirigía a toda prisa al lavabo para enjuagarme los brazos.
—Bella —dijo Alice con cierto rastro de frustración en su voz—. Tengo una sospecha bastante certera sobre quién puede ser y creo que es mejor que me marche.
—¿Sospecha? —repetí. ¿Desde cuando Alice tenía que sospechar algo?
—Si es una repetición del mayúsculo fallo de mi visión de ayer, entonces, lo más probable es que sea Jacob o uno de sus... amigos.
La miré fijamente mientras intentaba sacar conclusiones.
—¿No puedes ver a los hombres lobo?
Ella torció el gesto.
—Eso parece.
Estaba evidentemente irritada por este hecho, muy irritada. El timbre sonó otra vez, dos veces, con rapidez e impaciencia.
—No tienes que irte a ninguna parte, Alice. Tú estabas aquí primero.
Rió con su risita plateada, aunque esta vez tenía un matiz oscuro.
—Confía en mí. Dudo que sea buena idea reunimos a mí y a Jacob Black en la misma habitación.
Me besó la mejilla velozmente antes de desvanecerse por la puerta del cuarto de Charlie y a través de su ventana trasera, sin duda.
El timbre sonó de nuevo.
El funeral
Bajé las escaleras a todo correr y abrí la puerta de un tirón.
Era Jacob, por supuesto. Incluso aunque no le pudiera ver, Alice era muy intuitiva.
Se había quedado a metro y medio de la puerta y arrugaba la nariz con gesto de desagrado, pero aparte de eso su rostro estaba en calma, como el de una máscara. No me engañó. Vi el débil temblor de sus manos.
Emanaba oleadas de hostilidad, lo cual me retrotrajo a aquella espantosa tarde en la que había preferido a Sam antes que a mí y respondí a la defensiva irguiendo el mentón.
El Golf de Jacob permanecía al ralentí con el freno echado. Jared estaba al volante y Embry en el asiento del copiloto. Me di cuenta de lo que eso significaba: temían dejarle venir solo, lo que me entristeció y sorprendió, ya que el comportamiento de los Cullen no justificaba semejante actitud.
—Hola —dije finalmente al ver que él seguía sin hablar.
Jake frunció los labios y continuó a la misma distancia que había mantenido con respecto a la puerta. Repasó la fachada de la casa con la mirada.
Apreté los dientes y pregunté:
—No está aquí. ¿Necesitas algo?
Él vaciló.
—¿Estás sola?
—Sí.
Suspiré.
—¿Podemos hablar un minuto?
—Por supuesto, Jacob. Vamos, entra.
Miró por encima de su hombro a sus amigos, sentados en el coche. Vi a Embry mover la cabeza de forma casi imperceptible. No supe la razón, pero eso me fastidió un montón.
Me rechinaron los dientes y murmuré en voz muy baja:
—Gallina.
Los ojos de Jacob relampaguearon y se centraron en mí. Encima de sus ojos hundidos, sus pobladas cejas negras adoptaron un ángulo que les confería un aspecto airado. Apretó los dientes y desfiló —no existía otra palabra para describir la forma en que se movía— por la vereda y se encogió de hombros al pasar junto a mí para entrar en la casa.
Antes de cerrar de un portazo, mi mirada se encontró primero con la de Jared y luego con la de Embry. No me gustó la dureza con la que me observaban. ¿De veras pensaban que iba a dejar que le sucediera algo malo a Jacob?
Él se quedó detrás de mí en el vestíbulo sin dejar de mirar el lío de mantas del salón.
—¿Qué? ¿Una fiesta de pijamas? —inquirió con sarcasmo.
—Sí —repliqué con el mismo tono de acidez. No me gustaba nada Jacob cuando se comportaba de esa manera—. ¿Qué se te ofrece?
Volvió a arrugar la nariz como si oliera algo desagradable.
—¿Dónde está tu «amiga»? —pude oír el entrecomillado de la palabra en la inflexión de su voz.
—Tenía que hacer algunos recados. Bueno, Jacob, ¿qué quieres?
Había algo en la estancia que le ponía los nervios a flor de piel. Los brazos le temblaban. No respondió a mi pregunta, sino que se desplazó a la cocina lanzando con impaciencia miradas en todas las direcciones.
Le seguí. Paseaba arriba y abajo junto a la pequeña encimera.
—Eh —le dije al tiempo que me interponía en su camino. Detuvo sus pasos y fijó en mí su mirada—. ¿Qué te ocurre?
—Me disgusta tener que venir aquí.
Aquello me hirió profundamente. Me estremecí y él entrecerró los ojos.
—En tal caso, lamento que hayas tenido que hacerlo —musité—. ¿Por qué no me dices ya lo que necesitas? De ese modo podrás marcharte.
—Sólo quería hacerte un par de preguntas. No te llevará mucho tiempo. Debemos volver al funeral.
—De acuerdo, terminemos con esto.
Probablemente me estaba comportando con demasiada agresividad, pero no quería que viera cuánto daño me hacía. No me había portado bien, cierto, y después de todo, hacía dos noches había preferido a la chupasangre en vez de a él. Yo le había herido primero.
Respiró hondo y de pronto los dedos temblorosos se quedaron quietos. Su rostro se sosegó hasta convertirse en una máscara serena.
—Un miembro de la familia Cullen ha estado aquí contigo —expuso.
—Sí, Alice Cullen.
Asintió con gesto pensativo.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse?
—Todo el que quiera —repliqué, todavía con tono beligerante—. Puede venir cuando le plazca.
—¿Crees...? ¿Podrías explicarle lo de la otra, lo de Victoria, por favor?
Palidecí.
—Ya la he informado.
El asintió.
—Has de saber que mientras los Cullen estén en este lugar, sólo podemos vigilar nuestras tierras. El único sitio donde tú estarías a salvo sería en La Push. Aquí ya no puedo protegerte.
—De acuerdo —contesté con un hilo de voz.
Entonces apartó la vista y miró al exterior a través de las ventanas traseras sin decir nada más.
—¿Eso es todo?
Mantuvo los ojos fijos en el cristal mientras contestaba:
—Sólo una última cosa.
Esperé, pero él no prosiguió, por lo que al final le urgí:
—¿Sí?
—¿Van a regresar los demás? —inquirió con voz fría y calmada. Me recordó al comportamiento sereno de Sam. Jacob se parecía cada vez más a él. Me pregunté por qué me molestaba tanto.
Ahora fui yo quien permaneció callada y él clavó sus ojos perspicaces en mi rostro.
—¿Y bien? —preguntó mientras se esforzaba en ocultar la tensión detrás de su expresión serena.
—No —respondí al fin, a regañadientes—. No van a volver.
Jacob no se inmutó.
—Vale. Eso es todo.
Mi enfado resurgió y le fulminé con la mirada.
—Bueno, venga, ahora vete. Ve a decirle a Sam que los monstruos malos no te han atrapado.
—Vale —volvió a decir, aún calmado.
Era lo que parecía. Jacob salió a toda prisa de la cocina. Esperé a oír la puerta de la entrada, pero no fue así. Escuché el tictac del reloj de la cocina y me maravillé una vez más de lo silencioso que se había vuelto.
¡Menudo desastre! ¡¿Cómo podía haberme alejado tanto de él en tan breve lapso de tiempo?!
¿Me perdonaría cuando Alice se hubiera marchado? ¿Y qué ocurriría si no lo hiciera?
Me dejé caer contra la encimera y enterré mi rostro entre las manos. ¿Cómo podía haberlo complicado todo de este modo? En cualquier caso, ¿me podía haber comportado de otra manera? No se me ocurrió ninguna alternativa, ningún otro modo de proceder.
—¿Bella...? —preguntó Jacob con voz atribulada.
Alcé el rostro, que mantenía entre mis manos, para ver a Jacob, dubitativo, en la entrada de la cocina. No se había marchado, tal y como yo había pensado. Sólo entonces vi gotas cristalinas en las palmas de mis manos y comprendí que estaba llorando.
La expresión serena había desaparecido del rostro de Jacob, que ahora se mostraba inseguro y ansioso. Caminó rápidamente para acercarse a mi lado y agachó la cabeza hasta que sus ojos y los míos estuvieron a la misma altura.
—Lo he vuelto a hacer, ¿verdad?
—¿Hacer? ¿El qué? —pregunté con voz rota.
—Romper mi promesa. Perdona.
—No te preocupes —repuse entre dientes—. Esta vez empecé yo.
Su rostro se crispó.
—Sabía lo que sentías por ellos. No debería haberme sorprendido de ese modo.
Vi la repulsa en sus ojos y quise explicarle cómo era Alice en realidad, defenderla, desmentir la opinión que se había formado de ella, pero algo me previno de que no era el momento.
Por tanto, me limité a decir:
—Lo siento.
Una vez más.
—No hay de qué preocuparse, ¿vale? Sólo está de visita, ¿no? Se irá y las aguas volverán a su cauce.
—¿No puedo ser amiga de los dos al mismo tiempo? —pregunté. Mi voz no ocultó ni una pizca del dolor que me embargaba.
Movió la cabeza muy despacio negando esa posibilidad.
—No, no creo que sea posible.
Sollocé y clavé la vista en sus pies enormes.
—Pero ¿me esperarás, verdad? ¿Seguirás siendo mi amigo aunque también quiera a Alice?
No alcé los ojos, temerosa de lo que iba a pensar de la última parte. Necesitó un minuto para responder, por lo que probablemente fue un acierto no mirarle.
—Sí, siempre seré tu amigo —dijo con brusquedad— sin tener en cuenta a quién ames.
—¿Prometido?
—Prometido.
Me rodeó con los brazos y yo apoyé la cabeza sobre su pecho sin dejar de sollozar.
—¡Qué asco de situación!
—Sí —entonces, olisqueó mi pelo y dijo—: Puaj.
—¡¿Qué?! —pregunté y levanté la vista para verle arrugar la nariz—. ¿Por qué os ha dado a todos por hacerme eso? ¡No huelo!
Esbozó una leve sonrisa.
—Sí, sí hueles, hueles como ellos. Demasiado dulce y empalagoso... y helado... Me arde la nariz.
—¿De verdad? —aquello resultaba muy extraño. Alice olía increíblemente bien, al menos para un humano—. Entonces, ¿por qué Alice cree también que yo huelo?
Aquello le borró la sonrisa de la cara.
—¿Qué...? Tal vez mi olor tampoco sea de su agrado, ¿no?
—Bueno, a mí me gusta cómo oléis los dos.
Volví a apoyar la cabeza sobre su pecho. Le iba a echar mucho de menos en cuanto saliera por la puerta. Era una situación peliaguda y sin escapatoria. Por una parte, deseaba que Alice se quedara para siempre, y me iba a morir —metafóricamente hablando— cuando me dejara, pero ¿cómo se suponía que iba a seguir sin ver a Jacob ni un segundo? ¡Menudo lío!, pensé una vez más.
—Te echaré de menos cada minuto —susurró Jacob, haciéndose eco de mis pensamientos—. Espero que se largue pronto.
—La verdad, Jake, no tiene por qué ser así.
Suspiró.
—Sí, Bella, sí ha de ser así. Tú... la quieres, y sería conveniente que yo no estuviera cerca de ella. No estoy seguro de mantenerme siempre lo bastante sereno como para poder manejar la situación. Sam se enfadaría si se enterase de que he quebrantado el tratado y —su voz se tornó sarcástica— no creo que te hiciera demasiado feliz que matara a tu amiga.
Le rehuí cuando dijo eso, pero él se limitó a hacer más fuerte la presa de sus brazos, negándose a soltarme.
—No hay forma de evitar la verdad. Así están las cosas, Bella.
—Pues no me gusta.
Jacob liberó un brazo para sostener mi mentón con la mano ahuecada y lo levantó para obligarme a que le mirase.
—Sí, era más sencillo cuando los dos sólo éramos humanos, ¿verdad?
Suspiré.
Nos miramos el uno al otro durante mucho tiempo. Su mano ardía sobre la piel de mi rostro. Sabía que allí no había otra cosa que nostalgia y tristeza. No quería despedirme, por breve que llegara a ser la separación. Al principio su rostro fue un reflejo del mío, pero luego, sin que ninguno de los dos desviara la mirada, su expresión cambió.
Me soltó y alzó la otra mano para acariciarme la mejilla con las yemas de los dedos y terminar descendiendo hasta la mandíbula. Noté el temblor de sus dedos, aunque en esta ocasión no era a causa de la ira. Colocó la palma de su mano sobre mi mejilla, de modo que mi rostro quedó atrapado entre sus manos abrasadoras.
—Bella —susurró.
Me quedé helada.
¡No! Aún no había tomado una decisión al respecto. No sabía si era capaz de hacerlo, y ahora no tenía tiempo para pensar, pero hubiera sido una necia si hubiera pensado que un rechazo en ese momento no iba a tener consecuencias.
A su vez, también yo clavé en él mi mirada. No era mi Jacob, pero podía serlo. Su querido rostro era el de siempre. Yo le amaba de verdad en muchos sentidos. Era mi consuelo, mi puerto seguro, y en ese preciso momento yo podía escoger que me perteneciera.
Por el momento, Alice había regresado, pero eso no cambiaba nada. La persona a quien amaba de verdad se había marchado para siempre. El príncipe no iba a regresar para despertarme de mi letargo mágico con un beso. Al fin y al cabo, tampoco yo era una princesa, por lo que ¿cuál era el protocolo de los cuentos de hadas para otros besos? ¿Acaso la gente corriente y moliente no necesitaba romper ningún conjuro?
Tal vez sería fácil, algo así como cuando sostenía su mano o me rodeaba con sus brazos. Quizá sería agradable. Quizá no me diera la impresión de estar traicionándole. Además, ¿a quién traicionaba en realidad? Sólo a mí misma.
Sin apartar sus ojos de los míos, Jacob comenzó a inclinar el rostro hacia mí. Yo todavía no había tomado ninguna decisión.
El repiqueteo estridente del teléfono nos hizo pegar un bote a los dos, pero él no perdió su centro de atención. Apartó la mano de mi barbilla y la alargó para tomar el auricular, pero aún sostenía férreamente mi mejilla con la otra mano. Sus ojos negros no se apartaron de los míos. Estaba hecha un lío, demasiado confusa para ser capaz de reaccionar ni aprovechar la ventaja de la distracción.
—Casa de los Swan —contestó Jacob en voz baja, ronca y grave.
Alguien le contestó y Jacob se alteró al momento. Se envaró y me soltó el rostro. Se apagó el brillo de sus ojos, se quedó lívido, y hubiera apostado lo poco que quedaba de mis ahorros para ir a la universidad a que se trataba de Alice.
Me recuperé y extendí la mano para tomar el auricular, pero él me ignoró.
—No está en casa —Jacob pronunció esas palabras con un tono amenazador. Hubo una réplica breve, parecía una petición de información, ya que Jacob añadió de mala gana—: Se encuentra en el funeral.
A continuación, colgó el teléfono.
—Asqueroso chupasangre —murmuró por lo bajini. Volvió el rostro hacia mí, pero ahora volvía a ser una máscara llena de amargura.
—¿A quién le acabas de colgar mi teléfono en mi casa? —pregunté de forma entrecortada, enojadísima.
—¡Cálmate! ¡Él me colgó a mí!
—¿Quién era?
—El doctor Carlisle Cullen —pronunció el título con sorna.
—¡¿Por qué no me has dejado hablar con él?!
—No ha preguntado por ti —repuso Jacob con frialdad. Su rostro era inexpresivo y estaba en calma, pero las manos le temblaban—. Preguntó dónde estaba Charlie y le respondí. No me parece que haya quebrantado las reglas de la cortesía.
—Escúchame, Jacob Black...
Pero era obvio que no lo hacía. Volvió la vista atrás, como si hubiera oído su nombre en otra habitación. Abrió los ojos y se quedó rígido; luego comenzó a estremecerse. Yo también agucé el oído, pero sin oír nada.
—Adiós, Bella —espetó, y dio media vuelta para dirigirse a la puerta de la entrada.
Corrí tras él.
—¿Qué pasa?
Choque contra él, que se balanceó hacia atrás, despotricando en voz baja. Me golpeó en un costado al girar otra vez. Perdí pie y me caí al suelo, con la mala suerte de que mis piernas se engancharon con las suyas.
—¡Maldita sea, ay! —me quejé mientras él se apresuraba a sacudir las piernas para liberarse cuanto antes.
Forcejeé para incorporarme y Jacob se lanzó como una flecha hacia la puerta trasera. De pronto, se quedó petrificado.
Alice permanecía inmóvil al pie de las escaleras.
—Bella —dijo con voz entrecortada.
Me levanté como pude y acudí a su lado dando tumbos. Alice tenía la mirada ausente, lejana; el rostro, demacrado y blanco como la cal. Su cuerpo esbelto temblaba a resultas de una enorme conmoción interna.
—¿Qué pasa, Alice? —chillé.
Tomé su rostro entre mis manos en un intento de calmarla. De pronto, centró en mí sus ojos abiertos y colmados de dolor.
—Edward —logró articular.
Mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente fuera capaz de comprender las implicaciones de su respuesta. Al principio, no entendí por qué la que la habitación daba vueltas ni de dónde venía el eco del rugido que me pitaba en los oídos. Me devané los sesos, pero no fui capaz de encontrarle sentido al rostro funesto de Alice ni de averiguar qué relación podía guardar con Edward; entretanto, empecé a tambalearme en busca del alivio de la inconsciencia antes de que la realidad me hiciera daño.
La escalera se inclinó en un ángulo extraño.
De pronto, llegó a mi oído la voz furiosa de Jacob profiriendo un torrente de blasfemias. Me invadió una suave ola de desaprobación. Resultaba evidente que sus nuevos amigos eran una mala influencia.
Me encontré encima del sofá antes de comprender cómo había llegado hasta allí. Jacob seguía soltando tacos. Me daba la impresión de que se había desatado un terremoto a juzgar por el modo en que el sofá se agitaba debajo de mi cuerpo.
—¿Qué le has hecho? —preguntó él.
Alice le ignoró.
—¿Bella? Reacciona, Bella, tenemos prisa.
—Mantente lejos —le previno Jacob.
—Cálmate, Jacob Black —le ordenó Alice—. No querrás transformarte tan cerca de ella.
—No creo que tenga problemas en recordar cuál es mi verdadero objetivo —replicó, pero su voz sonó un poco más apaciguada.
—¿Alice? —intervine con voz débil—. ¿Qué ha pasado? —pregunté incluso a pesar de no querer oírlo.
—No lo sé —se lamentó inopinadamente—. ¡¿Qué se le habrá ocurrido?!
Hice un esfuerzo por incorporarme a pesar de los vahídos. No tardé en darme cuenta de que lo que aferraba en realidad para recuperar el equilibrio era el brazo de Jacob. Era él quien temblaba, y no el sofá.
Alice había sacado un móvil plateado del bolso cuando la reubiqué en la estancia. Tecleaba los números a tal velocidad que se le desdibujaban los dedos.
—Rose, necesito hablar con Carlisle ahora mismo —soltó de sopetón—. Bien, pero que me llame en cuanto llegue. No, habré tomado un vuelo. Oye, ¿sabes algo de Edward?
Alice hizo una pausa en ese momento para escuchar cada vez con expresión más horrorizada a medida que transcurrían los segundos. Entreabrió la boca en forma de «o» a causa del espanto y el móvil le tembló en la mano.
—¿Por qué? —preguntó con voz entrecortada—. ¿Por qué lo has hecho, Rosalie?
Fuera cual fuera la respuesta, el mentón de Alice se tensó a causa de la ira. Le centellearon los ojos y luego los entrecerró.
—En fin, te has equivocado en ambos casos, aunque, Rosalie, era fácil suponer que iba a ser un problema, ¿a que sí? —preguntó con sarcasmo—. Sí, exacto, ella se encuentra perfectamente... Me equivoqué... Es una larga historia, pero en eso también te equivocas. Ésa es la razón por la que llamo... Sí, eso es exactamente lo que vi —Alice habló con dureza. Fruncía los labios hasta el punto de dejar los dientes al descubierto—. Es un poco tarde para eso, Rose. Guárdate tu remordimiento para quien te crea.
Cerró el móvil con un movimiento vertiginoso de dedos. Se volvió hacia mí y me miró con ojos atormentados.
—Alice, Carlisle ya ha regresado —mascullé rápidamente sin dejar que me contara nada. Necesitaba unos segundos más de tregua antes de que hablara y sus palabras destruyeran lo poco que me quedaba de vida—. Acaba de llamar...
Se me quedó mirando sin comprender y luego preguntó con voz apagada:
—¿Cuánto hace de eso?
—Medio minuto antes de tu aparición.
—¿Qué dijo? —ahora me estaba prestando atención, quedó a la espera de mi respuesta.
—Yo no hablé con él.
Mis ojos volaron en pos de Jacob, y Alice clavó su penetrante mirada en él, que reaccionó con un estremecimiento, pero no se apartó de mi lado. Se sentó con torpeza, casi como si pretendiera escudarme con su cuerpo.
—Preguntó por Charlie y le respondí que no se encontraba aquí —musitó Jacob con resentimiento.
—¿Nada más? —inquirió Alice con voz glacial.
—Después me colgó el teléfono —le espetó Jacob. Un temblor le recorrió la columna vertebral y me hizo estremecer.
—Le dijiste que Charlie estaba en el funeral —le recordé.
Alice sacudió la cabeza hacia mí.
—¿Cuáles fueron las palabras exactas?
—Jacob dijo: «No está en casa», y cuando Carlisle preguntó por el paradero de Charlie, respondió: «Se encuentra en el funeral».
Alice gimió y cayó de rodillas.
—Cuéntamelo, Alice —susurré.
—No fue Carlisle quien telefoneó —explicó con desesperanza.
—¿Me estás llamando mentiroso? —gruñó Jacob, que seguía junto a mí.
Alice le ignoró y se concentró en mi rostro perplejo.
—Era Edward —las palabras borbotearon en un susurro entrecortado—. Cree que has muerto.
La mente empezó a funcionarme otra vez. No era eso lo que tanto temía oír, por lo que el alivio me aclaró las ideas. Después de suspirar, me relajé y aventuré:
—Rosalie le dijo que me había suicidado, ¿verdad?
—Sí —admitió Alice. Los ojos le relampaguearon de ira una vez más—. He de decir en su defensa que ella pensaba que era verdad. Confían más de lo debido en mi visión, que funciona con muchas imperfecciones, pero eso fue lo que la impulsó a decírselo a Edward. ¿No comprendía... ni le preocupaba...?
Su voz se fue apagando horrorizada.
—Y Jacob le habló de un funeral cuando llamó aquí, y él creyó que era el mío —comprendí.
Me dolió mucho saber lo cerca que habíamos estado el uno del otro. Había tenido su voz a pocos centímetros. Hundí las uñas en el brazo de Jacob, pero éste se mantuvo imperturbable.
Alice me miró de un modo extraño y susurró:
—No te has alterado.
—Bueno, se ha malogrado una ocasión, pero todo se arreglará. Alguien le dirá la próxima vez que llame... que... en... realidad... —no pude seguir. Su mirada agolpó las palabras en mi garganta.
¿Por qué tenía Alice tanto pavor? ¿Por qué su rostro se había crispado de pena y horror? ¿Qué le había dicho a Rosalie por teléfono hacía unos momentos? Algo sobre lo que había visto, y luego había mencionado el remordimiento de Rosalie. Ella jamás hubiera sentido remordimiento alguno por nada de lo que me hubiera pasado a mí, pero si eso causaba algún mal a su familia, a su hermano...
—Bella —susurró Alice—, Edward no va a volver a llamar. Ha creído a Rosalie.
—No... lo... comprendo...
Mi boca formó cada una de esas tres palabras, pero me faltó aliento para pronunciarlas y pedirle que me explicara las implicaciones.
—Se va a Italia.
Tardé un latido de corazón en comprenderla.
Cuando la voz de Edward volvió a sonar en mi interior, no era la perfecta imitación de mis delirios, sino el tono apagado de mis recuerdos, pero las palabras bastaron para desgarrarme el pecho y dejar abierto un enorme hueco. Eran palabras de un tiempo en que yo hubiera apostado todo lo que poseía o podría poseer a que él me amaba.
Bueno, no estaba dispuesto a vivir sin ti, me había asegurado en aquella misma habitación mientras contemplábamos la muerte de Romeo y Julieta. Aunque no estaba seguro sobre cómo hacerlo. Tenía claro que ni Emmett ni Jasper me ayudarían..., así que pensé que lo mejor sería marcharme a Italia y hacer algo que molestara a los Vulturis. (...) Lo mejor es no irritar a los Vulturis. No a menos que desees morir.
No a menos que desees morir.
—¡No! —el rechazo expresado en un grito restalló con tanta fuerza después de los susurros que nos hizo dar un salto a todos. Sentí que la sangre me huía del rostro cuando intuí lo que había visto Alice—. ¡No, no, no! ¡No puede hacer eso!
—Adoptó esa decisión en cuanto tu amigo le confirmó que era demasiado tarde para salvarte.
—Pero... pero él se fue. ¡Ya no me quería! ¿Qué diferencia puede haber ahora? ¡Sabía que algún día tendría que morir!
—Creo que él siempre tuvo claro que no te sobreviviría por mucho tiempo —repuso Alice con discreción.
—¡Cómo tiene esa desfachatez! —chillé. Entonces, ya me había puesto en pie, y Jacob se alzó con aire vacilante para interponerse de nuevo entre Alice y yo—. Ay, Jacob, quita de en medio —con desesperación e impaciencia, aparté a codazos su cuerpo tembloroso—. ¿Qué podemos hacer? —le imploré a Alice. Algo teníamos que poder hacer—. ¿No es posible que le llamemos nosotras? ¿Y Carlisle?
Ella negó con la cabeza.
—Eso fue lo primero que intenté, pero ha tirado su móvil a un cubo de la basura en Río de Janeiro... Alguien lo recogió y contestó —susurró.
—Antes dijiste que debíamos darnos prisa. ¿Prisa? ¿Cómo? ¡Hagámoslo, sea lo que sea!
—Bella, creo que no puedo pedírtelo... —indecisa, Alice se calló.
—¡Pídemelo! —le ordené.
Puso las manos sobre mis hombros y me sujetó. Movía los dedos de vez en cuando para enfatizar sus palabras.
—Quizá ya sea demasiado tarde. Le vi acudir a los Vulturis y pedirles que le mataran —la perspectiva nos desalentó y de pronto no vi nada. Las lágrimas me hicieron pestañear convulsivamente—. Todo depende de su decisión. Aún no he visto que adopten ninguna.
»Pero si optaran por negarse, y eso resulta bastante posible si tenemos en cuenta que Aro profesa un gran afecto a Carlisle, y no querría ofenderle, Edward tiene un plan B. Ellos mantienen una actitud muy protectora con su ciudad, y Edward piensa que los Vulturis actuarían para detenerle si él perturbara de algún modo la paz... Tiene razón, lo harían.
Apreté los dientes de pura frustración sin dejar de mirarla fijamente. Aún no me había dicho nada que explicara por qué seguíamos allí.
—Llegaremos tarde si están de acuerdo en concederle su petición, y en caso de una negativa por parte de los Vulturis, también llegaremos tarde si él lleva a cabo un plan rápido para ofenderlos. Sólo podríamos aparecer a tiempo si se entregara a sus inclinaciones más histriónicas.
—¡Vamos!
—Atiende, Bella. Lleguemos o no a tiempo, vamos a estar en el corazón de la ciudad de los Vulturis. Me considerarán cómplice de Edward si tiene éxito y tú serás una humana que no sólo sabe demasiado, sino que huele demasiado bien. Las posibilidades de que acaben con todos nosotros son muy elevadas, sólo que en tu caso no será un castigo, sino un bocado a la hora del almuerzo.
—¿Es eso lo que nos retiene aquí? —pregunté con incredulidad—. Iré sola si tienes miedo.
Efectué un cálculo mental del dinero que me quedaba en la cuenta y me pregunté si Alice me prestaría el resto.
—Mi único temor es que acabes muerta.
Bufé disgustada.
—¡Como si estar a punto de matarme no fuera moneda corriente en mi vida! ¡Dime qué he de hacer!
—Escríbele una nota a Charlie. Yo telefonearé a las líneas aéreas.
—Charlie —repetí con voz entrecortada.
No es que mi presencia le protegiera, pero ¿podía dejarle solo para que afrontara...?
—No voy a dejar que le suceda nada malo a Charlie —intervino Jacob con voz bronca y enojada—. ¡Al carajo con el tratado!
Alcé los ojos para mirarle con disimulo. Puso cara de pocos amigos al ver el miedo escrito en mi rostro.
—Date prisa, Bella —me interrumpió Alice de forma apremiante.
Corrí a la cocina, abrí de golpe los cajones y volqué el contenido en el suelo en busca de un bolígrafo. Una mano lisa y morena me tendió uno.
—Gracias —farfullé mientras quitaba el capuchón del boli con los dientes. En silencio, Jacob me entregó el bloc de notas donde escribíamos los recados telefónicos. Arranque la primera hoja y lo tiré a mis espaldas. Luego, escribí:
Papá:
Me voy con Alice. Edward está metido en un lío. Ya podrás castigarme a mi regreso. Sé que es un mal momento. Lo siento un montón. Te quiero mucho.
Bella
—No vayas —susurró Jacob. La ira se había esfumado ahora que había perdido de vista a Alice.
No estaba dispuesta a perder el tiempo discutiendo con el.
—Por favor, por favor, por favor, cuida de Charlie —le dije antes de salir disparada hacia el cuarto de estar. Alice me aguardaba en la entrada con una bolsa colgada al hombro.
—Llévate la cartera. Necesitarás el carné... Por favor, dime que tienes pasaporte, no tenemos tiempo para falsificar uno.
Asentí con la cabeza y corrí escaleras arriba. Las piernas me temblaban de puro agradecimiento. Por fortuna, mi madre había querido casarse con Phil en una playa de México. El viaje se había quedado en nada, por supuesto, como la mayoría de sus planes, pero no antes de que yo hubiera tramitado todo el papeleo necesario para estar con ella.
Pasé como un obús por mi cuarto. Metí en la mochila mi viejo billetero, una camisa limpia, un pantalón de chándal; luego puse encima el cepillo de dientes y me lancé escaleras abajo, pero me invadió una agobiante sensación de déjà vu cuando llegué a ese momento. Al menos, a diferencia de la última vez, cuando tuve que huir precipitadamente de Forks para escapar de vampiros sedientos en vez de ir a su encuentro, no iba a tener que despedirme de Charlie.
Jacob y Alice se hallaban enzarzados en una especie de careo delante de la puerta abierta. Estaban lo bastante separados para que en un primer momento se pudiera pensar que mantenían una conversación. Ninguno de los dos pareció percatarse de mi bulliciosa llegada.
—Podrías controlarte de vez en cuando. Esas sanguijuelas de las que le has hablado a Bella... —le acusaba Jacob con encono.
—Sí, tienes razón, perrito —Alice gruñía también—. Los Vulturis son la personificación de nuestra especie, la razón por la que se te pone el vello de punta cuando me olfateas, la esencia de tus pesadillas, el pavor que hay detrás de tus instintos. No soy ajena a esa realidad...
—¡Y tú la vas a llevar ante ellos como una botellita de vino a una fiesta! —bramó él.
—¿Acaso crees que va estar mejor si la dejo aquí sola, con Victoria al acecho?
—Podemos encargarnos de la pelirroja.
—En ese caso, ¿por qué sigue de caza?
Jacob refunfuñó y un estremecimiento recorrió su torso.
—¡Dejad eso! —les grité a ambos, loca de impaciencia—. Discutid a nuestro regreso. ¡Vamos!
Alice se giró hacia el coche y desapareció en su interior a toda prisa. Me apresuré a seguir sus pasos, aunque de inmediato me detuve para cerrar la puerta. Jacob me tomó del brazo con mano temblorosa.
—Bella, por favor, te lo suplico.
Sus ojos negros refulgían llenos de lágrimas. Se me hizo un nudo en la garganta.
—Jake, debo...
—No, no debes, la verdad es que no, lo cierto es que te puedes quedar aquí conmigo. Quédate y vive. Hazlo por Charlie. Hazlo por mí.
El motor del Mercedes de Carlisle ronroneó. El ritmo del zumbido aumentó cuando Alice aceleró.
Negué con la cabeza y las lágrimas de mis ojos salieron despedidas a causa del brusco movimiento. Solté el brazo y él no se opuso.
—No mueras, Bella —dijo con voz estrangulada—. No vayas. No.
¿Y si nunca le volvía a ver? La idea se abrió camino entre las mudas lágrimas y un sollozo escapó de mi pecho. Le rodeé la cintura con los brazos y le abracé durante unos instantes demasiado breves al tiempo que hundía en su pecho mi rostro bañado de lágrimas. Puso su manaza en la parte posterior de mi cabeza, como si eso fuera a retenerme allí.
—Adiós, Jake —le aparté la mano de mi pelo y le besé el dorso. No fui capaz de soportar mirarle a la cara—. Perdona.
Después, me di la vuelta y eché a correr hacia el coche. La puerta del asiento de pasajeros me esperaba abierta. Arrojé la mochila por encima del reposacabezas y me deslicé dentro; al hacerlo, cerré de un portazo.
Me di la vuelta y grité:
—¡Cuida de Charlie!
Pero ya no se veía a Jacob por ninguna parte. Mientras Alice pisaba fuerte el acelerador y girábamos para ponernos de frente a la carretera —el aullido de las llantas se asemejaba mucho al de los gritos humanos—, atisbé un jirón blanco cerca de la primera línea de árboles del bosque. Era una zapatilla.
La carrera
Llegamos a tiempo de subir a nuestro vuelo por los pelos, y entonces comenzó la verdadera tortura. El avión haraganeaba ocioso en la pista, mientras los auxiliares de vuelo paseaban por el pasillo con toda tranquilidad, al tiempo que palmeaban las bolsas de los portaequipajes superiores para cerciorarse de que estaban bien sujetas. Los pilotos permanecían apoyados fuera de la cabina de mando y charlaban con ellos cuando pasaban. La mano de Alice me aferraba con fuerza por el hombro para tranquilizarme mientras yo, devorada por la ansiedad, no dejaba de moverme en el asiento de un lado para otro.
—Se va más deprisa volando que corriendo —me recordó en voz baja.
Me limité a asentir una única vez sin dejar de moverme.
Al final, el avión se alejó rodando muy despacio desde el punto de partida y comenzó a adquirir velocidad con una paulatina regularidad que luego me traería por la calle de la amargura. Esperaba disfrutar de un reposo cuando hubiéramos completado el despegue, pero mi impaciencia y mi frenesí no disminuyeron.
Alice sacó el móvil del respaldo del asiendo de delante antes de que hubiéramos dejado de ascender y le dio la espalda a la azafata, quien la observó con desaprobación. Hubo algo en mi expresión que la disuadió de acercarse para protestar.
Intenté dejar de escuchar lo que Alice le decía a Jasper entre susurros, porque no quería espiarla de nuevo, pero aun así, oía algunas frases sueltas.
—No estoy segura del todo. Le veo hacer cosas diferentes, continúa cambiando de parecer... Salir a matar a todo el que se ponga por delante, atacar a la guardia, alzar un coche por encima de la cabeza en la plaza mayor... En su mayoría, son hechos que lo descubrirían... Él sabe que ésa es la forma más rápida de obligarles a reaccionar.
»No, no puedes —Alice habló todavía más bajo, hasta que su voz resultó casi inaudible a pesar de encontrarme a escasos centímetros de ella. Hice lo contrario a lo que me proponía y escuché con más interés—. Dile a Emmett que él tampoco... Bueno, pues ve tras Emmett y Rosalie y haz que vuelvan... Piénsalo, Jasper. Si nos ve a cualquiera de nosotros, ¿qué crees que va a hacer...? —asintió con la cabeza—. Exactamente...
»Me parece que Bella es la única oportunidad, si es que hay alguna... Haré cuanto esté en mi mano, pero prepara a Carlisle. Las posibilidades son escasas...
Después, se echó a reír y dijo con voz temblorosa:
—He pensado en ello... Sí, te lo prometo —su voz se hizo más suplicante—. No me sigas. Te lo juro, Jasper, de un modo u otro me las apañaré para salir de ahí... Te quiero.
Colgó y se reclinó sobre el respaldo del asiento con los ojos cerrados.
—Detesto mentirle.
—Alice, cuéntamelo todo —le imploré—. No entiendo nada. ¿Por qué le has dicho a Jasper que detenga a Emmett? ¿Por qué no pueden venir en nuestra ayuda?
—Por dos motivos —susurró sin abrir los ojos—. A él sólo le he explicado el primero. Nosotras podemos intentar detener a Edward por nuestra cuenta... Si Emmett lograra ponerle las manos encima, seríamos capaces de detenerle el tiempo suficiente para convencerle de que sigues viva, pero entonces no podríamos acercarnos hasta él a hurtadillas, y si nos viera ir a por él, se limitaría a actuar más deprisa. Arrojaría un coche contra un muro o algo así, y los Vulturis le aplastarían.
»Ése es el segundo motivo, por supuesto, el que no le podía decir a Jasper. Bella, se produciría un enfrentamiento si ellos acudieran y los Vulturis mataran a Edward. Las cosas serían muy distintas si tuviéramos la más mínima oportunidad de ganar, si nosotros cuatro fuéramos capaces de salvar a mi hermano por la vía de la fuerza, pero no es posible, Bella, y no puedo perder a Jasper de ese modo.
Entendí por qué sus ojos imploraban que la entendiera. Estaba protegiendo a Jasper a nuestra costa y quizás también a la de Edward, pero la comprendía, y no pensé mal de ella. Asentí.
—Una cosa —le pregunté—, ¿no puede oírte Edward? ¿No se va a enterar de que sigo viva en cuanto escuche tus pensamientos y, por tanto, de que no tiene sentido seguir con esto?
En cualquier caso no tenía sentido, no existía ninguna justificación. Seguía sin ser capaz de creer que Edward pudiera reaccionar de esa manera. ¡No tenía ni pies ni cabeza! Recordé con dolorosa claridad aquel día en el sofá, mientras contemplábamos cómo Romeo y Julieta se mataban el uno al otro. No estaba dispuesto a vivir sin ti, había afirmado como si eso fuera la conclusión más evidente del mundo. Y sin embargo, en el bosque, al plantarme, había hablado con convicción cuando me hizo saber que no sentía nada por mí...
—Puede... si es que está a la escucha —me explicó Alice—; y además, lo creas o no, es posible mentir con el pensamiento. Si tú hubieras muerto y aun así yo quisiera detenerle, estaría pensando con toda la intensidad posible «está viva, está viva», y él lo sabe.
Enmudecí de frustración y me rechinaron los dientes.
—No te hubiera puesto en peligro si existiera alguna forma de conseguirlo sin ti, Bella. Esto está muy mal por mi parte.
—No seas tonta. Mi persona es lo último por lo que debes preocuparte —sacudí la cabeza con impaciencia—. Explícame a qué te referías con lo de mentir a Jasper.
Esbozó una sonrisa macabra.
—Le prometí que me iría de la ciudad antes de que me mataran a mí también. Eso es algo que no puedo garantizar ni por asomo... —enarcó las cejas como si deseara que me tomara más en serio el peligro.
—¿Quiénes son los Vulturis? —inquirí en un susurro—. ¿Qué los hace muchísimo más peligrosos que Emmett, Jasper, Rosalie y tú?
Resultaba difícil concebir algo más aterrador que eso.
Ella respiró hondo y luego, de repente, dirigió una oscura mirada por encima de mis hombros. Me giré a tiempo de ver cómo el hombre del asiento que había al otro lado del pasillo desviaba la vista, parecía que nos hubiera estado escuchando de tapadillo. Tenía pinta de ser un hombre de negocios. Vestía traje oscuro y corbata grande, y sostenía un portátil encima de las rodillas. Levantó la tapa del ordenador y se puso unos cascos de forma ostensible mientras yo le miraba con irritación.
Me incliné más cerca de Alice, que pegó los labios a mis oídos mientras me contaba la historia en susurros.
—Me sorprendió que reconocieras el nombre —admitió—, y que cuando anuncié que se había ido a Italia comprendieras lo que significaba. Pensé que tendría que explicártelo. ¿Cuánto te contó Edward?
—Sólo me dijo que se trataba de una familia antigua y poderosa, algo similar a la realeza... y que nadie les contrariaba a menos que quisiera... morir —respondí en cuchicheos.
—Has de entender —continuó, ahora hablaba más despacio y con mayor mesura— que los Cullen somos únicos en más sentidos de los que crees. Es... anómalo que tantos de nosotros seamos capaces de vivir juntos y en paz. Ocurre otro tanto en la familia de Tanya, en el norte, y Carlisle conjetura que la abstinencia nos facilita un comportamiento civilizado y la formación de lazos basados en el amor en vez de en la supervivencia y la conveniencia. Incluso el pequeño aquelarre de James era inusualmente grande, y ya viste con qué facilidad los abandonó Laurent. Por regla general, viajamos solos o en parejas. La familia de Carlisle es la mayor que existe, hasta donde sabemos, con una única excepción: los Vulturis.
»En un principio eran tres: Aro, Cayo y Marco.
—Los he visto en un cuadro del estudio de Carlisle —dije entre dientes.
Alice asintió.
—Dos hembras se les unieron con el paso del tiempo, y los cinco constituyeron la familia. No estoy segura, pero sospecho que es la edad lo que les confiere esa habilidad para vivir juntos de forma pacífica. Deben de tener los tres mil años bien cumplidos, o quizá sean sus dones los que les otorgan una tolerancia especial. Al igual que Edward y yo, Aro y Marco tienen... talentos —ella continuó antes de que le pudiera hacer pregunta alguna—. O quizá sea su común amor al poder lo que los mantiene unidos. Realeza es una descripción acertada.
—Pero si sólo son cinco...
—La familia tiene cinco miembros —me corrigió—, pero eso no incluye a la guardia.
Respiré hondo.
—Eso suena... temible.
—Lo es —me aseguró—. La última vez que tuve noticias, la guardia constaba de nueve miembros permanentes. Los demás son... transitorios. La cosa cambia. Y por si esto fuera poco, muchos de ellos también tienen dones, dones formidables. A su lado, lo que yo hago parece un truco de salón. Los Vulturis los eligen por sus habilidades, físicas o de otro tipo.
Abrí la boca para cerrarla después. Me iba pareciendo que no deseaba saber lo escasas que eran nuestras posibilidades.
Alice volvió a asentir, como si hubiera adivinado exactamente lo que pasaba por mi cabeza.
—Ninguno de los cinco se mete en demasiados líos y nadie es tan estúpido para jugársela con ellos. Los Vulturis permanecen en su ciudad y la abandonan sólo para atender las llamadas del deber.
—¿Deber? —repetí con asombro.
—¿No te contó Edward su cometido?
—No —dije mientras notaba la expresión de perplejidad de mi rostro.
Alice miró una vez más por encima de mi hombro en dirección al hombre de negocios y volvió a rozarme la oreja con sus labios glaciales.
—No los llaman realeza sin un motivo, son la casta gobernante. Con el transcurso de los milenios, han asumido el papel de hacer cumplir nuestras reglas, lo que, de hecho, se traduce en el castigo de los transgresores. Llevan a cabo esa tarea inexorablemente.
Me llevé tal impresión que los ojos se me salieron de las órbitas.
—¿Hay reglas? —pregunté en un tono de voz tal vez demasiado alto.
—¡Shhh!
—¿No debería habérmelo mencionado antes alguien? —susurré con ira—. Quiero decir, yo quería... ¡quería ser una de vosotros! ¿No tendría que haberme explicado alguien lo de las reglas?
Alice se rió entre dientes al ver mi reacción.
—No son complicadas, Bella. El quid de la cuestión se reduce a una única restricción y, si te detienes a pensarlo, probablemente tú misma la averiguarás.
Lo hice.
—No, ni idea.
Alice sacudió la cabeza, decepcionada.
—Quizás es demasiado obvio. Debemos mantener en secreto nuestra existencia.
—Ah —repuse entre dientes. Era obvio.
—Tiene sentido, y la mayoría de nosotros no necesitamos vigilancia —prosiguió—, pero al cabo de unos pocos siglos, alguno se aburre o, simplemente, enloquece. Los Vulturis toman cartas en el asunto antes de que eso les comprometa a ellos o al resto de nosotros.
—De modo que Edward...
—Planea desacatar abiertamente esa norma en su propia ciudad, el lugar cuyo dominio ostentan en secreto desde hace tres mil años, desde los tiempos de los etruscos. Se muestran tan protectores con su ciudad que ni siquiera permiten cazar dentro de sus muros. Volterra debe de ser el lugar más seguro del mundo... por lo menos en lo que a ataques de vampiros se refiere.
—Pero dijiste que no salían, entonces ¿cómo se alimentan?
—No salen, les traen el sustento del exterior, a veces desde lugares bastante lejanos. Eso mantiene distraída a la guardia cuando no está aniquilando disidentes o protegiendo Volterra de cualquier tipo de publicidad o de...
—... situaciones como ésta, como la de Edward —concluí su frase. Ahora resultaba sorprendentemente fácil decir su nombre. No estaba segura de dónde radicaba la diferencia. Tal vez se debía a que en realidad no había planeado vivir mucho tiempo sin verle si llegábamos tarde y todo lo demás. Me confortaba saber que tendría una salida fácil.
—Dudo de que se les haya planteado nunca una situación similar a ésta —murmuró Alice, disgustada—. No hay muchos vampiros suicidas.
Se me escapó de los labios un sonido muy contenido, pero ella pareció percatarse de que era un grito de dolor. Me pasó su brazo delgado pero firme por encima de los hombros.
—Haremos cuanto podamos, Bella. Esto todavía no ha terminado.
—Todavía no —dejé que me consolara, aunque sabía que nuestras posibilidades eran mínimas—. Además, los Vulturis vendrán a por nosotras si armamos jaleo.
Alice se quedó rígida.
—Lo dices como si fuera algo positivo.
Me encogí de hombros.
—Alto ahí, Bella, o de lo contrario damos media vuelta en el aeropuerto de Nueva York y regresamos a Forks.
—¿Qué?
—Tú sabes perfectamente a qué me refiero. Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que regreses con Charlie si llegamos tarde para salvar a Edward, y no quiero que me des ningún problema. ¿Lo comprendes?
—Claro, Alice.
Se dejó caer hacia atrás levemente para poder mirarme.
—Nada de problemas.
—Palabra de boy scout—contesté entre dientes.
Puso los ojos en blanco.
—Ahora, déjame que me concentre. Voy a intentar ver qué trama.
Aunque no retiró el brazo de mis hombros, dejó caer la cabeza sobre el respaldo para luego cerrar los ojos. Apretó un lado del rostro con la mano libre al tiempo que se frotaba las sienes con las yemas de los dedos.
La contemplé fascinada durante mucho tiempo. Al final, acabó quedándose totalmente inmóvil. Su rostro parecía un busto de piedra. Transcurrieron los minutos y hubiera pensado que se había quedado dormida de no haberla conocido mejor. No me atreví a interrumpirla para preguntar qué estaba sucediendo.
Deseé tener un tema seguro sobre el que cavilar. No podía permitirme el lujo de especular con los horrores que teníamos por delante o, para ser más concreta, la posibilidad de fracasar, a menos que quisiera ponerme a dar gritos.
Tampoco podía anticipar nada. Quizá pudiera salvar a Edward de algún modo si tenía mucha, mucha, mucha suerte, pero no era tan tonta como para creer que podría estar con él después de haberle salvado. Yo no era diferente ni más especial de lo que lo había sido con anterioridad, así que no había ninguna razón nueva por la que ahora me quisiera, aunque verle para perderle otra vez...
Reprimí la pena. Ése era el precio que debía pagar para salvarle. Y lo pagaría.
Echaron una película y mi vecino se puso los auriculares. Miraba de vez en cuando las figuras que se movían por la pequeña pantalla, pero ni siquiera fui capaz de discernir si era una de miedo o una romántica.
El avión comenzó a descender rumbo a la ciudad de Nueva York después de lo que me pareció una eternidad. Alice permanecía sumida en su trance. Me puse nerviosa y estiré una mano para tocarla, sólo para retirarla otra vez. Ese movimiento se repitió una docena de veces antes de que el avión efectuara un aterrizaje movidito.
—Alice —la llamé al fin—. Alice, hemos de irnos.
Le toqué el brazo.
Abrió los ojos con suma lentitud y durante unos instantes sacudió la cabeza de un lado a otro.
—¿Alguna novedad? —pregunté en voz baja, consciente de que el hombre que tenía al otro lado estaba a la escucha.
—No exactamente —cuchicheó en voz tan baja que apenas la lograba escuchar—. Se encuentra más cerca. Ha decidido la forma en que va a plantear su petición.
Tuvimos que apresurarnos para no perder el trasbordo, pero eso nos vino bien, mejor que si nos hubiéramos visto obligadas a esperar. Alice cerró los ojos y se hundió en el mismo sopor, igual que antes, en cuanto estuvimos en el aire. Aguardé con toda la paciencia posible. Cuando se hizo de noche, descorrí el estor para mirar la monótona oscuridad del exterior, que no era mucho más agradable que el hueco cubierto de la ventana.
Me sentía muy agradecida por haber tenido tantos meses de práctica a la hora de controlar mis pensamientos. En vez de detenerme en las aterradoras posibilidades del futuro a las que —no importaba lo que dijera Alice— no pretendía sobrevivir, me concentré en problemas de menor calado, como qué iba a decirle a Charlie a mi vuelta. Era una cuestión lo bastante espinosa como para ocupar varias horas. ¿Y a Jacob? Había prometido esperarme, pero ahora ¿seguía vigente esa promesa? ¿Acabaría tirada en casa, sola en Forks, sin nadie a mi alrededor? Quizá no quería sobrevivir, pasara lo que pasara.
Unos segundos después, Alice me sacudió el hombro. No me había dado cuenta de que me había dormido.
—Bella —susurró con la voz un poco más alta de la cuenta para un avión a oscuras repleto de humanos dormidos.
No estaba desorientada... No había permanecido traspuesta durante mucho tiempo.
—¿Algo va mal?
Los ojos de Alice refulgieron a la tenue luz de la lámpara de lectura encendida en la parte posterior de nuestra fila.
—No, por ahora todo va bien. Han estado deliberando, pero han decidido responderle que no.
—¿Los Vulturis? —musité, todavía un poco alelada.
—Por supuesto, Bella. Mantengo el contacto, ahora se lo van a decir.
—Cuéntame.
Un auxiliar de vuelo acudió de puntillas, por el pasillo, hacia nosotras.
—¿Desean una almohada las señoras?
El tono bajo de su pregunta constituía una reprimenda por el volumen relativamente alto de nuestra conversación.
—No, gracias.
Alice le embelesó con una sonrisa radiante e increíblemente afectuosa. La expresión del hombre fue de aturdimiento mientras daba la vuelta y regresaba a su puesto con paso poco firme.
—Cuéntame—musité, hablando casi para mí.
—Se han interesado por él —me susurró al oído—. Creen que su don puede resultarles útil. Le van a ofrecer un lugar entre ellos.
—¿Y qué va a contestar?
—Aún no lo he visto, pero apostaría a que el lenguaje va a ser subido de tono —volvió a esbozar otra gran sonrisa—. Ésta es la primera noticia buena, el primer respiro. Están intrigados y en verdad no desean acabar con él... Aro va a emplear el término «despilfarro»... Quizá eso le obligue a ser creativo. Cuanto más tiempo invierta en hacer planes, mejor para nosotras.
Aquello no bastó para hacerme concebir esperanzas ni compartir el evidente respiro de Alice. Seguía habiendo muchas probabilidades de que llegáramos tarde, y si no conseguía traspasar los muros de la ciudad de los Vulturis, no podría impedir que Alice me arrastrara de vuelta a casa.
—¿Alice?
—¿Qué?
—Estoy desconcertada. ¿Cómo es que hoy lo ves con tanta claridad y sin embargo, en otras ocasiones, vislumbras cosas borrosas, hechos que luego no suceden?
Cuando la vi entrecerrar los ojos me pregunté si adivinaba en qué estaba pensando.
—Lo veo claro porque se trata de algo inmediato, cercano, y estoy realmente concentrada. Las cosas lejanas que vienen por su propia cuenta son simples atisbos, tenues posibilidades, además de que veo a mi gente con más facilidad que a los humanos. Con Edward es incluso más fácil, ya que estoy en sintonía con él.
—En ocasiones, me ves —le recordé.
Meneó la cabeza.
—No con la misma claridad.
Suspiré.
—¡Cuánto me habría gustado que hubieras acertado conmigo! Al principio, cuando tuviste visiones sobre mí incluso antes de conocernos...
—¿Qué quieres decir?
—Me viste convertida en una de vosotros —repuse articulando para que me leyera los labios.
Ahora suspiró ella.
—Era posible en aquel tiempo...
—En aquel tiempo —repetí.
—La verdad, Bella... —vaciló, y luego pareció hacer una elección—. Te seré sincera, creo que todo esto ha ido más allá de lo ridículo. Estoy considerando si debería limitarme a transformarte por mi cuenta.
Me quedé helada de la impresión y la miré fijamente. Mi mente opuso una resistencia inmediata a sus palabras. No podía permitirme el lujo de albergar ese tipo de esperanza si luego cambiaba de parecer.
—¿Te he asustado? —inquirió con sorpresa—. Creí que eso era lo que querías.
—¡Y lo quiero! —repuse con voz entrecortada—. ¡Alice, Alice, hazlo ahora! Podría ayudarte mucho, y no... te retrasaría. ¡Muérdeme!
—¡Chitón! —me avisó. El auxiliar volvía a mirar en nuestra dirección—. Intenta ser razonable —susurró—. No tenemos tiempo suficiente. Mañana debemos entrar en Volterra y tú estarías retorciéndote de dolor durante días —hizo una mueca—. Y creo que el resto del pasaje no reaccionaría bien.
Me mordí el labio.
—Cambiarás de opinión si no lo haces ahora.
—No —torció el gesto con expresión desventurada—. No creo que cambie de opinión. Él se enfurecerá, pero ¿qué puede hacer al respecto?
Mi corazón latió más deprisa.
—Nada de nada.
Se rió quedamente y volvió a suspirar.
—Depositas mucha fe en mí, Bella. No estoy segura de poder. Lo más probable es que acabara matándote.
—Me arriesgaré.
—Eres un bicho muy raro, incluso para ser humana.
—Gracias.
—Bueno, de todos modos, esto es pura hipótesis. Antes debemos sobrevivir al día de mañana.
—Tienes razón.
Al menos, tenía algo a lo que aferrarme si lo lográbamos. Si Alice cumplía su promesa —y no me mataba—, Edward podía correr todo lo que quisiera en busca de distracciones, ya que entonces le podría seguir. No iba a dejarle distraerse. Quizá no quisiera distracciones cuando yo fuera hermosa y fuerte.
—Vuelve a dormirte —me animó ella—. Te despertaré en cuanto haya novedades.
—Vale —refunfuñé, persuadida de que retomar el sueño era ahora una batalla perdida.
Alice recogió las piernas sobre el asiento y las abarcó con los brazos para luego apoyar la cabeza encima de las rodillas. Se balanceó adelante y atrás mientras se concentraba.
Recliné la cabeza sobre el asiento mientras la observaba y lo siguiente que supe fue que ella corría de golpe el estor para evitar la entrada de la tenue luminosidad del cielo oriental.
—¿Qué ha pasado? —pregunté entre dientes.
—Le han comunicado la negativa —contestó en voz baja. Noté que había desaparecido el entusiasmo de su voz.
Las palabras se me agolparon en la garganta a causa del pánico.
—¿Qué va a hacer?
—Al principio todo era caótico. Yo atisbaba detalles, pero él cambiaba de planes con demasiada rapidez.
—¿Qué clase de planes? —le urgí.
—Hubo un mal momento... cuando decidió ir de caza —susurró. Me miró, y al leer en mi rostro que no la comprendía, agregó—: En la ciudad. Le ha faltado poco. Cambió de idea en el último momento.
—No ha querido decepcionar a Carlisle —musité. No, no le quería defraudar en el último momento.
—Probablemente —coincidió ella.
—¿Vamos a tener tiempo? —se produjo un cambio en la presión de la cabina mientras hablaba y el avión se inclinó hacia abajo.
—Eso espero... Quizá sí... a condición de que persevere en su última decisión.
—¿Y cuál es?
—Ha optado por elegir lo sencillo. Va a limitarse a caminar por las calles a la luz del sol.
Caminar por las calles a la luz del sol. Eso era todo.
Bastaría.
Me consumía el recuerdo de la imagen de Edward en el prado, con la piel deslumbrante y refulgente como si estuviera hecha de un millón de facetas diamantinas. Los Vulturis no lo iban a permitir, no si querían que su ciudad siguiera pasando desapercibida.
Contemplé el tenue resplandor gris que entraba por las ventanas abiertas.
—Vamos a llegar demasiado tarde —susurré, aterrada, con un nudo en la garganta.
Ella negó con la cabeza.
—Ahora mismo se ha decantado por lo melodramático. Desea tener la máxima audiencia posible, por lo que elegirá la plaza mayor, debajo de la torre del reloj. Allí los muros son altos. Va a tener que esperar a que el sol esté en su cenit.
—Entonces, ¿tenemos de plazo hasta mediodía?
—Si hay suerte y no cambia de opinión.
El comandante se dirigió al pasaje por el interfono para anunciar primero en francés y luego en inglés el inminente aterrizaje. Se oyó un tintineo y las luces del pasillo parpadearon para indicar que nos abrocháramos los cinturones de seguridad.
—¿A qué distancia está Volterra de Florencia?
—Eso depende de lo deprisa que se conduzca... ¿Bella?
—¿Sí?
Me estudió con la mirada.
—¿Piensas oponerte mucho a que robemos un buen coche?
Un Porsche reluciente de color amarillo chirrió al frenar a pocos centímetros de donde yo paseaba. La palabra TURBO, garabateada en letra cursiva, ocupaba la parte posterior del deportivo. En la atestada acera del aeropuerto todo el mundo —además de mí— se giró para mirarlo.
—¡Rápido, Bella! —gritó Alice con impaciencia por la ventana abierta del asiento del copiloto.
Corrí hacia la puerta y la abrí de un tirón sin poder evitar la sensación de que ocultaba el rostro bajo una media negra.
—¡Jesús! —me quejé—, ¿no podías haber robado otro coche menos llamativo, Alice?
El interior era todo de cuero negro y las ventanas tenían cristales tintados. Dentro me sentía segura, como si fuera de noche.
Alice ya se había puesto a zigzaguear a toda pastilla por el denso tráfico del aeropuerto y se deslizaba por los minúsculos espacios que había entre los vehículos de tal modo que me encogí y busqué a tientas el cinturón de mi asiento.
—La pregunta importante —me corrigió— es si podía haber robado un coche más rápido, y creo que no. Tuve suerte.
—Va a ser un verdadero consuelo en el próximo control de carretera, seguro.
Gorjeó una carcajada y dijo:
—Confía en mí, Bella. Si alguien establece un control de carretera, lo hará después de que pasemos nosotras.
Entonces le dio más gas al coche, como si eso demostrara que tenía razón.
Probablemente debería haber contemplado por el cristal de la ventana primero la ciudad de Florencia y luego el paisaje de la Toscana, que pasaban ante mis ojos desdibujados por la velocidad. Éste era mi primer viaje a cualquier sitio, y quizá también el último. Pero la conducción de Alice me llenó de pánico a pesar de que sabía que era una persona fiable al volante. Además, la ansiedad me atormentó en cuanto empecé a divisar las colinas y los pueblos amurallados tan semejantes a castillos desde la distancia.
—¿Ves alguna cosa más?
—Hay algún evento —murmuró Alice—, un festival o algo por el estilo. Las calles están llenas de gente y banderas rojas. ¿Qué día es hoy?
No estaba del todo segura.
—¿No estamos a día diecinueve?
—Menuda ironía, es el día de San Marcos.
—¿Y eso qué significa?
Se rió entre dientes.
—La ciudad celebra un festejo todos los años. Según afirma la leyenda, un misionero cristiano, el padre Marcos —de hecho, es el Marco de los Vulturis— expulsó a todos los vampiros de Volterra hace mil quinientos años. La historia asegura que sufrió martirio en Rumania,
hasta donde había viajado para seguir combatiendo el flagelo del vampirismo. Por supuesto, todo es una tontería... Nunca salió de la ciudad, pero de ahí es de donde proceden algunas supersticiones tales como las cruces y los dientes de ajo. El padre Marcos las empleó con éxito, y deben funcionar, porque los vampiros no han vuelto a perturbar a Volterra —esbozó una sonrisa sardónica—. Se ha convertido en la fiesta de la ciudad y un acto de reconocimiento al cuerpo de policía. Al fin y al cabo, Volterra es una ciudad sorprendentemente segura y la policía se anota el tanto.
Comprendí a qué se refería al emplear la palabra «ironía».
—No les va a hacer mucha gracia que Edward la arme el día de San Marcos, ¿verdad?
Alice sacudió la cabeza con expresión desalentadora.
—No. Actuarán muy deprisa.
Desvié la vista mientras intentaba evitar que mis dientes perforaran la piel de mi labio inferior. Empezar a sangrar en ese momento no era la mejor idea.
—¿Sigue planeando actuar a mediodía? —comprobé.
—Sí. Ha decidido esperar, y ellos le están esperando a él.
—Dime qué he de hacer.
Ella no apartó la vista de las curvas de la carretera. La aguja del velocímetro estaba a punto de tocar el extremo derecho del indicador de velocidad.
—No tienes que hacer nada. Sólo debe verte antes de caminar bajo la luz, y tiene que verte a ti antes que a mí.
—¿Y cómo conseguiremos que salga bien?
Un pequeño coche rojo que iba delante pareció ir marcha atrás cuando Alice lo adelantó zumbando.
—Voy a acercarte lo máximo posible, luego vas a tener que correr en la dirección que te indique.
Asentí.
—Procura no tropezar —añadió—. Hoy no tenemos tiempo para una conmoción cerebral.
Gemí. Arruinarlo todo, destruir el mundo en un momento de torpeza supina sería muy propio de mí.
El sol continuaba encaramándose a lo alto del cielo mientras Alice le echaba una carrera. Brillaba demasiado, y me entró pánico de que, después de todo, no sintiera la necesidad de esperar a mediodía.
—Allí —informó de pronto Alice mientras señalaba una ciudad encastillada en lo alto del cerro más cercano.
Mientras la miraba, sentí la primera punzada de un miedo diferente. Desde el día anterior por la mañana —se me antojaba que había transcurrido una semana por lo menos—, cuando Alice pronunció su nombre al pie de las escaleras, sólo había sentido una clase de temor. Pero ahora, mientras contemplaba sus antiguos muros de color siena y las torres que coronaban la cima del empinado cerro, me sentí traspasada por otro tipo de pavor más egoísta y personal.
Había supuesto que la ciudad sería muy bonita, pero me dejó totalmente aterrorizada.
—Volterra —anunció Alice con voz monocorde y fría.
Volterra
Empezamos a subir la carretera empinada, más y más congestionada conforme avanzábamos. Al llegar más arriba, los coches estaban demasiado juntos para que Alice los esquivara zigzagueando, ni siquiera asumiendo riesgos. Cada vez íbamos más despacio y terminamos progresando a paso de tortuga detrás de un pequeño Peugeot de color tabaco.
—Alice —gemí. El reloj del salpicadero parecía ir cada vez más deprisa.
—No hay otro camino de acceso —me dijo con una nota de tensión en la voz demasiado fuerte para conseguir que me calmara.
La fila de vehículos avanzaba poco a poco, cada vez que nos movíamos sólo adelantábamos el largo de un automóvil. Un sol deslumbrante incidía de lleno sobre nosotras, y parecía hallarse ya encima de nuestras cabezas.
Uno tras otro, los coches se arrastraron hasta la ciudad. Atisbé algunos vehículos aparcados en la cuneta de la carretera al acercarnos más. Los ocupantes se bajaban para recorrer a pie el resto del camino. Al principio, pensé que se debía sólo a la impaciencia, algo fácilmente comprensible, pero cuando doblamos una curva muy pronunciada, vi que el aparcamiento —situado fuera de las murallas— estaba lleno y que un gentío cruzaba las puertas a pie. Estaba prohibido el acceso con coche.
—Alice —susurré de forma apremiante.
—Ya lo veo —contestó. Su rostro parecía cincelado en hielo.
Ahora que estaba atenta y que nos acercábamos despacio, pude apreciar que hacía un tiempo bastante ventoso. La gente que se apelotonaba en dirección a las puertas aferraba sus sombreros y se apartaba el pelo de la cara. Sus ropas se hinchaban a su alrededor. También me di cuenta de que el color rojo se extendía por doquier, en las blusas, en los gorros, en las banderas que ondeaban como largos lazos al viento, cerca de la puerta; mientras miraba, una ráfaga repentina atrapó el pañuelo de intenso color escarlata que una mujer se había anudado al pelo. Se enrolló en el aire sobre su cabeza y se retorció como si estuviera vivo. Ella intentó sujetarlo, saltando en el aire, pero continuó contorsionándose cada vez más arriba, un manchón de color sanguinolento contra las antiguas murallas de colores desvaídos.
—Bella —Alice habló rápido, con un tono de voz bajo, feroz—. No logro anticipar cuál va a ser la reacción del guardia de la puerta; vas a tener que irte sola, y corriendo, si esto no funciona. Lo único que debes hacer es preguntar por el Palazzo dei Priori y marchar a toda prisa en la dirección que te indiquen. Procura no perderte.
—Palazzo dei Priori, Palazzo dei Priori —repetí el nombre una y otra vez, intentando memorizarlo.
—Si hablan inglés, pregunta por la torre del reloj. Yo daré una vuelta por ahí e intentaré encontrar un lugar aislado más allá de la ciudad por el que saltar la muralla.
Asentí.
—Palazzo dei Priori.
—Edward tiene que estar bajo la torre del reloj, al norte de la plaza. Hay un callejón estrecho a la derecha y él estará allí a cubierto. Debes llamar su atención antes de que se exponga al sol.
Asentí enérgicamente.
El Porsche estaba casi al comienzo de la fila. Un hombre con uniforme de color azul marino regulaba el flujo del tráfico y se encargaba de desviar los coches lejos del aparcamiento lleno. Estos daban una vuelta en forma de «u» y volvían en dirección contraria para estacionar a un lado de la carretera. Entonces, llegó el turno de Alice.
El hombre uniformado se movía perezosamente, sin prestar mucha atención. Alice aceleró para eludirlo y se dirigió hacia la puerta. Nos gritó algo, pero se mantuvo en su puesto, moviendo los brazos frenéticamente para impedir que el siguiente coche siguiera nuestro mal ejemplo.
El hombre de la puerta llevaba un uniforme parecido. Conforme nos aproximábamos, nos sobrepasaba la riada de turistas que atestaba las aceras, mirando con curiosidad el rutilante y agresivo deportivo.
El guardia dio un paso hasta ponerse en mitad de la calle. Alice hizo girar el coche cuidadosamente antes de detenerse del todo a fin de que el sol incidiera sobre mi ventanilla y ella quedase a la sombra. Se inclinó velozmente detrás de su asiento y tomó algo del interior de su bolso.
El guardia rodeó el coche con expresión irritada y, enfadado, dio unos golpecitos a su ventanilla.
Ella la bajó hasta la mitad y él reaccionó con torpeza al ver el rostro que había detrás del cristal tintado.
—Lo siento, señorita, pero hoy sólo pueden acceder a la ciudad autobuses turísticos —dijo en inglés con un fuerte acento y ahora también en tono de disculpa, como si deseara poder ofrecer mejores noticias a aquella mujer de sorprendente belleza.
—Es un viaje privado —repuso Alice al tiempo que hacía destellar una seductora sonrisa. Sacó la mano por la ventana, hacia la luz. Me quedé helada, hasta que vi que se había puesto un guante de color tostado que le llegaba a la altura del codo. Le tomó la mano, todavía alzada después de haber golpeado la ventanilla y la metió dentro del coche. Depositó algo en la palma y le cerró los dedos alrededor.
El guardia se quedó aturdido cuando retiró la mano y miró fijamente el grueso rollo de dinero que había allí. El billete exterior era de mil dólares.
—¿Esto es una broma? —farfulló.
La sonrisa de Alice era cegadora.
—Sólo si piensa que es divertido.
Él la miró, con los ojos abiertos como platos. Yo miré nerviosamente al reloj del salpicadero. Si Edward se ceñía a su plan, sólo nos quedaban cinco minutos.
—Vamos un poquito tarde y con prisa —le insinuó, aún sonriente.
El guardia pestañeó dos veces y después se guardó el dinero en la chaqueta. Dio un paso atrás de la ventanilla y nos despidió. Nadie entre la multitud que pasaba por allí pareció darse cuenta del discreto intercambio. Alice condujo hacia la ciudad y ambas respiramos aliviadas.
La calle se había vuelto muy estrecha; estaba pavimentada con piedras del mismo desvaído color canela que los edificios que la oscurecían con su sombra. Espaciadas entre sí unos cuantos metros, las banderas rojas decoraban las paredes y flameaban al viento, que silbaba al barrer la angosta calleja.
Estaba atestada de gente y el tráfico de a pie entorpecía nuestro ritmo.
—Un poco más adelante —me animó Alice.
Yo aferraba el tirador de la puerta, lista para lanzarme a la calle tan pronto como ella me lo dijera.
Alice conducía acelerando y frenando. El gentío nos amenazaba con el puño y nos espetaba epítetos desagradables que, por fortuna, yo no entendía. Giró en un pequeño desvío que no se trazó para coches, sin duda, y la gente, asustada, tuvo que refugiarse en las entradas de las puertas cuando pasamos muy cerca de las paredes. Al final, entramos en otra calle de edificios más altos que se apoyaban unos sobre otros por encima de nuestras cabezas, de modo que ningún rayo de sol alcanzaba el pavimento y las banderas rojas que se retorcían a cada lado casi se tocaban. Aquí había más gente que en ninguna otra parte. Alice frenó y yo abrí la puerta antes de que nos hubiéramos detenido del todo.
Ella me señaló un punto donde la calle se abría hacia un resplandeciente terreno abierto.
—Allí. Estamos en el extremo sur de la plaza. Atraviésala corriendo y ve a la derecha de la torre del reloj. Yo encontraré algún camino dando la vuelta...
Inspiró aire súbitamente y cuando volvió a hablar, le salió la voz en un siseo.
—¡Están por todas partes!
Me quedé petrificada en mi asiento, pero ella me empujó fuera del coche.
—Olvídalos. Tenemos dos minutos. ¡Corre, Bella, corre! —gritó.
Alice salió del coche mientras hablaba, pero no me detuve a verla desvanecerse entre las sombras. Ni siquiera cerré la puerta al salir. Aparté de mi camino de un empujón a una mujer gruesa, agaché la cabeza y corrí con todas mis fuerzas sin prestar atención a nada, salvo a las piedras irregulares que pisaba.
La brillante luz del sol, que daba de lleno en la entrada de la plaza, me deslumbre al salir de la oscura calleja. El viento soplaba con fuerza y me alborotaba los cabellos, que se me metían en los ojos y me cegaban todavía más. Por tanto, no fue de extrañar que no viera el muro de carne hasta que me estrellé contra él.
No había ningún camino, ni siquiera un hueco entre los cuerpos fuertemente apretujados del gentío. Los empujé con furia y me debatí contra las manos que me rechazaban. Escuché exclamaciones de irritación e incluso de dolor a medida que porfiaba para abrirme paso, pero ninguna en un idioma que yo entendiera. Los rostros se transformaron en un borrón difuso de ira y sorpresa, rodeado por el omnipresente rojo. Una mujer rubia me puso mala cara y la bufanda roja que llevaba anudada al cuello me pareció una herida horrible. Un niño, encaramado a los hombros de un hombre para ver por encima de la multitud, me sonrió con los labios estirados en torno a unos colmillos de vampiro hechos de plástico.
La muchedumbre me empujaba por todas partes y acabó por arrastrarme en sentido opuesto. Me alegré de que el reloj fuera tan visible, porque de lo contrario no habría podido tomar la dirección apropiada. Sin embargo, las manecillas del reloj se unieron en lo alto de la esfera para alzarse hacia el sol despiadado y aunque luché ferozmente contra la multitud, supe que era demasiado tarde. Apenas estaba a mitad de camino. No lo iba a conseguir. Era estúpida, torpe y humana, y todos íbamos a morir por culpa de eso.
Mantuve la esperanza de que Alice hubiera conseguido salir adelante. También esperé que ella pudiera verme desde algún rincón a oscuras y que se diera cuenta de mi fracaso a tiempo de dar media vuelta y regresar junto a Jasper.
Agucé el oído por encima de las exclamaciones enfadadas en un intento de oír el sonido del descubrimiento: el jadeo, quizás el grito, en el instante en que Edward se expusiera a la vista de alguien.
En ese momento vi delante de mí un resquicio en el gentío alrededor del cual había un espacio vacío. Empujé con dureza hasta alcanzarlo. Hasta que no me golpeé las espinillas contra los ladrillos no fui consciente de la existencia de una amplia fuente rectangular en el centro de la plaza.
Estuve a punto de llorar de alivio cuando pasé la pierna por encima del borde y corrí por el agua —que me llegaba hasta la rodilla— salpicando todo a mi paso mientras me abría camino velozmente. El viento soplaba glacial incluso bajo el sol, y la humedad hacía que el frío fuera realmente doloroso, pero la enorme fuente me permitió cruzar el centro de la plaza en pocos segundos. No me detuve al alcanzar el otro lado, sino que usé como trampolín el borde de escasa altura y me lancé de cabeza contra la multitud.
Ahora se apartaban con más rapidez a fin de evitar el agua helada que chorreaba de mis ropas empapadas al correr. Eché otra ojeada al reloj.
Una campanada grave y atronadora resonó por toda la plaza e hizo vibrar las piedras del suelo. Los niños chillaron al tiempo que se tapaban los oídos y yo comencé a pegar alaridos mientras seguía corriendo.
—¡Edward! —grité, aun a sabiendas de que era inútil. El gentío era demasiado ruidoso y apenas me quedaba aliento debido al esfuerzo, pero no podía dejar de gritar.
El reloj sonó de nuevo. Rebasé a un niño —en brazos de su madre— cuyos cabellos eran casi blancos a la luz de un sol deslumbrante. Un círculo de hombres altos, todos con chaquetas rojas, me gritaron advertencias cuando pasé entre ellos como un bólido. El reloj volvió a tocar.
Dejé atrás a ese grupo y llegué a una abertura en medio de la muchedumbre, un espacio entre los turistas que se arremolinaban debajo de la torre y caminaban sin rumbo fijo. Busqué con la vista el pasaje oscuro y estrecho que debía estar a la derecha del amplio edificio cuadrado. No veía el suelo de la calle, ya que había demasiada gente entre medias. El reloj sonó de nuevo.
Apenas podía ver. El viento me azotó el rostro y me quemó los ojos cuando dejó de haber gente que hiciera de pantalla. Cuando el reloj tocó otra vez, no sabía si lloraba por culpa del viento o si derramaba lágrimas debido a mi fracaso.
Los turistas más cercanos a la boca del callejón eran los cuatro integrantes de una familia. Las dos chicas lucían vestidos escarlatas y lazos a juego con los que se recogían hacia atrás el pelo negro. El padre, un tipo bajo, no parecía distinguir el brillo en medio de las sombras, justo encima de su hombro. Me apresuré en esa dirección mientras intentaba ver algo a pesar del escozor de las lágrimas. El reloj sonó una vez más y la niña más pequeña se apretó las manos contra las orejas.
La hija mayor, que apenas le llegaba a su madre a la cintura, se abrazó a su pierna y observó fijamente las sombras que reinaban detrás de ellos. Cuando miré, ella tocaba el codo de la madre y señalaba hacia la oscuridad. El reloj resonó, pero yo ahora estaba cerca...
... lo bastante cerca para escuchar la voz aguda de la niña. El padre me miró sorprendido cuando me precipité sobre ellos, pronunciando a voz en grito el nombre Edward una y otra vez, sin cesar.
La niña mayor rió entre dientes y le dijo algo a su madre al tiempo que volvía a señalar las sombras con gestos de impaciencia.
Giré bruscamente alrededor del padre, que tomó en brazos a la niña para apartarla de mi camino, y salté hacia la sombría brecha que había detrás de ellos. Entretanto, el reloj volvió a tocar en lo alto.
—¡Edward, no! —grité, pero mi voz se perdió en el rugido de la campanada.
Entonces le vi, y también vi que él no se había percatado de mi presencia.
Esta vez era él, no una alucinación. Me di cuenta de que mis falsas ilusiones eran más imperfectas de lo que yo creía; nunca le hicieron justicia.
Edward permanecía de pie, inmóvil como una estatua, a pocos pasos de la boca del callejón. Tenía los ojos cerrados, con las ojeras muy marcadas, de un púrpura oscuro, y los brazos relajados a ambos lados del cuerpo con las palmas vueltas hacia arriba. Su expresión estaba llena de paz, como si estuviera soñando cosas agradables. La piel marfileña de su pecho estaba al descubierto y había un pequeño revoltijo de tela blanca a sus pies. El reflejo claro del pavimento de la plaza hacía brillar tenuemente su piel.
Nunca había visto nada más bello, incluso mientras corría, jadeando y gritando, pude apreciarlo. Y los últimos siete meses desaparecieron. Incluso sus palabras en el bosque perdieron significado. Tampoco importaba si no me quería. No importaba cuánto tiempo pudiera llegar a vivir; jamás podría querer a otro.
El reloj sonó y él dio una gran zancada hacia la luz.
—¡No! —grité—. ¡Edward, mírame!
Sonrió de forma imperceptible sin escucharme y alzó el pie para dar el paso que lo expondría directamente a los rayos del sol.
Choqué contra él con tanto ímpetu que la fuerza del impacto me habría tirado al suelo si sus brazos no me hubieran agarrado. El golpetazo me dejó sin aliento y con la cabeza vencida hacia atrás.
Sus ojos oscuros se abrieron lentamente mientras el reloj tocaba de nuevo.
Me miró con tranquila sorpresa.
—Asombroso —dijo con la voz maravillada y un poco divertida—. Carlisle tenía razón.
—Edward —intenté respirar, pero la voz no me salía—. Has de volver a las sombras. ¡Tienes que moverte!
Él pareció desconcertado. Me acarició la mejilla suavemente con la mano. No parecía darse cuenta de que yo intentaba hacerle retroceder. Para el progreso que estaba haciendo, hubiera dado igual que hubiese empujado las paredes del callejón. El reloj sonó sin que él reaccionara.
Era muy extraño, porque yo sabía que los dos estábamos en peligro mortal. Sin embargo, en ese momento, me sentí bien. Por completo. Podía notar otra vez el palpitar desbocado de mi corazón contra las costillas y la sangre latía caliente y rápida por mis venas. Los pulmones se me llenaron del dulce perfume que derramaba su cuerpo. Era como si nunca hubiera existido un agujero en mi pecho. Todo estaba perfecto, no curado, sino como si desde el principio no hubiera habido una herida.
—No puedo creerme lo rápidos que han sido. No he sentido absolutamente nada, son realmente buenos —musitó él mientras volvía a cerrar los ojos y presionaba los labios contra mi pelo. Su voz era de terciopelo y miel—. «Muerte, que has sorbido la miel de sus labios, no tienes poder sobre su belleza» —murmuró y reconocí el verso que declamaba Romeo en la tumba. El reloj hizo retumbar su última campanada—. Hueles exactamente igual que siempre —continuó él—. Así que quizás esto sea el infierno. Y no me importa. Me parece bien.
—No estoy muerta —le interrumpí—. ¡Y tampoco tú! Por favor, Edward, tenemos que movernos. ¡No pueden estar muy lejos!
Luché contra sus brazos y él frunció el ceño, confuso.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó educadamente.
—¡No estamos muertos, al menos no todavía! Pero tenemos que salir de aquí antes de que los Vulturis...
La comprensión chispeó en su rostro mientras yo hablaba, y de pronto, antes de que pudiera terminar la frase, me arrastró hacia las sombras. Me hizo girar con tal facilidad que me encontré con la espalda pegada a la pared de ladrillo y con la suya frente a mí, de modo que él quedó de cara al callejón. Extendió los brazos con la finalidad de protegerme.
Miré desde debajo de su brazo para ver dos formas oscuras desprenderse de la penumbra.
—Saludos, caballeros —la voz de Edward sonó aparentemente calmada y amable, pero sólo en la superficie—. No creo que vaya a requerir hoy sus servicios. Apreciaría muchísimo, sin embargo, que enviaran mi más sentido agradecimiento a sus señores.
—¿Podríamos mantener esta conversación en un lugar más apropiado? —susurró una voz suave de forma amenazadora.
—Dudo de que eso sea necesario —repuso Edward, ahora con mayor dureza—. Conozco tus instrucciones, Felix. No he quebrantado ninguna regla.
—Felix simplemente pretende señalar la proximidad del sol —comentó otra voz en tono conciliador. Ambos estaban ocultos dentro de unas enormes capas del color gris del humo, que llegaban hasta el suelo y ondulaban al viento—. Busquemos una protección mejor.
—Indica el camino y yo te sigo —dijo Edward con sequedad—. Bella, ¿por qué no vuelves a la plaza y disfrutas del festival?
—No, trae a la chica —ordenó la primera sombra, introduciendo un matiz lascivo en su susurro.
—Me parece que no —la pretensión de civilización había desaparecido, la voz de Edward era ahora tajante y helada. Cambió su equilibrio de forma casi inadvertida, pero pude comprobar que se preparaba para luchar.
—No —articulé los labios sin hacer ningún sonido.
—Shh —susurró él, sólo para mí.
—Felix —le advirtió la segunda sombra, más razonable—, aquí no —se volvió a Edward—. A Aro le gustaría volver a hablar contigo, eso es todo, si, al fin y al cabo, has decidido no forzar la mano.
—Así es —asintió Edward—, pero la chica se va.
—Me temo que eso no es posible —repuso la sombra educada, con aspecto de lamentarlo—. Tenemos reglas que obedecer.
—Entonces, me temo que no voy a poder aceptar la invitación de Aro, Demetri.
—Esto está pero que muy bien —ronroneó Felix. Mis ojos se iban adaptando a la penumbra más densa y pude ver que Felix era muy grande, alto y de espaldas fornidas. Su tamaño me recordó a Emmett.
—Disgustarás a Aro —suspiró Demetri.
—Estoy seguro de que sobrevivirá a la decepción —replicó Edward.
Felix y Demetri se acercaron hacia la boca del callejón y se abrieron hacia los lados a fin de poder atacar a Edward desde dos frentes. Su intención era obligarle a introducirse aún más en el callejón y evitar una escena. Ningún reflejo luminoso podía abrirse paso hasta su piel; estaban a salvo dentro de sus capas.
Edward no se movió un centímetro. Estaba condenándose para protegerme.
De pronto, Edward giró la cabeza a un lado, hacia la oscuridad de la curva del callejón. Demetri y Felix hicieron lo mismo en respuesta a algún sonido o movimiento demasiado sutil para mis sentidos.
—Mejor si nos comportamos correctamente, ¿no? —sugirió una voz musical—. Hay señoras presentes.
Alice se deslizó con ligereza al lado de Edward, manteniendo una postura despreocupada. No mostraba signos de tensión. Parecía tan diminuta, tan frágil. Sus bracitos colgaban a sus costados como los de una niña.
Pero tanto Demetri como Felix se envararon, y sus capas revolotearon ligeramente al ritmo de una ráfaga de viento que recorría el callejón. El rostro de Felix se avinagró. Aparentemente no les gustaban los números pares.
—No estamos solos —les recordó ella.
Demetri miró sobre su hombro. A unos pocos metros de allí, en la misma plaza, nos observaba la familia de las niñas vestidas de rojo. La madre hablaba en tono apremiante con su marido, con los ojos fijos en nosotros cinco. Desvió la mirada hacia otro lado cuando se encontró con la de Demetri. El hombre avanzó unos cuantos pasos más hacia la plaza y dio un golpecito en el hombro de uno de los hombres con chaquetas rojas.
Demetri sacudió la cabeza.
—Por favor, Edward, sé razonable —le conminó.
—Muy bien —accedió Edward—. Ahora nos marcharemos tranquilamente, pero sin que nadie se haga el listo.
Demetri suspiró con frustración.
—Al menos, discutamos esto en un sitio más privado.
Seis hombres vestidos de rojo se unieron a la familia que seguía mirándonos con rostros llenos de aprensión. Yo era muy consciente de la postura defensiva que mantenía Edward delante de mí, y estaba segura de que era esto lo que causaba su alarma. Quería gritarles para que echaran a correr.
Los dientes de Edward se cerraron de forma audible.
—No.
Felix sonrió.
—Ya es suficiente.
La voz era aguda, atiplada y procedía de nuestra espalda.
Miré desde debajo del otro brazo de Edward para contemplar la llegada de otra forma pequeña y oscura hasta nuestra posición. El contorno impreciso y vaporoso de su silueta me indicó que era otro de ellos, pero ¿quién?
Al principio, pensé que era un niño. El recién llegado era diminuto como Alice, con un cabello castaño claro lacio y corto. El cuerpo bajo la capa —que era más oscura, casi negra—, se adivinaba esbelto y andrógino. Sin embargo, el rostro era demasiado hermoso para ser el de un chico. Los ojos grandes y los labios carnosos habrían hecho parecer una gárgola a un ángel de Botticelli, incluso a pesar de las pupilas de un apagado color carmesí.
Me dejó perpleja cómo reaccionaron todos ante su aparición a pesar de su tamaño insignificante. Felix y Demetri se relajaron de inmediato y abandonaron sus posiciones ofensivas para fundirse de nuevo con las sombras de los muros circundantes.
Edward dejó caer los brazos y también relajó la postura, pero admitiendo su derrota.
—Jane —suspiró resignado al reconocerla.
Alice se cruzó de brazos y mantuvo una expresión impasible.
—Seguidme —habló Jane otra vez, con su voz monocorde e infantil. Nos dio la espalda y se movió silenciosamente hacia la oscuridad.
Felix nos hizo un gesto para que nosotros fuéramos primero, con una sonrisita de suficiencia.
Alice caminó enseguida detrás de la pequeña Jane. Edward me pasó el brazo por la cintura y me empujó para que fuera a su lado. El callejón se curvaba y estrechaba a medida que descendía. Levanté la mirada hacia Edward con un montón de frenéticas preguntas en mis ojos, pero él se limitó a sacudir la cabeza. No podía oír a los demás detrás de nosotros, pero estaba segura de que estaban ahí.
—Bien, Alice —dijo Edward en tono de conversación conforme andábamos—. Supongo que no debería sorprenderme verte aquí.
—Ha sido error mío —contestó Alice en el mismo tono—. Era mi responsabilidad haberlo hecho bien.
—¿Qué ocurrió? —inquirió educadamente, como si apenas le interesara. Imaginé que esto iba destinado a los oídos atentos que nos seguían.
—Es una larga historia —los ojos de Alice se deslizaron sobre mí y se dirigieron hacia otro lado—. En pocas palabras, ella saltó de un acantilado, pero no pretendía suicidarse. Parece que últimamente a Bella le van los deportes de riesgo.
Enrojecí y miré al frente en busca de la sombra oscura, que apenas se podía ver ya. Imaginaba que ahora él estaría escuchando los pensamientos de Alice. Ahogamientos frustrados, vampiros al acecho, amigos licántropos...
—Mmm —dijo Edward con voz cortante. Su anterior tono despreocupado había desaparecido por completo.
Andábamos por un amplio recodo del callejón, que seguía cuesta abajo, por lo que no vi el final, terminado en chaflán, hasta que no llegamos a él y alcanzamos la pared de ladrillo lisa y sin ventanas. No se veía a la pequeña Jane por ninguna parte.
Alice no vaciló y continuó caminando hacia la pared a grandes zancadas. Entonces, con su gracia natural, se deslizó por un agujero abierto en la calle.
Parecía una alcantarilla, hundida en el lugar más bajo del pavimento. No la vi hasta que Alice desapareció por el hueco, aunque la rejilla estaba retirada a un lado, descubriéndolo hasta la mitad. El agujero era pequeño y muy oscuro.
Me planté.
—Todo va bien, Bella —me dijo Edward en voz baja—. Alice te recogerá.
Miré el orificio, dubitativa. Me imaginé que él habría entrado el primero si Felix y Demetri no hubieran estado esperando, pagados de sí mismos y silenciosos, detrás de nosotros.
Me agaché y deslicé las piernas por el estrecho espacio.
—¿Alice? —susurré con voz temblorosa.
—Estoy aquí debajo, Bella —me aseguró. Su voz parecía provenir de muy abajo, demasiado abajo para que yo me sintiera bien.
Edward me tomó de las muñecas —sus manos me parecieron del tacto de la piedra en invierno— y me bajó hacia la oscuridad.
—¿Preparada? —preguntó él.
—Suéltala —gritó Alice.
Impelida por el puro pánico, cerré firmemente los ojos para no ver la oscuridad y los labios para no gritar. Edward me dejó caer.
Fue rápido y silencioso. El aire se agitó a mi paso durante una fracción de segundo; después, se me escapó un jadeo y me acogieron los brazos de Alice, tan duros que estuve segura de que me saldrían cardenales. Me puso de pie.
El fondo de la alcantarilla estaba en penumbra, pero no a oscuras. La luz procedente del agujero de arriba suministraba un tenue resplandor que se reflejaba en la humedad de las piedras del suelo. La tenue claridad se desvaneció un segundo y Edward apareció a mi lado, con un resplandor suave. Me rodeó con el brazo, me sujetó con fuerza a su costado y comenzó a arrastrarme velozmente hacia delante. Envolví su cintura fría con los dos brazos y tropecé y trastabillé a lo largo del irregular camino de piedra. El sonido de la pesada rejilla cerrando la alcantarilla a nuestras espaldas se oyó con metálica rotundidad.
Pronto, la luz tenue de la calle se desvaneció en la penumbra. El sonido de mis pasos tambaleantes levantaba eco en el espacio negro; parecía amplio, aunque no estaba segura. No se oía otro sonido que el latido frenético de mi corazón y el de mis pies en las piedras mojadas, excepto una vez que se escuchó un suspiro de impaciencia desde algún lugar detrás de mí.
Edward me sujetó con fuerza. Alzó la mano libre para acariciarme la cara y deslizó su pulgar suave por el contorno de mis labios. Una y otra vez sentí su rostro sobre mi pelo. Me di cuenta de que quizás ésta sería la última vez que estaríamos juntos y me apreté aún más contra él.
Ahora parecía como si él me quisiera, y eso bastaba para compensar el horror de aquel túnel y de los vampiros que rondaban a nuestras espaldas. Seguramente no era nada más que la culpa, la misma culpa que le había hecho venir hasta aquí para morir, cuando pensó que me había suicidado por él, pero el motivo no me importó cuando sentí cómo sus labios presionaban silenciosamente mi frente. Al menos podría volver a estar con él antes de perder la vida. Eso era mucho mejor que una larga existencia. Hubiera deseado preguntarle qué iba a suceder ahora. Ardía en deseos de saber cómo íbamos a morir, como si saberlo con antelación mejorara la situación de alguna manera; pero, rodeados como estábamos, no podía hablar, ni siquiera en susurros. Los otros podrían escucharlo todo, como oían cada una de mis inspiraciones y de los latidos de mi corazón.
El camino que pisábamos continuó descendiendo, introduciéndonos cada vez más en la profundidad de la tierra y esto me hizo sentir claustrofobia. Sólo la mano de Edward, que me acariciaba el rostro, impedía que me pusiera a gritar.
No sabía de dónde procedía la luz, pero lentamente el negro fue transformándose en gris oscuro. Nos encontrábamos en un túnel bajo, con arcos. Las piedras cenicientas supuraban largas hileras de humedad del color del ébano, como si estuvieran sangrando tinta.
Estaba temblando, y pensé que era de miedo. No me di cuenta de que tiritaba de frío hasta que empezaron a castañetearme los dientes. Tenía las ropas mojadas todavía y la temperatura debajo de la ciudad era tan glacial como la piel de Edward.
Él se dio cuenta de esto al mismo tiempo que yo y me soltó, sujetándome sólo de la mano.
—N-n-no —tartamudeé, rodeándole de nuevo con los brazos. No me importaba si me congelaba. ¿Quién sabía cuánto tiempo nos quedaba?
Su mano fría se deslizó repetidas veces por mi piel en un intento de calentarme con la fricción.
Nos apresuramos a través del túnel, o al menos a mí así me lo pareció. Mi lento avance irritaba a alguien, supuse que a Felix, y le oí suspirar una y otra vez.
Al final del túnel había otra reja cuyas barras de hierro estaban enmohecidas, pero eran tan gruesas como mi brazo. Había abierta una pequeña puerta de barras entrelazadas más finas. Edward agachó la cabeza para pasar y cruzó rápidamente a una habitación más grande e iluminada. La reja se cerró de golpe con estrépito, seguido del chasquido de un cerrojo. Tenía demasiado miedo para mirar a mis espaldas.
Al otro lado de la gran habitación había una puerta de madera pesada y de escasa altura. Era muy gruesa, pude comprobarlo porque también estaba abierta.
Atravesamos la puerta y miré a mi alrededor sorprendida, relajándome inmediatamente. A mi lado, Edward se tensó y apretó con fuerza la mandíbula.
El veredicto
Nos hallábamos en un corredor de apariencia normal e intensamente iluminado. Las paredes eran de color hueso y el suelo estaba cubierto por alfombras de un gris artificial. Unas luces fluorescentes rectangulares de aspecto corriente jalonaban con regularidad el techo. Agradecí mucho que allí hiciera más calor. Aquel pasillo resultaba muy acogedor después de la penumbra de las siniestras alcantarillas de piedra.
Edward no parecía estar de acuerdo con mi valoración. Lanzó una mirada fulminante y sombría hacia la menuda figura envuelta por un velo de oscuridad que permanecía al final del largo corredor, junto al ascensor.
Tiró de mí para hacerme avanzar y Alice caminó junto a mí, al otro lado. La puerta gruesa crujió al cerrarse de un portazo detrás de nosotros, y luego se oyó el ruido sordo de un cerrojo que se deslizaba de vuelta a su posición.
Jane nos esperaba en el ascensor con gesto de indiferencia e impedía con una mano que se cerrasen las puertas.
Los tres vampiros de la familia de los Vulturis se relajaron más cuando estuvimos dentro del ascensor. Echaron hacia atrás las capas y dejaron que las capuchas cayeran. Felix y Demetri eran de tez ligeramente olivácea, lo que, combinado con su palidez terrosa, les confería una extraña apariencia. Felix tenía el pelo muy corto, mientras que a Demetri le caía en cascada sobre los hombros. El iris de ambos era de un color carmesí intenso que se iba oscureciendo de forma progresiva hasta acercarse a la pupila. Debajo de sus envolturas llevaban ropas modernas, blancas y anodinas. Me acurruqué en una esquina y me mantuve encogida junto a Edward, que me siguió acariciando el brazo con la mano, pero en ningún momento apartó la mirada de Jane.
El viaje en ascensor fue breve. Salimos a una zona que tenía pinta de ser una recepción bastante pija. Las paredes estaban revestidas de madera y los suelos enmoquetados con gruesas alfombras de color verde oscuro. Cuadros enormes de la campiña de la Toscana intensamente iluminados reemplazaban a las ventanas inexistentes. Habían agrupado de forma muy conveniente sofás de cuero de color claro y mesas relucientes encima de las cuales había jarrones de cristal llenos de ramilletes de colores vívidos. El olor de las flores me recordó al de una casa de pompas fúnebres.
Había un mostrador alto de caoba pulida en el centro de la habitación. Miré atónita a la mujer que había detrás.
Era alta, de tez oscura y ojos verdes. Hubiera sido muy hermosa en cualquier otra compañía, pero no allí, ya que era tan humana de los pies a la cabeza como yo. No comprendía qué pintaba allí una mujer, rodeada de vampiros y a sus anchas.
Esbozó una amable sonrisa de bienvenida.
—Buenas tardes, Jane —dijo.
Su rostro no denotó sorpresa alguna cuando echó un vistazo a los acompañantes de Jane, ni a Edward, cuyo pecho desnudo centelleaba tenuemente con destellos blancos, ni siquiera a mí, con el pelo alborotado y de aspecto horrendo en comparación con los demás.
Jane asintió.
—Gianna.
Luego prosiguió hacia un conjunto de puertas de doble hoja situado en la parte posterior de la habitación, y la seguimos.
Felix le guiñó el ojo a Gianna al pasar junto al escritorio y ella soltó una risita tonta.
Nos aguardaba otro tipo de recepción muy diferente al otro lado de las puertas de madera. El joven pálido de traje gris perla podía haber pasado por el gemelo de Jane. Tenía el pelo más oscuro y los labios no eran tan carnosos, pero resultaba igual de encantador. Se acercó a nuestro encuentro, sonrió y le tendió la mano a ella.
—Jane...
—Alec —repuso ella mientras abrazaba al joven. Intercambiaron sendos besos en las mejillas y luego nos miraron a nosotros.
—Te enviaron en busca de uno y vuelves con dos... y medio —rectificó al reparar en mí—. Buen trabajo.
Ella rompió a reír. El sonido era chispeante de puro gozo, similar al arrullo de un bebé.
—Bienvenido de nuevo, Edward —le saludó Alec—. Pareces de mucho mejor humor.
—Ligeramente —admitió Edward con voz monocorde.
Contemplé de refilón el rostro severo de Edward y me pregunté si antes podía haber estado de peor humor. Alec rió entre dientes mientras yo me pegaba a su lado.
—¿Y ésta es la causante de todo el problema? —preguntó con incredulidad.
Edward se limitó a sonreír con expresión desdeñosa. Después, se le heló la sonrisa en los labios.
—¡Me la pido primero! —intervino Felix con suma tranquilidad desde detrás.
Edward se revolvió mientras en lo más profundo de su pecho resonaba un gruñido tenue. Felix sonrió. Su mano estaba levantada, con la palma hacia arriba. Curvó sus dedos dos veces, invitando a Edward a iniciar una pelea.
Alice rozó el brazo de Edward.
—Paciencia —le advirtió.
Intercambiaron una larga mirada y yo deseé poder oír lo que ella le estaba diciendo. Supuse que era todo lo que podían hacer sin atacar a Felix, ya que luego respiró hondo y se volvió hacia Alec, que, como si no hubiera pasado nada, dijo:
—Aro se alegrará de volver a verte.
—No le hagamos esperar —sugirió Jane.
Edward asintió una vez.
Alec y Jane se tomaron de la mano y abrieron el camino por otro corredor amplio y ornamentado... ¿Se acabarían alguna vez?
Ignoraron las puertas del fondo —totalmente revestidas de oro— y se detuvieron a mitad del pasillo para desplazar uno de los paneles y poner al descubierto una sencilla puerta de madera que no estaba cerrada con llave. Alec la mantuvo abierta para que la cruzara Jane.
Quise protestar cuando Edward me «ayudó» a pasar al otro lado de la puerta. Se trataba de un lugar con la misma piedra antigua de la plaza, el callejón y las alcantarillas. Todo estaba frío y oscuro otra vez.
La antecámara de piedra no era grande. Enseguida desembocaba en una estancia enorme, tenebrosa —aunque más iluminada— y totalmente redonda, como la torreta de un gran castillo, que es lo que debía de ser con toda probabilidad. A dos niveles del suelo, las rendijas de un ventanal proyectaban en el piso de piedra haces de luminosidad diurna que dibujaban rectángulos de líneas finas. No había luz artificial. El único mobiliario de la habitación consistía en varios sitiales de madera maciza similares a tronos; estaban colocados de forma dispar, adaptándose a la curvatura de los muros de piedra. Había otro sumidero en el mismo centro del círculo, dentro de una zona ligeramente más baja. Me pregunté si lo usaban como salida, igual que el agujero de la calle.
La habitación no se encontraba vacía. Había un puñado de personas enfrascadas en lo que parecía una conversación informal. Hablaban en voz baja y con calma, originando un murmullo que parecía un zumbido flotando en el aire. Un par de mujeres pálidas vestidas con ropa de verano se detuvieron en una de las zonas iluminadas mientras las estaba observando, y su piel, como si fuera un prisma, arrojó un chisporroteo multicolor sobre las paredes de color siena.
Todos aquellos rostros agraciados se volvieron hacia nuestro grupo en cuanto entramos en la habitación. La mayoría de los inmortales vestía pantalones y camisas que no llamaban la atención, prendas que no hubieran desentonado ahí fuera, en las calles, pero el hombre que habló primero lucía una larga túnica oscura como boca de lobo que llegaba hasta el suelo. Por un momento, llegué a creer que su melena de color negro azabache era la capucha de su capa.
—¡Jane, querida, has vuelto! —gritó con evidente alegría. Su voz era apenas un tenue suspiro.
Avanzó con tal ligereza de movimientos y tanta gracilidad que me quedé embobada, con la boca abierta. No se podía comparar ni siquiera con Alice, cuyos movimientos parecían los de una bailarina.
Mi asombro fue aún mayor cuando flotó cerca de mí y le pude ver la cara. No se parecía a los rostros anormalmente atractivos que le rodeaban —el grupo entero se congregó a su alrededor cuando se aproximó; unos iban detrás, otros le precedían con la atención característica de los escoltas—. Tampoco fui capaz de determinar si su rostro era o no hermoso. Supuse que las facciones eran perfectas, pero se parecía tan poco a los vampiros que se alinearon detrás de él como ellos se asemejaban a mí. La piel era de un blanco traslúcido, similar al papel cebolla, y parecía muy delicada, lo cual contrastaba con la larga melena negra que le enmarcaba el rostro. Sentí el extraño y horripilante impulso de tocarle la mejilla para averiguar si su piel era más suave que la de Edward o la de Alice, o si su tacto se parecía al del polvo o al de la tiza. Tenía los ojos rojos, como los de quienes le rodeaban, pero turbios y empañados. Me pregunté si eso afectaría a su visión.
Se deslizó junto a Jane y le tomó el rostro entre las manos apergaminadas. La besó suavemente en sus labios carnosos y luego levitó un paso hacia atrás.
—Sí, maestro —Jane sonrió. Sus facciones parecieron las de una joven angelical—. Le he traído de regreso y con vida, como deseabas.
—Ay, Jane. ¡Cuánto me conforta tenerte a mi lado! —él sonrió también.
A continuación nos miró a nosotros y la sonrisa centelleó hasta convertirse en un gesto de euforia.
—¡Y también has traído a Alice y Bella! —se regocijó y unió sus manos finas al dar una palmada—. ¡Qué agradable sorpresa! ¡Maravilloso!
Le miré fijamente, muy sorprendida de que pronunciara nuestros nombres de manera informal, como si fuéramos viejos conocidos que se habían dejado caer por allí en una visita sorpresa.
Se volvió a nuestro descomunal escolta.
—Felix, sé bueno y avisa a mis hermanos de quiénes están aquí. Estoy seguro de que no se lo van a querer perder.
—Sí, maestro —asintió Felix, que desapareció por el camino por el que había venido.
—¿Lo ves, Edward? —el extraño vampiro se volvió y le sonrió como si fuera un abuelo venerable que estuviera soltando una reprimenda a su nieto—. ¿Qué te dije yo? ¿No te alegras de que te hayamos denegado tu petición de ayer?
—Sí, Aro, lo celebro —admitió mientras apretaba con más fuerza el brazo con el que rodeaba mi cintura.
—Me encantan los finales felices. Son tan escasos —Aro suspiró—. Eso sí, quiero que me contéis toda la historia. ¿Cómo ha sucedido esto, Alice? —volvió hacia ella los ojos empañados y llenos de curiosidad—. Tu hermano parecía creer que eras infalible, pero al parecer cometiste un error.
—No, no, no soy infalible ni por asomo —mostró una sonrisa deslumbrante. Parecía estar en su salsa, excepto por el hecho de que apretaba con fuerza los puños—. Como habéis podido comprobar hoy, a menudo causo más problemas de los que soluciono.
—Eres demasiado modesta —la reprendió Aro—. He contemplado alguna de tus hazañas más sorprendentes y he de admitir que no había visto a nadie con un don como el tuyo. ¡Maravilloso!
Alice lanzó una breve mirada a Edward que no pasó desapercibida para Aro.
—Lo siento. No nos han presentado como es debido, ¿verdad? Es sólo que siento como si ya te conociera y tiendo a precipitarme. Tu hermano nos presentó ayer de una forma... peculiar. Ya ves, comparto un poco del talento de Edward, sólo que de forma más limitada que la suya. Aro habló con tono envidioso mientras agitaba la cabeza.
—Pero exponencialmente es mucho más poderoso —agregó Edward con tono seco. Miró a Alice mientras le explicaba de forma sucinta—: Aro necesita del contacto físico para «oír» tus pensamientos, pero llega mucho más lejos que yo. Como sabes, sólo soy capaz de conocer lo que pasa por la cabeza de alguien en un momento dado, pero Aro «oye» cualquier pensamiento que esa persona haya podido tener.
Alice enarcó sus delicadas cejas y Edward agachó la cabeza.
Aro también se percató de ese gesto.
—Pero ser capaz de oír a lo lejos... —Aro suspiró al tiempo que hacía un gesto hacia ellos dos, haciendo referencia al intercambio de pensamientos que acababa de producirse—. ¡Eso sí que sería práctico!
Aro miró más allá de las figuras de Edward y Alice. Todos los demás se volvieron en la misma dirección, incluso Jane, Alec y Demetri, que permanecían en silencio detrás de nosotros tres.
Fui la más lenta en volverme. Felix había regresado y detrás de él, envueltos en túnicas negras, flotaban otros dos hombres. Sus rostros tenían también esa piel parecida al papel cebolla.
El trío representado por el cuadro de Carlisle estaba completo, y sus integrantes no habían cambiado durante los trescientos años posteriores a la pintura del lienzo.
—¡Marco, Cayo, mirad! —canturreó Aro—. Después de todo, Bella sigue viva y Alice se encuentra con ella. ¿No es maravilloso?
A juzgar por el aspecto de sus rostros, ninguno de los dos interpelados hubiera elegido como primera opción el adjetivo «maravilloso». El hombre de pelo negro parecía terriblemente aburrido, como si hubiera presenciado demasiadas veces el entusiasmo de Aro a lo largo de tantos milenios. Debajo de una melena tan blanca como la nieve, el otro puso cara de pocos amigos.
El desinterés de ambos no refrenó el júbilo de Aro, que casi cantaba con voz liviana:
—Conozcamos la historia.
El antiguo vampiro de pelo blanco flotó y fue a la deriva hasta sentarse en uno de los tronos de madera. El otro se detuvo junto a Aro y le tendió la mano. Al principio, creía que lo hacía para que Aro se la tomara, pero se limitó a tocar la palma de la mano durante unos instantes y luego dejó caer la suya a un costado. Aro enarcó una de sus cejas, de color marrón oscuro. Me pregunté si su piel apergaminada no se arrugaría a causa del esfuerzo.
Edward resopló sin hacer ruido y Alice le miró con curiosidad.
—Gracias, Marco —dijo Aro—. Esto es muy interesante.
Un segundo después comprendí que Marco le había permitido a Aro conocer sus pensamientos.
Marco no parecía interesado. Se deslizó lejos de Aro para unirse al que debía de ser Cayo, sentado ya contra el muro. Los dos asistentes de los vampiros le siguieron de cerca; eran guardias, tal y como había supuesto antes. Pude ver que las dos mujeres con vestido de tirantes se habían acercado para permanecer junto a Cayo de igual modo. La simple idea de que un vampiro necesitara guardias se me antojaba realmente ridícula, pero tal vez los antiguos eran más frágiles, como sugería su piel.
Aro siguió moviendo la cabeza al tiempo que decía:
—Asombroso, realmente increíble.
El rostro de Alice evidenciaba su descontento. Edward se volvió y de nuevo le facilitó una explicación rápida en voz baja:
—Marco ve las relaciones y ha quedado sorprendido por la intensidad de las nuestras.
Aro sonrió.
—¡Qué práctico! —repitió para sí mismo. Luego, se dirigió a nosotros—: Puedo aseguraros que cuesta bastante sorprender a Marco.
No tuve ninguna duda cuando miré el rostro mortecino de Marco.
—Resulta difícil de comprender, eso es todo, incluso ahora —Aro caviló mientras miraba el brazo de Edward en torno a mí. Me resultaba casi imposible seguir el caótico hilo de pensamientos del vampiro, pero me esforcé por conseguirlo—. ¿Cómo puedes permanecer tan cerca de ella de ese modo?
—No sin esfuerzo —contestó Edward con calma.
—Pero aun así... ¡La tua cantante! ¡Menudo derroche!
Edward se rió sin ganas una vez.
—Yo lo veo más como un precio a pagar.
Aro se mantuvo escéptico.
—Un precio muy alto.
—Simple coste de oportunidad.
Aro echó a reír.
—No hubiera creído que el reclamo de la sangre de alguien pudiera ser tan fuerte de no haberla olido en tus recuerdos. Yo mismo nunca había sentido nada igual. La mayoría de nosotros vendería caro ese obsequio mientras que tú...
—... lo derrocho —concluyó Edward, ahora con sarcasmo.
Aro rió una vez más.
—¡Ay, cómo echo de menos a mi amigo Carlisle! Me recuerdas a él, excepto que él no se irritaba tanto.
—Carlisle me supera en muchas otras cosas.
—Jamás pensé ver a nadie que superase a Carlisle en autocontrol, pero tú le haces palidecer.
—En absoluto —Edward parecía impaciente, como si se hubiera cansado de los preliminares. Eso me asustó aún más. No podía evitar el imaginar lo que vendría a continuación.
—Me congratulo por su éxito —Aro reflexionó—. Tus recuerdos de él constituyen un verdadero regalo para mí, aunque me han dejado estupefacto. Me sorprende que haya... Me complace que el éxito le haya sorprendido en el camino tan poco ortodoxo que eligió. Temía que se hubiera debilitado y gastado con el tiempo. Me hubiera mofado de su plan de encontrar a otros que compartieran su peculiar visión, pero aun así, no sé por qué, me alegra haberme equivocado.
Edward no le contestó.
—Pero ¡vuestra abstinencia...! —Aro suspiró—. No sabía que era posible tener tanta fuerza de voluntad. Habituaros a resistir el canto de las sirenas, no una vez, sino una y otra, y otra más... No lo hubiera creído de no haberlo visto por mí mismo.
Edward contempló la admiración de Aro con rostro inexpresivo. Conocía muy bien esa expresión —el tiempo no había cambiado eso—, lo bastante para saber que algo se estaba cociendo bajo esa apariencia de tranquilidad. Hice un esfuerzo para mantener constante la respiración.
—Sólo de recordar cuánto te atrae ella... —Aro rió entre dientes—. Me pone sediento.
Edward se tensó.
—No te inquietes —le tranquilizó Aro—. No tengo intención de hacerle daño, pero siento una enorme curiosidad sobre una cosa en particular —me miró con vivo interés—. ¿Puedo? —preguntó con avidez al tiempo que alzaba una mano.
—Pregúntaselo a ella—sugirió Edward con voz monocorde.
—¡Por supuesto, qué descortesía por mi parte! —exclamó Aro y, ahora dirigiéndose directamente a mí, continuó—: Bella, me fascina que seas la única excepción al impresionante don de Edward... Una cosa así me resulta de lo más interesante y, dado que nuestros talentos son tan similares en muchas cosas, me preguntaba si serías tan amable de permitirme hacer un intento para verificar si también eres una excepción para mí.
Alcé la vista para mirar a Edward, aterrorizada. Era consciente de no tener alternativa alguna a pesar de la amabilidad de Aro y me aterraba la idea de dejar que me tocara, pero aun así, contra toda lógica, sentía una gran curiosidad por tener la ocasión de tocar su extraña piel.
Edward asintió para infundirme ánimo. No sabía si era porque él estaba convencido de que Aro no me iba a hacer daño o porque no quedaba otro remedio.
Me volví hacia Aro y extendí la mano lentamente. Estaba temblando.
Se deslizó para acercarse más. Me pareció que su expresión quería tranquilizarme, pero sus facciones apergaminadas eran demasiado extrañas, diferentes y amedrentadoras como para que me sosegara. Su rostro demostraba mayor confianza en sí mismo que sus palabras.
Aro alargó el brazo como si fuera a estrecharme la mano y rozó su piel de aspecto frágil con la mía. Era dura, la encontré áspera al tacto —se parecía más a la tiza que al granito— e incluso más fría de lo esperado.
Sus ojos membranosos me observaron con alegría y me resultó imposible desviar la mirada. Me cautivaron de un modo extraño y poco grato.
El rostro de Aro se alteró conforme me miraba. La seguridad se resquebrajó para convertirse primero en duda y luego en incredulidad antes de calmarse debajo de una máscara amistosa.
—Pues sí, muy interesante —dijo mientras me soltaba la mano y retrocedía.
Contemplé a Edward, y aunque su rostro era sereno, me pareció ver una chispa de petulancia.
Aro continuó deslizándose con gesto pensativo. Permaneció quieto durante unos momentos mientras su vista oscilaba, mirándonos a los tres. Luego, de forma repentina, sacudió la cabeza y dijo para sus adentros:
—Lo primero... Me pregunto si es inmune al resto de nuestros dones... ¿Jane, querida?
—¡No! —gruñó Edward. Alice le contuvo agarrándole por el brazo con una mano, pero él se la sacudió de encima.
La menuda Jane dedicó una sonrisa de felicidad a Aro.
—-¿Sí, maestro?
Ahora Edward gruñía de verdad. Emitió un sonido desgarrado y violento mientras lanzaba a Aro una mirada torva. Nadie se movía en la habitación. Todos los presentes le miraban con incredulidad y sorpresa, como si hubiera cometido una vergonzosa metedura de pata. Aro le miró una vez y se quedó inmóvil mientras su ancha sonrisa se convertía en una expresión malhumorada.
Luego se dirigió a Jane.
—Me preguntaba, querida, si Bella es inmune a ti.
Los rabiosos gruñidos de Edward apenas me permitían oír las palabras de Aro. Edward me soltó y se puso delante de mí para esconderme de la vista de ambos. Cayo, seguido por su séquito, se acercó a nosotros tan silenciosamente como un espectro para observar.
Jane se volvió hacia nosotros con una sonrisa beatífica en los labios.
—¡No! —chilló Alice cuando Edward se lanzó contra la joven.
Antes de que yo fuera capaz de reaccionar, de que alguien se interpusiera entre ellos o de que los escoltas de Aro pudieran moverse, Edward dio con sus huesos en el suelo.
Nadie le había tocado, pero se hallaba en el enlosado y se retorcía con dolores manifiestos ante mi mirada de espanto.
Ahora Jane le sonreía sólo a él, y de pronto encajaron todas las piezas del puzzle, lo que había dicho Alice sobre sus dones formidables, la razón por la que todos trataban a Jane con semejante deferencia y por qué Edward se había interpuesto voluntariamente en su camino antes de que ella pudiera hacer eso conmigo.
—¡Parad! —grité.
Mi voz resonó en el silencio y me lancé hacia delante de un salto para interponerme entre ellos, pero Alice me rodeó con sus brazos en una presa insuperable e ignoró mi forcejeo. No escapó sonido alguno de los labios de Edward mientras le aplastaban contra las piedras. Me pareció que me iba a estallar de dolor la cabeza al contemplar semejante escena.
—Jane —la llamó Aro con voz tranquila.
La joven alzó la vista enseguida, aún sonriendo de placer, y le interrogó con la mirada. Edward se quedó inmóvil en cuando Jane dejó de mirarle.
Aro me señaló con un asentimiento de cabeza.
Jane volvió hacia mí su sonrisa.
Ni siquiera le sostuve la mirada. Observé a Edward desde la cárcel de los brazos de Alice, donde seguía debatiéndome en vano.
—Se encuentra bien —me susurró Alice con voz tensa, y apenas hubo terminado de hablar, Edward se incorporó. Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos estaban horrorizados. Al principio, pensé que el pánico se debía al dolor que acababa de padecer, pero entonces miró rápidamente a Jane y luego a mí, y su rostro se relajó de alivio.
También yo observé a Jane, que había dejado de sonreír y me taladraba con la mirada. Apretaba los dientes mientras se concentraba en mí. Retrocedí, esperando sentir el dolor...
... pero no sucedió nada.
Edward volvía a estar a mi lado. Tocó el brazo de Alice y ella me entregó a él.
Aro soltó una risotada.
—Ja, ja, ja —rió entre dientes—. Has sido muy valeroso, Edward, al soportarlo en silencio. En una ocasión, sólo por curiosidad, le pedí a Jane que me lo hiciera a mí...
Sacudió la cabeza con gesto admirado.
Edward le fulminó con la mirada, disgustado. Aro suspiró.
—¿Qué vamos a hacer con vosotros?
Edward y Alice se envararon. Aquélla era la parte que habían estado esperando. Me eché a temblar.
—Supongo que no existe posibilidad alguna de que hayas cambiado de parecer, ¿verdad? —le preguntó Aro, expectante, a Edward—. Tu don sería una excelente adquisición para nuestro pequeño grupo.
Edward vaciló. Vi hacer muecas a Felix y a Jane con el rabillo del ojo. Edward pareció sopesar cada palabra antes de pronunciarla:
—Preferiría... no... hacerlo.
—¿Y tú, Alice? —inquirió Aro, aún expectante—. ¿Estarías tal vez interesada en unirte a nosotros?
—No, gracias —dijo Alice.
—¿Y tú, Bella?
Aro enarcó las cejas. Le miré fijamente con rostro inexpresivo mientras Edward siseaba en mi oído en voz baja. ¿Bromeaba o de verdad me preguntaba si quería quedarme para la cena?
Fue Cayo, el vampiro de pelo blanco, quien rompió el silencio.
—¿Qué? —inquirió Cayo a Aro. La voz de aquél, a pesar de no ser más que un susurro, era rotunda.
—Cayo, tienes que advertir el potencial, sin duda —le censuró con afecto—. No he visto un diamante en bruto tan prometedor desde que encontramos a Jane y Alec. ¿Imaginas las posibilidades cuando sea uno de los nuestros?
Cayo desvió la mirada con mordacidad. Jane echó chispas por los ojos, indignada por la comparación.
A mi lado, Edward estaba que bufaba. Podía oír un ruido sordo en su pecho, un ruido que estaba a punto de convertirse en un bramido. No debía permitir que su temperamento le perjudicara.
—No, gracias —dije lo que pensaba en apenas un susurro, ya que el pánico me quebró la voz.
Aro suspiró una vez más.
—Una verdadera lástima... ¡Qué despilfarro!
—Unirse o morir, ¿no es eso? —masculló Edward. Sospeché algo así cuando nos condujeron a esta estancia—. ¡Pues vaya leyes las vuestras!
—Por supuesto que no —Aro parpadeó atónito—. Edward, ya nos habíamos reunido aquí para esperar a Heidi, no a ti.
—Aro —bisbiseó Cayo—, la ley los reclama.
Edward miró fijamente a Cayo e inquirió:
—¿Y cómo es eso?
Él ya debía de saber lo que Cayo tenía en mente, pero parecía decidido a hacerle hablar en voz alta.
Cayo me señaló con un dedo esquelético.
—Sabe demasiado. Has desvelado nuestros secretos —espetó con voz apergaminada, como su piel.
—Aquí, en vuestra charada, también hay unos pocos humanos —le recordó Edward. Entonces me acordé de la guapa recepcionista del piso de abajo.
El rostro de Cayo se crispó con una nueva expresión. ¿Se suponía que eso era una sonrisa?
—Sí —admitió—, pero nos sirven de alimento cuando dejan de sernos útiles. Ése no es tu plan para la chica. ¿Estás preparado para acabar con ella si traiciona nuestros secretos? Yo creo que no —se mofó.
—No voy a... —empecé a protestar, aunque fuera entre susurros, pero Cayo me silenció con una gélida mirada.
—Tampoco pretendes convertirla en uno de nosotros —prosiguió—, por consiguiente, ello nos hace vulnerables. Bien es cierto que, por esto, sólo habría que quitarle la vida a la chica. Puedes dejarla aquí si lo deseas.
Edward le enseñó los colmillos.
—Lo que pensaba —concluyó Cayo con algo muy similar a la satisfacción. Felix se inclinó hacia delante con avidez.
—A menos que... —intervino Aro, que parecía muy contrariado por el giro que había tomado la conversación—. A menos que, ¿albergas el propósito de concederle la inmortalidad?
Edward frunció los labios y vaciló durante unos instantes antes de responder:
—¿Y qué pasa si lo hago?
Aro sonrió, feliz de nuevo.
—Vaya, en ese caso serías libre de volver a casa y darle a mi amigo Carlisle recuerdos de mi parte —su expresión se volvió más dubitativa—. Pero me temo que tendrías que decirlo en serio y comprometerte.
Aro alzó la mano delante de Edward.
Cayo, que había empezado a poner cara de pocos amigos, se relajó.
Edward frunció los labios con rabia hasta convertirlos en una línea. Me miró fijamente a los ojos y yo a él.
—Hazlo —susurré—, por favor.
¿Era en verdad una idea tan detestable? ¿Prefería él morir antes que transformarme? Me sentí como si me hubieran propinado una patada en el estómago.
Edward me miró con expresión torturada.
Entonces, Alice se alejó de nuestro lado y se dirigió hacia Aro. Nos volvimos a mirarla. Ella había levantado la mano igual que el vampiro.
Alice no dijo nada y Aro despachó a su guardia cuando acudieron a impedir que se acercara. Aro se reunió con ella a mitad de camino y le tomó la mano con un destello ávido y codicioso en los ojos.
Inclinó la cabeza hacia las manos de ambos, que se tocaban, y cerró los ojos mientras se concentraba. Alice permaneció inmóvil y con el rostro inexpresivo. Oí cómo Edward chasqueaba los dientes.
Nadie se movió. Aro parecía haberse quedado allí clavado encima de la mano de Alice. Me fui poniendo más y más tensa conforme pasaban los segundos, preguntándome cuánto tiempo iba a pasar antes de que fuera demasiado tiempo, antes de que significara que algo iba mal, peor todavía de lo que ya iba.
Transcurrió otro momento agónico y entonces la voz de Aro rompió el silencio.
—Ja, ja, ja —rió, aún con la cabeza vencida hacia delante. Lentamente alzó los ojos, que relucían de entusiasmo—. ¡Eso ha sido fascinante!
—Me alegra que lo hayas disfrutado.
—Ver las mismas cosas que tú ves, ¡sobre todo las que aún no han sucedido! —sacudió la cabeza, maravillado.
—Pero eso está por suceder —le recordó Alice con voz tranquila.
—Sí, sí, está bastante definido. No hay problema, por supuesto.
Cayo parecía amargamente desencantado, un sentimiento que al parecer compartía con Felix y Jane.
—Aro —se quejó Cayo.
—¡Tranquilízate, querido Cayo! —Aro sonreía—. ¡Piensa en las posibilidades! Ellos no se van a unir a nosotros hoy, pero siempre existe la esperanza de que ocurra en el futuro. Imagina la dicha que aportaría sólo la joven Alice a nuestra pequeña comunidad... Además, siento una terrible curiosidad por ver ¡cómo entra en acción Bella!
Aro parecía convencido. ¿Acaso no comprendía lo subjetivas que eran las visiones de Alice, que lo que veía sobre mi transformación hoy podía cambiar mañana? Un millón de ínfimas decisiones, las de Alice y otros muchos —también las de Edward— podían cambiar su camino y, con eso, el futuro.
¿Importaba que ella estuviera realmente dispuesta? ¿Supondría alguna diferencia que yo me convirtiera en vampiro si la idea resultaba tan repulsiva a Edward que consideraba la muerte como una alternativa mejor que tenerme a su lado para siempre, como una molestia inmortal? Aterrada como estaba, sentí que me hundía en el abatimiento, que me ahogaba en él...
—En tal caso, ¿somos libres de irnos ahora? —preguntó Edward sin alterar la voz.
—Sí, sí —contestó Aro en tono agradable—, pero, por favor, visitadnos de nuevo. ¡Ha sido absolutamente apasionante!
—Nosotros también os visitaremos para cerciorarnos de que la habéis transformado en uno de los nuestros —prometió Cayo, que de pronto tenía los ojos entrecerrados como la mirada soñolienta de un lagarto con pesados párpados—. Si yo estuviera en vuestro lugar, no lo demoraría demasiado. No ofrecemos segundas oportunidades.
La mandíbula de Edward se tensó, pero asintió una sola vez.
Cayo esbozó una sonrisita de suficiencia y se deslizó hacia donde Marco permanecía sentado, inmóvil e indiferente.
Felix gimió.
—Ah, Felix, paciencia —Aro sonrió divertido—. Heidi estará aquí de un momento a otro.
—Mmm —la voz de Edward tenía un tono incisivo—. En tal caso, quizá convendría que nos marcháramos cuanto antes.
—Sí —coincidió Aro—. Es una buena idea. Los accidentes ocurren. Por favor, si no os importa, esperad abajo hasta que se haga de noche.
—Por supuesto —aceptó Edward mientras yo me acongojaba ante la perspectiva de esperar al final del día antes de poder escapar.
—Y toma —agregó Aro, dirigiéndose a Felix con un dedo. Éste avanzó de inmediato. Aro desabrochó la capa gris que llevaba el enorme vampiro, se la quitó de los hombros y se la lanzó a Edward—. Llévate ésta. Llamas un poco la atención.
Edward se puso la carga capa, pero no se subió la capucha.
Aro suspiró. —Te sienta bien.
Edward rió entre dientes, pero después de lanzar una mirada hacia atrás, calló repentinamente.
—Gracias, Aro. Esperaremos abajo.
—Adiós, mis jóvenes amigos —contestó Aro, a quien le centellearon los ojos cuando miró en la misma dirección.
—Vámonos —nos instó Edward con apremio.
Demetri nos indicó mediante gestos que le siguiéramos, y nos fuimos por donde habíamos venido, que, a juzgar por las apariencias, debía de ser la única salida.
Edward me arrastró a su lado enseguida. Alice se situó al otro costado con gesto severo.
—Tendríamos que haber salido antes —murmuró.
Alcé los ojos para mirarla, pero sólo parecía disgustada. Fue entonces cuando distinguí el murmullo de voces —voces ásperas y enérgicas— procedentes de la antecámara.
—Vaya, esto es inusual —dijo un hombre con voz resonante.
—Y tan medieval —respondió efusivamente una voz femenina desagradable y estridente.
Un gentío estaba cruzando la portezuela hasta atestar la pequeña estancia de piedra. Demetri nos indicó mediante señas que dejáramos paso. Pegamos la espalda contra el muro helado para permitirles cruzar.
La pareja que encabezaba el grupo, americanos a juzgar por el acento, miraban a su alrededor y evaluaban cuanto veían. Otros estudiaban el marco como simples turistas. Unos pocos tomaron fotografías. Los demás parecían desconcertados, como si la historia que les hubiera conducido hasta aquella habitación hubiera dejado de tener sentido. Me fijé en una mujer menuda de tez oscura. Llevaba un rosario alrededor del cuello y sujetaba con fuerza la cruz que llevaba en la mano. Caminaba más despacio que los demás. De vez en cuando tocaba a alguien y le preguntaba algo en un idioma desconocido. Nadie parecía comprenderla y el pánico de su voz aumentaba sin cesar.
Edward me atrajo y puso mi rostro contra su pecho, pero ya era tarde. Lo había comprendido.
Me arrastró a toda prisa en dirección a la puerta en cuanto hubo el más mínimo resquicio. Yo noté la expresión horrorizada de mis facciones y cómo los ojos se me iban llenando de lágrimas.
La ampulosa entrada estaba en silencio a excepción de una mujer guapísima de figura escultural. Nos miró con curiosidad, sobre todo a mí.
—Bienvenida a casa, Heidi —la saludó Demetri a nuestras espaldas.
Ella sonrió con aire ausente. Me recordó a Rosalie, aunque no se parecieran en nada, porque también poseía una belleza excepcional e inolvidable. No era capaz de quitarle los ojos de encima.
Heidi vestía para realzar su belleza. La más pequeña de las minifaldas dejaba al descubierto unas piernas sorprendentemente esbeltas, cuya piel blanca quedaba oscurecida por las medias. Llevaba un top de mangas largas y cuello alto, pero extremadamente ceñido al cuerpo, de vinilo rojo. Su melena de color caoba era lustrosa y tenía en los ojos una tonalidad violeta muy extraña, el color que podría resultar al poner unas lentes de contacto azules sobre una pupila de color rojo.
—Demetri —respondió con voz sedosa mientras sus ojos iban de mi rostro a la capa gris de Edward.
—Buena pesca —la felicitó el aludido, y de pronto comprendí la finalidad del llamativo atuendo que lucía. No sólo era la pescadora, sino también el cebo.
—Gracias —exhibió una sonrisa apabullante—. ¿No vienes?
—En un minuto. Guárdame algunos.
Heidi asintió y se agachó para atravesar la puerta después de dirigirme una última mirada de curiosidad.
Edward marcó un paso que me obligaba a ir corriendo para no rezagarme, pero a pesar de todo no pudimos cruzar la ornamentada puerta que había al final del corredor antes de que comenzaran los gritos.
La huida
Demetri nos condujo hasta la lujosa y alegre área de recepción. Gianna, la mujer, seguía en su puesto detrás del mostrador de caoba pulida. Unos altavoces ocultos llenaban la habitación con las notas nítidas de una pieza inocente.
—No os vayáis hasta que oscurezca —nos previno Demetri.
Edward asintió con la cabeza y él se marchó precipitadamente poco después.
Gianna observó la capa prestada de Edward con gesto astuto y especulativo. El cambio no pareció sorprenderle nada.
—¿Os encontráis bien las dos? —preguntó Edward entre dientes lo bastante bajo para que no pudiera captarlo la recepcionista. Su voz sonaba ruda, si es que el terciopelo puede serlo, a causa de la ansiedad. Supuse que seguía tenso por la situación.
—Será mejor que la sientes antes de que se desplome —aconsejó Alice—. Va a caerse a pedazos.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que temblaba de la cabeza a los pies, temblaba tanto que todo mi cuerpo vibraba hasta que al fin me castañetearon los dientes, la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor y se me nubló la vista. Durante un momento de delirio, me pregunté si era así como Jacob se sentía justo antes de transformarse en hombre lobo.
Escuché un sonido discordante, como si estuvieran aserrando algo, un contrapunto extraño a la música de fondo que, por contraste, parecía risueña. El temblor me distraía lo justo para impedirme determinar la procedencia.
—Silencio, Bella, calma —me pidió Edward conforme me guiaba hacia el sofá más alejado de la curiosa humana del mostrador.
—Creo que se está poniendo histérica. Quizá deberías darle una bofetada —sugirió Alice.
Edward le lanzó una mirada desesperada.
Entonces lo comprendí. Oh. El ruido era yo. El sonido similar al corte de una sierra eran los sollozos que salían de mi pecho. Eso era lo que me hacía temblar.
—Todo va bien, estás a salvo, todo va bien —entonaba él una y otra vez. Me sentó en su regazo y me arropó con la gruesa capa de lana para protegerme de su piel fría.
Sabía que ese tipo de reacción era una estupidez por mi parte. ¿Quién sabía cuánto tiempo me quedaba para poder mirar su rostro? Nos habíamos salvado y él podía dejarme en cuanto estuviéramos en libertad. Era un desperdicio, una locura, tener los ojos tan llenos de lágrimas que no pudiera verle las facciones con claridad.
Pero era detrás de mis ojos donde se encontraba la imagen que las lágrimas no podían limpiar, donde veía el rostro aterrorizado de la mujer menuda del rosario.
—Toda esa gente... —hipé.
—Lo sé —susurró él.
—Es horrible.
—Sí, lo es. Habría deseado que no hubieras tenido que ser testigo de esto.
Apoyé la cabeza sobre su pecho frío y me sequé los ojos con la gruesa capa. Respiré hondo varias veces mientras intentaba calmarme.
—¿Necesitan algo? —preguntó una voz en tono educado. Era Gianna, que se inclinaba sobre el hombro de Edward con una mirada que intentaba mostrar empatía, una mirada profesional y cercana a la vez. Al parecer, no le preocupaba tener el rostro a centímetros de un vampiro hostil. O bien se encontraba en una total ignorancia o era muy buena en lo suyo.
—No —contestó Edward con frialdad.
Ella asintió, me sonrió y después desapareció.
Esperé a que se hubiera alejado lo bastante como para que no pudiera escucharme.
—¿Sabe ella lo que sucede aquí? —inquirí con voz baja y ronca. Empezaba a tranquilizarme y mi respiración se fue normalizando.
—Sí, lo sabe todo —contestó Edward.
—¿Sabe también que algún día pueden matarla?
—Es consciente de que existe esa posibilidad —aquello me sorprendió. El rostro de Edward era inescrutable—. Alberga la esperanza de que decidan quedársela.
Sentí que la sangre huía de mi rostro.
—¿Quiere convertirse en una de ellos?
Él asintió una vez y clavó los ojos en mi cara a la espera de mi reacción.
Me estremecí.
—¿Cómo puede querer eso?—susurré más para mí misma que buscando realmente una respuesta—. ¿Cómo puede ver a esa gente desfilar al interior de esa habitación espantosa y querer formar parte de eso?
Edward no contestó, pero su rostro se crispó en respuesta a algo que yo había dicho.
De pronto, mientras examinaba su rostro tan hermoso e intentaba comprender el porqué de aquella crispación, me di cuenta de que, aunque fuera fugazmente, estaba de verdad en brazos de Edward y que no nos iban a matar, al menos por el momento.
—Ay, Edward —se me empezaron a saltar las lágrimas y al poco también comencé a gimotear.
Era una reacción estúpida. Las lágrimas eran demasiado gruesas para permitirme volver a verle la cara y eso era imperdonable. Con seguridad, sólo tenía de plazo hasta el crepúsculo; de nuevo como en un cuento de hadas, con límites después de los cuales acababa la magia.
—¿Qué es lo que va mal? —me preguntó todavía lleno de ansiedad mientras me daba amables golpecitos en la espalda.
Enlacé mis brazos alrededor de su cuello. ¿Qué era lo peor que él podía hacer? Sólo apartarme, así que me apretujé aún más cerca.
—¿No es de locos sentirse feliz justo en este momento? —le pregunté. La voz se me quebró dos veces.
Él no me apartó. Me apretó fuerte contra su pecho, tan duro como el hielo, tan fuerte que me costaba respirar, incluso ahora, con mis pulmones intactos.
—Sé exactamente a qué te refieres —murmuró—, pero nos sobran razones para ser felices. La primera es que seguimos vivos.
—Sí —convine—. Ésa es una excelente razón.
—Y juntos —musitó. Su aliento era tan dulce que hizo que la cabeza me diera vueltas.
Me limité a asentir, convencida de que él no concedía a esa afirmación la misma importancia que yo.
—Y, con un poco de suerte, todavía estaremos vivos mañana.
—Eso espero—dije con preocupación.
—Las perspectivas son buenas —me aseguró Alice. Estaba tan quieta que casi habíamos olvidado su presencia—. Veré a Jasper en menos de veinticuatro horas —añadió con satisfacción.
Alice era afortunada. Ella podía confiar en su futuro.
Yo no era capaz de apartar la mirada de Edward mucho rato. Le observé fijamente, deseando más que nunca ese futuro que nunca ocurriría, que aquel momento durara para siempre o si no, que yo dejara de existir cuando acabara.
Edward me devolvió la mirada, con sus suaves ojos oscuros y resultó fácil pretender que él sentía lo mismo. Y así lo hice. Me lo imaginé para que el momento tuviera un sabor más dulce.
Recorrió mis ojeras con la punta de los dedos.
—Pareces muy cansada.
—Y tú sediento —le repliqué en un susurro mientras estudiaba las marcas moradas debajo de sus pupilas negras.
Él se encogió de hombros.
—No es nada.
—¿Estás seguro? Puedo sentarme con Alice —le ofrecí, aunque a regañadientes; preferiría que me matara en ese instante antes que moverme un centímetro de donde estaba.
—No seas ridícula —suspiró; su aliento dulce me acarició la cara—. Nunca he controlado más esa parte de mi naturaleza que en este momento.
Tenía miles de preguntas para él. Una de ellas pugnaba por salir ahora de mis labios, pero me mordí la lengua. No quería echar a perder el momento, aunque fuera imperfecto, así, en una habitación que me ponía enferma, bajo la mirada de una mujer que deseaba convertirse en un monstruo.
En sus brazos, era más que fácil fantasear con la idea de que él me amaba. No quería pensar sobre sus motivaciones en ese momento, máxime si estaba actuando de ese modo para mantenerme tranquila mientras continuara el peligro, o bien porque se sentía culpable de que yo estuviera allí y no deseaba sentirse responsable de mi muerte. Quizás el tiempo que habíamos pasado separados había bastado para que no le aburriera todavía, pero nada de esto importaba. Me sentía mucho más feliz fantaseando.
Permanecí quieta en sus brazos, memorizando su rostro otra vez, engañándome...
Me miraba como si él estuviera haciendo lo mismo aunque entretanto discutía con Alice sobre la mejor forma de volver a casa. Intercambiaban rápidos cuchicheos, y comprendí que actuaban así para que Gianna no pudiera entenderlos. Incluso yo, que estaba a su lado, me perdí la mitad de la conversación. Me dio la impresión de que el asunto iba a requerir algún robo más. Me pregunté con cierto desapego si el propietario del Porsche amarillo habría recuperado ya su coche.
—¿Y qué era toda esa cháchara sobre cantantes? —preguntó Alice en un momento determinado.
—La tua cantante—señaló Edward. Su voz convirtió las palabras en música.
—Sí, eso —afirmó Alice y yo me concentré por un momento. Ya puestos, también me preguntaba lo mismo.
Sentí cómo Edward se encogía de hombros.
—Ellos tienen un nombre para alguien que huele del modo que Bella huele para mí. La llaman «mi cantante», porque su sangre canta para mí.
Alice se echó a reír.
Estaba lo suficientemente agotada como para dormirme, pero luché contra el cansancio. No quería perderme ni un segundo del tiempo que pudiera pasar en su compañía. De vez en cuando, mientras hablaba con Alice, se inclinaba repentinamente y me besaba. Sus labios —suaves como el vidrio pulido— me rozaban el pelo, la frente, la punta de la nariz. Cada beso era como si aplicara una descarga eléctrica a mi corazón, aletargado durante tanto tiempo. El sonido de sus latidos parecía llenar por completo la habitación.
Era el paraíso, aunque estuviéramos en el mismo centro del infierno.
Perdí la noción del tiempo por completo, por lo que me entró el pánico cuando los brazos de Edward se tensaron en torno a mí y él y Alice miraron al fondo de la habitación con gesto de preocupación. Me encogí contra el pecho de Edward al ver a Alec traspasar las puertas de doble hoja. Ahora, sus ojos eran de un vivido color rubí; a pesar del «almuerzo», no se le veía ni una mancha en la ropa.
Eran buenas noticias.
—Ahora, sois libres para marcharos —anunció con un tono tan cálido que cualquiera hubiera pensado que éramos amigos de toda la vida—. Lo único que os pedimos es que no permanezcáis en la ciudad.
Edward no hizo amago de protestar; su voz era fría como el hielo.
—Eso no es problema.
Alec sonrió, asintió y desapareció de nuevo.
—Al doblar la esquina, sigan el pasillo a la derecha hasta llegar a los primeros ascensores —nos indicó Gianna mientras Edward me ayudaba a ponerme en pie—. El vestíbulo y las salidas a la calle están dos pisos más abajo. Adiós, entonces —añadió con amabilidad. Me pregunté si su competencia bastaría para salvarla.
Alice le lanzó una mirada sombría.
Me sentí aliviada al pensar que había otra salida al exterior; no estaba segura de poder soportar otro paseo por el subterráneo.
Salimos por un lujoso vestíbulo decorado con gran gusto. Fui la única que volvió la vista atrás para contemplar el castillo medieval que albergaba la elaborada tapadera. Sentí un gran alivio al no divisar la torrecilla desde allí.
Los festejos continuaban con todo su esplendor. Las farolas empezaban a encenderse mientras recorríamos a toda prisa las estrechas callejuelas adoquinadas. En lo alto, el cielo era de un gris mate que se iba desvaneciendo, pero la oscuridad era mayor en las calles dada la cercanía de los edificios entre sí.
También la fiesta se volvía más oscura. La capa larga que arrastraba Edward no llamaba ahora la atención del modo que lo habría hecho en una tarde normal en Volterra. Había otros que también llevaban capas de satén negro, y los colmillos de plástico que yo había visto llevar a los niños en la plaza parecían haberse vuelto muy populares entre los adultos.
—Ridículo —masculló Edward en una ocasión.
No me di cuenta del momento en que Alice desapareció de mi lado. Miré alrededor para hacerle una pregunta, pero ya se había ido.
—¿Dónde está Alice? —susurré llena de pánico.
—Ha ido a recuperar vuestros bolsos de donde los escondió esta mañana.
Se me había olvidado que podría usar mi cepillo de dientes. Esto mejoró mi ánimo de forma considerable.
—Está robando otro coche, ¿no? —adiviné.
Me dedicó una gran sonrisa.
—No hasta que salgamos de Volterra.
Parecía que quedaba un camino muy largo hasta la entrada. Edward se dio cuenta de que me hallaba al límite de mis fuerzas; me pasó el brazo por la cintura y soportó la mayor parte de mi peso mientras andábamos.
Me estremecí cuando me guió a través de un arco de piedra oscura. Encima de nosotros había un enorme rastrillo antiguo. Parecía la puerta de una jaula a punto de caer delante de nosotros y dejarnos atrapados.
Me llevó hasta un coche oscuro que esperaba en un charco de sombras a la derecha de la puerta, con el motor en marcha. Para mi sorpresa, se deslizó en el asiento trasero conmigo y no insistió en conducir él.
Alice habló en son de disculpa.
—Lo siento —hizo un gesto vago hacia el salpicadero—. No había mucho donde escoger.
—Está muy bien, Alice —sonrió ampliamente—. No todo van a ser Turbos 911.
Ella suspiró.
—Voy a tener que comprarme uno de ésos legalmente. Era fabuloso.
—Te regalaré uno para Navidades —le prometió Edward.
Alice se dio la vuelta para dedicarle una sonrisa resplandeciente, lo que me preocupó, ya que había empezado a acelerar por la ladera oscura y llena de curvas.
—Amarillo —le dijo ella.
Edward me mantuvo abrazada con fuerza. Me sentía calentita y cómoda dentro de la capa gris. Más que cómoda.
—Ahora puedes dormirte, Bella —murmuró—, ya ha terminado todo.
Sabía que se estaba refiriendo al peligro, a la pesadilla en la vieja ciudad, pero yo tuve que tragar saliva con fuerza antes de poderle contestar.
—No quiero dormir. No estoy cansada.
Sólo la segunda parte era mentira. No estaba dispuesta a cerrar los ojos. El coche apenas estaba iluminado por los instrumentos de control del salpicadero, pero bastaba para que le viera el rostro.
Presionó los labios contra el hueco que había debajo de mi oreja.
—Inténtalo —me animó.
Yo sacudí la cabeza.
Suspiró.
—Sigues igual de cabezota.
Lo era. Luché para evitar que se cerraran mis pesados párpados y gané.
La carretera oscura fue el peor tramo; luego, las luces brillantes del aeropuerto de Florencia me ayudaron a seguir despierta, y también el hecho de poder cepillarme los dientes y ponerme ropa limpia; Alice le compró ropa nueva a Edward y dejó la capa oscura en un montón de basura en un callejón. El vuelo a Roma era tan corto que no hubo oportunidad de que me venciera la fatiga. Me hice a la idea de que el de Roma a Atlanta sería harina de otro costal de todas todas, por eso le pregunté a la azafata de vuelo si podía traerme una Coca-Cola.
—Bella... —me reconvino Edward, sabedor de mi poca tolerancia a la cafeína.
Alice viajaba en el asiento de atrás. Podía oírle murmurar algo a Jasper por el móvil.
—No quiero dormir —le recordé. Le di una excusa que resultaba creíble porque era cierta—. Veré cosas que no quiero ver si cierro ahora los ojos. Tendré pesadillas.
No discutió conmigo después de eso.
Podría haber sido un magnífico momento para charlar y obtener las respuestas que necesitaba. Las necesitaba, pero, en realidad, prefería no escucharlas. Me desesperaba simplemente el pensar lo que podría oír. Teníamos cierto tiempo por delante y él no podía escapar de mí en un avión, bueno, al menos, no con facilidad. Nadie podía escucharnos excepto Alice; era tarde y la mayoría de los pasajeros estaba apagando las luces y pidiendo almohadas en voz baja. Charlar podría haberme ayudado a luchar contra el agotamiento.
Pero, de forma perversa, me mordí la lengua para evitar el flujo de preguntas que me inundaban. Probablemente, me fallaba el razonamiento debido al cansancio extremo, pero esperaba comprar algunas horas más de su compañía y ganar otra noche más, al estilo de Sherezade, si posponía la discusión.
Así que conseguí mantenerme despierta a base de beber Coca-Cola y resistir incluso la necesidad de parpadear. Edward parecía estar perfectamente feliz teniéndome en sus brazos, con sus dedos recorriéndome el rostro una y otra vez. Yo también le toqué la cara. No podía parar, aunque temía que luego, cuando volviera a estar sola, eso me haría sufrir más. Continuó besándome el pelo, la frente, las muñecas... pero nunca los labios y eso estuvo bien. Después de todo, ¿de cuántas maneras se puede destrozar un corazón y esperar de él que continúe latiendo? En los últimos días había sobrevivido a un montón de cosas que deberían haber acabado conmigo, pero eso no me hacía sentirme más fuerte. Al contrario, me notaba tremendamente frágil, como si una sola palabra pudiera hacerme pedazos.
Edward no habló. Quizás albergaba la esperanza de que me durmiera. O quizá no tenía nada que decir.
Salí triunfante en la lucha contra mis párpados pesados. Estaba despierta cuando llegamos al aeropuerto de Atlanta e incluso vimos el sol comenzando a alzarse sobre la cubierta nubosa de Seattle antes de que Edward cerrara el estor de la ventanilla. Me sentí orgullosa de mí misma. No me había perdido ni un solo minuto.
Alice y Edward no se sorprendieron por la recepción que nos esperaba en el aeropuerto Sea-Tac, pero a mí me pilló con la guardia baja. Jasper fue el primero que divisé, aunque él no pareció verme a mí en absoluto. Sólo tenía ojos para Alice. Se acercó rápidamente a ella, aunque no se abrazaron como otras parejas que se habían encontrado allí. Se limitaron a mirarse a los ojos el uno al otro, y a pesar de todo, de algún modo, el momento fue tan íntimo que me hizo sentir la necesidad de mirar hacia otro lado.
Carlisle y Esme esperaban en una esquina tranquila lejos de la línea de los detectores de metales, a la sombra de un gran pilar. Esme se me acercó, abrazándome con fuerza y cierta dificultad, porque Edward aún mantenía sus brazos en torno a mí.
—¡Cuánto te lo agradezco...! —me susurró al oído.
Después, se arrojó en brazos de Edward y parecía como si estuviera llorando a pesar de que no era posible.
—Nunca me hagas pasar por esto otra vez —casi le gruñó.
Edward le dedicó una enorme sonrisa, arrepentido.
—Lo siento, mamá.
—Gracias, Bella —me dijo Carlisle—. Estamos en deuda contigo.
—Para nada —murmuré. La noche en vela empezaba a pasarme factura. Sentía la cabeza desconectada del cuerpo.
—Está más muerta que viva —reprendió Esme a Edward—. Llévala a casa.
No sabía si era a casa adonde quería irme ahora; llegados a este punto, me tambaleé, medio ciega a través del aeropuerto, mientras Edward me sujetaba de un brazo y Esme por el otro.
No estaba segura de si Alice y Jasper nos seguían o no, y me sentía demasiado exhausta para mirar.
Creo que, aunque continuara andando, en realidad estaba dormida cuando llegamos al coche. La sorpresa de ver a Emmett y Rosalie apoyados contra el gran Sedán negro, bajo las luces tenues del aparcamiento, me recordó algo. Edward se envaró.
—No lo hagas —susurró Esme—. Ella lo ha pasado fatal.
—Qué menos —dijo Edward, sin hacer intento alguno de bajar la voz.
—No ha sido culpa suya —intervine yo, con la voz pastosa por el agotamiento.
—Déjala que se disculpe —suplicó Esme—. Nosotros iremos con Jasper y Alice.
Edward fulminó con la mirada a aquella vampira rubia, absurdamente hermosa, que nos esperaba.
—Por favor, Edward —le dije. No me apetecía viajar con Rosalie más que a él, pero yo había causado suficiente discordia ya en su familia.
Él suspiró y me empujó hacia el coche.
Emmett y Rosalie se deslizaron en los asientos delanteros sin decir una palabra, mientras Edward me acomodaba otra vez en la parte trasera. Sabía que no iba a conseguir mantener abiertos los párpados mucho más tiempo, así que dejé caer la cabeza contra su pecho, derrotada, y permití que se cerraran. Sentí que el coche revivía con un ronroneo.
—Edward —comenzó Rosalie.
—Ya sé —el tono brusco de Edward no era nada generoso.
—¿Bella? —me preguntó con suavidad.
Mis párpados revolotearon abiertos de golpe. Era la primera vez que ella se dirigía a mí directamente.
—¿Sí, Rosalie?—le pregunté, vacilante.
—Lo siento muchísimo, Bella. Me he sentido fatal con todo esto y te agradezco un montón que hayas tenido el valor de ir y salvar a mi hermano después de todo lo que hice. Por favor, dime que me perdonas.
Las palabras eran torpes, y sonaban forzadas por la vergüenza, pero parecían sinceras.
—Por supuesto, Rosalie —mascullé, aferrándome a cualquier oportunidad que la hiciera odiarme un poco menos—. No ha sido culpa tuya en absoluto. Fui yo la que saltó del maldito acantilado. Claro que te perdono.
El discurso me salió de una sensiblería bastante empalagosa.
—No vale hasta que recupere la conciencia, Rose —se burló Edward.
—Estoy consciente —repliqué; sólo que sonó como un suspiro incomprensible.
—Déjala dormir —insistió Edward, pero ahora su voz se volvió un poco más cálida.
Todo quedó en silencio, a excepción del suave ronroneo del motor. Debí de quedarme dormida, porque me pareció que sólo habían pasado unos segundos cuando la puerta se abrió y Edward me sacó del coche. No podía abrir los ojos. Al principio, pensé que todavía estábamos en el aeropuerto.
Y entonces escuché a Charlie.
—¡Bella! —gritó a lo lejos.
—Charlie —murmuré, intentando sacudirme el sopor.
—Silencio —susurró Edward—. Todo va bien; estás en casa y a salvo. Duérmete ya.
—No me puedo creer que tengas la cara dura de aparecer por aquí —bramó Charlie, dirigiéndose a Edward. Su voz sonaba ahora más cercana.
—Déjalo, papá —gruñí, pero él no me escuchó.
—¿Qué le ha pasado? —inquirió Charlie.
—Sólo está extenuada, Charlie —le tranquilizó Edward con serenidad—. Por favor, déjala descansar.
—¡No me digas lo que tengo que hacer! —gritó Charlie—. ¡Dámela! ¡Y quítale las manos de encima!
Edward intentó trasladarme a los brazos de Charlie, pero yo me aferré a él usando mis tenaces dedos. Sentí cómo mi padre tiraba de mi brazo.
—Déjalo ya, papá —conseguí decir en voz más alta. Me las apañé para mantener los párpados abiertos y mirar a Charlie con los ojos legañosos—. Enfádate conmigo.
Estábamos en la puerta principal de mi casa, que permanecía abierta. La capa de nubes era demasiado espesa para determinar la hora.
—Puedes apostar a que sí —prometió Charlie—. Entra.
—Vale. Bájame —suspiré.
Edward me puso de pie. Sabía que estaba derecha, pero no sentía las piernas. Caminé con dificultad, hasta que la acera giró de pronto hacia mi rostro. Los brazos de Edward me atraparon antes de que me diera un buen trompazo contra el asfalto.
—Déjame sólo que la lleve a su cuarto —pidió Edward—. Después me marcharé.
—No —grité, llena de pánico. Todavía no había conseguido mis respuestas. Debía quedarse al menos hasta ese momento, ¿no?
—No estaré lejos —me prometió Edward, susurrándome tan bajo al oído que no había ni una posibilidad de que Charlie pudiera haberlo oído.
No escuché la respuesta de Charlie, pero Edward entró en la casa. Mis ojos sólo aguantaron abiertos hasta las escaleras. La última cosa que sentí fueron las manos frías de Edward mientras me soltaba los dedos, aferrados a su camisa.
La verdad
Me dio la sensación de haber dormido mucho tiempo. A pesar de eso, tenía el cuerpo agarrotado, como si no hubiera cambiado de postura ni una sola vez en todo ese tiempo. Me costaba pensar y estaba aturdida; dentro de mi cabeza revoloteaban aún perezosamente extraños sueños de colores —sueños y pesadillas—. Eran tan vividos... Unos horribles y otros divinos, todos entremezclados en un revoltijo estrafalario. Sentía a la vez una gran impaciencia y miedo, dos componentes fundamentales de ese tipo de sueño frustrante en el que no puedes mover los pies con suficiente rapidez... Y todo estaba lleno de monstruos y fieras de ojos rojos cuyos modales refinados les hacían aún más horrendos. El sueño permanecía nítido en mi mente, tanto, que incluso podía recordar sus nombres, pero lo más fuerte, lo que percibía con mayor precisión no era el horror. Era el ángel lo que veía con claridad.
Me resultó duro dejarle ir y despertarme. Este sueño no tendría que arrojarlo a ese sótano lleno de pesadillas que me negaba a revivir. Luché con eso mientras mi mente recuperaba el estado de alerta y se concentraba en la realidad. No recordaba en qué día de la semana nos encontrábamos, pero estaba segura de que me esperaban Jacob, el colegio, el trabajo o algo. Inspiré profundamente, preguntándome cómo podría enfrentarme a otro día más.
Algo frío tocó mi frente con el más suave de los roces.
Cerré los ojos con más fuerza todavía. Al parecer, pese a que lo sentía como algo anormalmente real, seguía soñando. Estaba tan cerca de despertarme... sólo un segundo más y todo habría desaparecido.
Pero en ese momento me di cuenta de que lo que palpaba parecía real, demasiado real para que fuera bueno para mí. Los imaginarios brazos pétreos que me envolvían resultaban demasiado consistentes. Me iba a arrepentir luego si dejaba que esto llegara aún más lejos. Suspiré resignada y abrí los párpados bruscamente para disipar la ilusión.
—¡Oh! —jadeé y me froté los ojos con las manos.
Bien, sin duda había ido demasiado lejos; había sido un error permitir que mi imaginación se me fuera tanto de las manos. Vale, quizá «permitir» no era la palabra correcta. En realidad, era yo quien la había forzado demasiado, con tanto ir en pos de mis alucinaciones y ahora, en consecuencia, mi mente se había colapsado.
Me llevó menos de un segundo caer en la cuenta de que ya que ahora estaba loca de forma irremediable, al menos, podía aprovechar y disfrutar de las falsas ilusiones mientras éstas fueran agradables.
Abrí los ojos otra vez y Edward aún estaba allí, con su rostro perfecto a sólo unos cuantos centímetros del mío.
—¿Te he asustado? —preguntó con ansiedad en voz baja.
Era una maravilla cómo funcionaban estas falsas ilusiones. El rostro, la voz, el olor, todo era mucho mejor que cuando estuve a punto de ahogarme. El hermoso producto de mi imaginación observaba mis cambiantes expresiones con alarma. Sus pupilas eran negras como el carbón y debajo tenía sombras púrpuras. Esto me sorprendió; por lo general, los Edwards de mis alucinaciones estaban mejor alimentados.
Parpadeé dos veces mientras hacía memoria con desesperación para determinar qué era lo último que podía recordar de cuya realidad estuviera segura. Alice formaba parte de mi sueño y me pregunté si, después de todo, había vuelto a Forks de verdad, o si eso sólo había sido el preámbulo de la fantasía. Luego, caí en la cuenta de que ella había regresado el día que estuve a punto de ahogarme...
—¡Oh, mierda! —grazné con voz pastosa a causa del sueño.
—¿Qué pasa, Bella?
Le fruncí el ceño, con tristeza. Su rostro mostraba todavía más ansiedad que antes.
—Estoy muerta, ¿no es cierto? —gemí—. Me ahogué de verdad. ¡Mierda, mierda, mierda! El disgusto va a matar a Charlie.
Edward también puso mala cara.
—No estás muerta.
—Entonces, ¿por qué no me despierto? —le reté, alzando las cejas.
—Estás despierta, Bella.
Sacudí la cabeza.
—Seguro, seguro. Eso es lo que tú quieres que yo piense, y entonces, cuando despierte, todo será peor; si me despierto, cosa que no va a ocurrir, porque estoy muerta. Esto es horrible. Pobre Charlie. Y Renée y Jake... —se me apagó la voz, horrorizada por lo que había hecho.
—Ya veo que me has confundido con una pesadilla —su sonrisa fugaz fue triste—. Lo que no me puedo imaginar es qué es lo que debes de haber hecho para terminar en el infierno. ¿Te has dedicado a cometer asesinatos en mi ausencia?
Le hice una mueca.
—Pues claro que no. Tú no podrías estar conmigo si yo estuviera en el infierno.
Él suspiró.
Se me empezaba a despejar la cabeza. Alejé la vista de su rostro a regañadientes y contemplé la ventana abierta a la oscuridad, y después otra vez a él. Conforme iba recordando detalles, un hormigueo empezó a subirme por la piel hasta llegar a los pómulos, donde noté un ligero y desconocido rubor, mientras lentamente me iba dando cuenta de que Edward estaba realmente conmigo, que se hallaba allí de verdad y que yo estaba perdiendo el tiempo haciendo el idiota.
—Entonces, ¿todo eso ha ocurrido de verdad?
Me resultaba imposible creer que mi sueño se había transmutado en una realidad. No podía retener esa idea en mi mente.
—Eso depende —la sonrisa de Edward todavía era dura—. Si te refieres a que casi nos masacran en Italia, entonces, sí.
—¡Qué extraño! —musité—. He viajado a Italia de verdad. ¿A que no sabías que por el este nunca había pasado más allá de Alburquerque?
Puso los ojos en blanco.
—Quizá deberías dormirte otra vez. No dices más que tonterías.
—Ya no me siento cansada —todo se aclaraba por momentos—. ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Es la una de la madrugada. Así que, unas catorce horas.
Me estiré mientras él hablaba. Estaba muy agarrotada.
—¿Y Charlie? —pregunté.
Edward torció el gesto.
—Duerme. Deberías saber que en este preciso momento me estoy saltando las reglas, aunque no técnicamente, claro, ya que él me dijo que no volviera a traspasar su puerta, y he entrado por la ventana... Pero bueno, al menos la intención era buena.
—¿Charlie te ha echado de casa? —inquirí, mientras la incredulidad se me iba convirtiendo en furia.
Sus ojos estaban tristes.
—¿Acaso esperabas otra cosa?
Se me puso una expresión enloquecida en la mirada. Iba a tener unas cuantas palabritas con mi padre; quizás era un buen momento para recordarle que ya era mayor de edad. En realidad, eso no importaba mucho, pero era una cuestión de principios. La prohibición dejaría de tener sentido dentro de poco. Volví mis pensamientos hacia vías menos dolorosas.
—¿Cuál es la historia? —le pregunté con auténtica curiosidad, pero sin dejar de intentar desesperadamente mantener la conversación en terrenos superficiales. Así, permanecería bajo control, y no podría asustarle con la desesperada ansiedad que me atormentaba ferozmente por dentro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué le voy a decir a Charlie? ¿Qué explicación le voy a dar por haber desaparecido...? Ahora que lo pienso, ¿cuánto tiempo he estado fuera? —intenté hacer un cálculo mental en horas.
—Sólo tres días —entrecerró los ojos, pero esta vez sonrió con mayor naturalidad—. En realidad, albergaba la esperanza de que se te ocurriera alguna buena explicación. Yo no tengo ninguna.
Refunfuñé.
—De fábula.
—Bueno, quizás Alice sea capaz de inventar algo —me ofreció a modo de consuelo.
Y me sentí consolada, desde luego. ¿A quién le importaba con qué tendría que vérmelas más tarde? Cada segundo que él estaba aquí, tan cerca, con su rostro perfecto resplandeciendo a la luz tenue de los números del reloj despertador, era precioso y no debía desperdiciarse.
—Y bueno... —comencé mientras pensaba la pregunta menos importante con la que empezar, aunque no por eso dejara de ser de vital interés. Ya me había traído a casa de una pieza y podría decidir marcharse en cualquier momento. Debía conseguir que no dejara de hablar. Además, este paréntesis, que era como estar en el cielo, no estaría totalmente completo sin el sonido de su voz—, ¿en qué has andado hasta hace tres días?
Su rostro se tornó cauteloso al momento.
—En nada que me entusiasmara excesivamente.
—Claro que no —mascullé.
—¿Por qué pones esa cara?
—Bueno... —fruncí los labios, pensativa—, si, después de todo, sólo fueras un sueño, ésa sería exactamente la clase de respuesta que darías. Mi imaginación no da para mucho, está muy claro.
Suspiró.
—Si te lo cuento, ¿te creerás al fin que no estás viviendo una pesadilla?
—¡Una pesadilla! —repetí con resentimiento. Él esperaba mi respuesta—. Quizá —dije después de pensarlo un momento—, si me lo cuentas.
—Estuve... cazando.
—¿Eso es todo lo que eres capaz de hacer? —le critiqué—. Eso no prueba de ninguna manera que esté despierta.
Vaciló y después habló lentamente, eligiendo las palabras con cuidado.
—No estuve de caza para alimentarme. En realidad, ponía a prueba mi habilidad... en el rastreo. Y no soy nada bueno.
—¿Y qué fue lo que estuviste rastreando? —le pregunté, intrigada.
—Nada de importancia —sus ojos no parecían estar en consonancia con su expresión; parecía enfadado e incómodo.
—No te entiendo.
Dudó; su rostro se debatía, brillando bajo la extraña luz verde del reloj.
—Yo... —inspiró hondo—. Te debo una disculpa. No, sin duda, te debo mucho más, muchísimo más que eso, pero has de saber que yo no tenía ni idea... —sus palabras empezaron a fluir con mucha rapidez, del modo que yo recordaba que hablaba cuando se ponía nervioso, y tuve que concentrarme para captarlas todas—. No me di cuenta del desastre que dejaba a mis espaldas. Pensé que te dejaba a salvo. Totalmente a salvo. No tenía ni idea de que volvería Victoria... —sus labios se contrajeron al pronunciar ese nombre—. Debo admitir que presté más atención a los pensamientos de James que a los de ella cuando la vi aquella vez y, por consiguiente, fui incapaz de prever esa clase de reacción por su parte y de descubrir que ella tenía un lazo tan fuerte con él. Creo que me he dado cuenta ahora de que Victoria confiaba tanto en él que jamás pensó que pudiera sucumbir, ni se le pasó por la imaginación. Quizá fue ese exceso de confianza el que nubló sus sentimientos por él y lo que me impidió darme cuenta de la profundidad del lazo que los unía.
»Pero, de cualquier modo, no tengo excusa alguna por haber permitido que te enfrentaras sola a todo eso. Cuando oí lo que le contaste a Alice, e incluso lo que ella vio por sí misma, cuando me di cuenta de que habías tenido que poner tu vida en manos de hombres lobo, esas criaturas inmaduras y volubles, lo peor que ronda por ahí fuera aparte de Victoria... —se estremeció y el torrente de palabras se detuvo por un momento—. Por favor, créeme cuando te digo que no tenía ni idea de todo esto. Se me revuelven las tripas hasta lo más profundo, incluso ahora, cuando puedo verte segura en mis brazos. No tengo ni la más remota disculpa en...
—Para, para —le interrumpí.
Me miró con ojos llenos de sufrimiento y yo procuré elegir las palabras adecuadas, aquellas que le liberaran de la obligación que se había creado y que le estaba causando tanto dolor. Eran palabras muy difíciles de pronunciar. No sabía si sería capaz de decirlas sin romperme en pedazos, pero yo quería hacerlo bien. No deseaba convertirme en una fuente de culpa y angustia en su vida. El tenía que ser feliz, y no me importaba qué precio hubiera de pagar yo.
En realidad, había albergado la esperanza de no verme en la obligación de sacar a colación esto en nuestra última conversación. Sólo iba a conseguir que todo terminara mucho antes.
Recurriendo a todos los meses de práctica que había pasado intentando comportarme de un modo normal con Charlie, mantuve mi rostro tranquilo.
—Edward —comencé. Su nombre me quemó la garganta un poco mientras lo pronunciaba. Podía sentir aún el espectro de mi agujero en el pecho, a la espera de reabrirse en toda su extensión en cuanto él se marchara. No tenía nada claro cómo iba a conseguir sobrevivir esta vez—, esto tiene que terminar ya. No puedes ver las cosas de esa manera. No puedes permitir que esa... culpa... gobierne tu vida. No tienes por qué asumir la responsabilidad de las cosas que me han ocurrido aquí. Nada de esto ha sucedido por tu causa, sólo es parte de las cosas que me suelen pasar a mí en la vida. Así que si tropiezo delante de un autobús o lo que sea que me ocurra la próxima vez, has de ser consciente de que no es cosa tuya asumir la culpa. No tienes por qué salir corriendo hacia Italia porque te sientas mal por no haberme salvado. Incluso si yo hubiera saltado de ese acantilado para matarme, ésa habría sido mi elección y, desde luego, no tu responsabilidad. Sé que está en tu... naturaleza el cargar con las culpas de todo, pero de verdad... ¡no tienes por qué llevarlo hasta ese extremo! Es de lo más irresponsable por tu parte no haber pensado en Carlisle, Esme y...
Estaba a punto de perderlo. Hice una pausa para respirar profundamente con la esperanza de que eso me calmara. Tenía que liberarle. Debía asegurarme de que esto no volviera a ocurrir otra vez.
—Isabella Marie Swan —susurró él, mientras le cruzaba por el rostro la más extraña de las expresiones. Parecía haberse vuelto loco—, pero ¿tú te crees que le pedí a los Vulturis que me mataran porque me sentía culpable?
Sentí cómo afloraba a mi rostro la más absoluta incomprensión.
—¿Ah, no?
—Me sentía culpable, de una forma muy intensa. Más de lo que tú podrías llegar a comprender.
—Entonces, ¿qué estás diciendo? No te entiendo.
—Bella, me marché con los Vulturis porque pensé que habías muerto —dijo con miel en la voz pero con rabia en los ojos—. Incluso aunque yo no hubiera tenido nada que ver con tu muerte... —se estremeció al pronunciar la última palabra—. Me hubiera ido a Italia aunque no hubiera ocurrido por culpa mía. Es obvio que debería haber sido más cuidadoso, tendría que haberle preguntado a Alice directamente, en lugar de aceptarlo de labios de Rosalie, de segundas. Pero vamos a ver... ¿Qué se suponía que debía pensar cuando el chico dijo que Charlie estaba en el funeral? ¿Cuáles eran las probabilidades?
»Las probabilidades... —murmuró entonces, distraído. Su voz sonaba tan baja que no estaba segura de haberle oído bien—. Las probabilidades siempre están amafiadas en contra nuestra. Error tras error. No creo que vuelva a criticar nunca más a Romeo.
—Pero hay algo que aún no entiendo —dije—, y ése es el punto más importante de la cuestión: ¿y qué?
—¿Perdona?
—¿Y qué pasaba si yo había muerto?
Me miró dudando durante un momento muy largo antes de contestar.
—¿No recuerdas nada de lo que te he dicho desde que nos conocimos?
—Recuerdo todo lo que me has dicho.
Claro que me acordaba... incluyendo las palabras que negaban todo lo anterior.
Rozó con la yema de su frío dedo mi labio inferior.
—Bella, creo que ha habido un malentendido —cerró los ojos mientras movía la cabeza de un lado a otro con media sonrisa en su rostro hermoso, y no era una sonrisa feliz—. Pensé que ya te lo había explicado antes con claridad. Bella, yo no puedo vivir en un mundo donde tú no existas.
—Estoy... —la cabeza me dio vueltas mientras buscaba la expresión adecuada—. Estoy hecha un lío —ésa iba bien, ya que no le encontraba sentido a sus palabras.
Me miró profundamente a los ojos con una mirada seria y honesta.
—Soy un buen mentiroso, Bella, tuve que serlo.
Me quedé helada, y los músculos se me contrajeron como si hubiera sufrido un golpe. La línea que marcaba el agujero de mi pecho se estremeció y el dolor que me produjo me dejó sin aliento.
Me sacudió por los hombros, intentando relajar mi rígida postura.
—¡Déjame acabar! Soy un buen mentiroso, pero desde luego, tú tienes tu parte de culpa por haberme creído con tanta rapidez—hizo un gesto de dolor—. Eso fue... insoportable.
Esperé, todavía paralizada.
—Te refieres a cuando estuvimos en el bosque, cuando me dijiste adiós...
No podía permitirme el recordarlo. Luché por mantenerme en el momento presente. Edward susurró:
—No ibas a dejar que lo hiciera por las buenas. Me daba cuenta. Yo no deseaba hacerlo, creía que me moriría si lo hacía, pero sabía que si no te convencía de que ya no te amaba, habrías tardado muy poco en querer acabar con tu vida humana. Tenía la esperanza de que la retomarías si pensabas que me había marchado.
—Una ruptura limpia —susurré a través de los labios inmóviles.
—Exactamente. Pero ¡nunca imaginé que hacerlo resultaría tan sencillo! Pensaba que sería casi imposible, que te darías cuenta tan fácilmente de la verdad que yo tendría que soltar una mentira tras otra durante horas para apenas plantar la semilla de una duda en tu cabeza. Mentí y lo siento mucho, muchísimo, porque te hice daño, y lo siento también porque fue un esfuerzo que no mereció la pena. Siento que a pesar de todo no pudiera protegerte de lo que yo soy. Mentí para salvarte, pero no funcionó. Lo siento.
»Pero ¿cómo pudiste creerme? Después de las miles de veces que te dije lo mucho que te amaba, ¿cómo pudo una simple palabra romper tu fe en mí?
Yo no contesté. Estaba demasiado paralizada para darle forma a una respuesta racional.
—Vi en tus ojos que de verdad creías que ya no te quería. La idea más absurda, más ridícula, ¡como si hubiera alguna manera de que yo pudiera existir sin necesitarte!
Seguía helada. Sus palabras me parecían incomprensibles, porque eran imposibles.
Me sacudió el hombro otra vez, sin fuerza, pero lo suficiente para que me castañetearan un poco los dientes.
—Bella —suspiró—. ¡Dime de una vez qué es lo que estás pensando!
En ese momento rompí a llorar. Las lágrimas me anegaron los ojos, los desbordaron y me inundaron las mejillas.
—Lo sabía —sollocé—. Sabía que estaba soñando...
—Eres imposible —comentó y soltó una carcajada breve, seca y frustrada—. ¿De qué manera te puedo explicar esto para que me creas? No estás dormida ni muerta. Estoy aquí y te quiero. Siempre te he querido y siempre te querré. Cada segundo de los que estuve lejos estuve pensando en ti, viendo tu rostro en mi mente. Cuando te dije que no te quería… ésa fue la más negra de las blasfemias.
Sacudí la cabeza mientras las lágrimas continuaban cayendo desde las comisuras de mis ojos.
—No me crees, ¿verdad? —susurró, con el rostro aún más pálido de lo habitual—. Puedo verlo incluso con esta luz. ¿Por qué te crees la mentira y no puedes aceptar la verdad?
—Nunca ha tenido sentido que me quisieras —le expliqué, y la voz se me quebró dos veces—. Siempre lo he sabido.
Sus ojos se entrecerraron y se le endureció la mandíbula.
—Te probaré que estás despierta —me prometió.
Me sujetó la cabeza entre sus dos manos de hierro, ignorando mis esfuerzos cuando intenté volver la cabeza hacia otro lado.
—Por favor, no lo hagas —susurré.
Se detuvo con los labios a unos centímetros de los míos.
—¿Por qué no? —inquirió. Su aliento acariciaba mi rostro, haciendo que la cabeza me diera vueltas.
—Cuando me despierte... —él abrió la boca para protestar, de modo que me corregí—. ¡Vale, olvídalo! Rectifico: cuando te vayas otra vez, ya va a ser suficientemente duro sin esto.
Retrocedió unos centímetros para examinar mi rostro.
—Ayer, cuando te toqué, estabas tan... vacilante, tan cautelosa. Y todo sigue igual. Necesito saber por qué. ¿Acaso ya es demasiado tarde? ¿Quizá te he hecho demasiado daño? ¿Es porque has cambiado, como yo te pedí que hicieras? Eso sería... bastante justo. No protestaré contra tu decisión. Así que no intentes no herir mis sentimientos, por favor; sólo dime ahora si todavía puedes quererme o no, después de todo lo que te he hecho. ¿Puedes? —murmuró.
—¿Qué clase de pregunta idiota es ésa?
—Limítate a contestarla, por favor.
Le miré con aspecto enigmático durante un rato.
—Lo que siento por ti no cambiará nunca. Claro que te amo y ¡no hay nada que puedas hacer contra eso!
—Es todo lo que necesitaba escuchar.
En ese momento, su boca estuvo sobre la mía y no pude evitarle. No sólo porque era miles de veces más fuerte que yo, sino porque mi voluntad quedó reducida a polvo en cuanto se encontraron nuestros labios. Este beso no fue tan cuidadoso como los otros que yo recordaba, lo cual me venía la mar de bien. Si luego iba a tener que pagar un precio por él, lo menos que podía hacer era sacarle todo el jugo posible.
Así que le devolví el beso con el corazón latiéndome a un ritmo irregular, desbocado, mientras mi respiración se transformaba en un jadeo frenético y mis manos se movían avariciosas por su rostro. Noté su cuerpo de mármol contra cada curva del mío y me sentí muy contenta de que no me hubiera escuchado, porque no había pena en el mundo que justificara que me perdiera esto. Sus manos memorizaron mi cara, tal como lo estaban haciendo las mías y durante los segundos escasos que sus labios estuvieron libres, murmuró mi nombre.
Se apartó cuando empecé a marearme, sólo para poner su oído contra mi corazón.
Yo me quedé quieta allí, aturdida, esperando a que los jadeos se ralentizaran y desaparecieran.
—A propósito —dijo como quien no quiere la cosa—. No voy a dejarte.
No le respondí, y él pareció percibir el escepticismo en mi silencio.
Alzó su rostro hasta trabar su mirada en la mía.
—No me voy a ir a ninguna parte. Al menos no sin ti —añadió con más seriedad—. Sólo te dejé porque quería que tuvieras la oportunidad de llevar una vida feliz como una mujer normal. Me daba cuenta de lo que te estaba haciendo al mantenerte siempre al borde del peligro, apartándote del mundo al que perteneces, arriesgando tu vida cada minuto que estaba contigo. Así que tuve que intentarlo. Debía hacer algo, y me pareció que marcharme era lo mejor. Jamás hubiera sido capaz de irme de no haber creído que estarías mejor sin mí. Soy demasiado egoísta. Sólo tú eres más importante que cualquier cosa que yo quiera... o necesite. Todo lo que yo quiero o necesito es estar contigo y sé que nunca volveré a tener fuerzas suficientes para marcharme otra vez. Tengo demasiadas excusas para quedarme, ¡y gracias al cielo por eso! Parece que es imposible que estés a salvo, no importa cuántos kilómetros ponga entre los dos.
—No me prometas nada —mascullé. Si me permitía concebir esperanzas y luego terminaban en nada... eso me mataría. Todos esos vampiros sin piedad no habían sido capaces de acabar conmigo, pero la esperanza haría el trabajo mucho mejor.
La ira brilló metálica en sus ojos negros.
—¿Crees que te estoy mintiendo ahora?
—No. No me estás mintiendo —sacudí la cabeza, intentando pensar en el asunto de forma coherente. Quería examinar la hipótesis de que él me quería, pero sin dejar de ser objetiva, casi de modo clínico, para no caer en la trampa de la esperanza—. Realmente lo crees... ahora, pero ¿qué pasará mañana cuando pienses en todas esas razones que has mencionado en primer lugar? ¿O el próximo mes, cuando Jasper intente atacarme?
Se estremeció.
Recordé otra vez aquellos últimos días antes de que él me dejara, intentando mirarlos desde el punto de vista de lo que me estaba contando ahora. Con esta nueva perspectiva, sus inquietantes y fríos silencios de entonces adquirían un significado diferente si me hacía a la idea de que me había dejado amándome, que me había dejado por mi bien.
—No es como si hubieras cambiado de idea al respecto, ¿a que no? —adiviné—. Terminarás haciendo lo que crees que es correcto.
—No soy tan fuerte como tú pareces creer —comentó él—. Lo que estaba bien o mal había dejado de tener importancia para mí; pensaba regresar de todas maneras. Antes de que Rosalie me comunicara la noticia, yo ya intentaba sobrevivir como podía de una semana a otra, a veces sólo de un día para otro. Luchaba por pasar como pudiera cada hora. Nada más era cuestión de tiempo, y no quedaba ya mucho, que apareciera en tu ventana y te suplicara que me dejaras volver. Estaré encantado de suplicártelo si así lo quieres.
Hice una mueca.
—Habla en serio, por favor.
—Lo estoy haciendo —insistió con la mirada resplandeciente ahora—. ¿Querrás hacerme el favor de escuchar mis palabras? ¿Me dejarás que intente explicarte cuánto significas para mí?
Esperó, estudiando mi rostro mientras hablaba para asegurarse de que le estaba escuchando de verdad.
—Bella, mi vida era como una noche sin luna antes de encontrarte, muy oscura, pero al menos había estrellas, puntos de luz y motivaciones... Y entonces tú cruzaste mi cielo como un meteoro. De pronto, se encendió todo, todo estuvo lleno de brillantez y belleza. Cuando tú te fuiste, cuando el meteoro desapareció por el horizonte, todo se volvió negro. No había cambiado nada, pero mis ojos habían quedado cegados por la luz. Ya no podía ver las estrellas. Y nada tenía sentido.
Quería creerle, pero lo que estaba describiendo era mi vida sin él y no al revés.
—Se te acostumbrarán los ojos —farfullé.
—Ése es justo el problema, no pueden.
—¿Y qué pasa con tus distracciones?
Se rió sin traza de alegría.
—Eso fue parte de la mentira, mi amor. No había distracción posible ante la... agonía. Mi corazón no ha latido durante casi noventa años, pero esto era diferente. Era como si hubiera desaparecido, como si hubiera dejado un vacío en su lugar, como si hubiera dejado todo lo que tengo dentro aquí, contigo.
—Qué divertido —murmuré.
Enarcó una ceja perfecta.
—¿Divertido?
—En realidad debería decir extraño, porque parece que describieras cómo me he sentido yo. También notaba que me faltaban piezas por dentro. No he sido capaz de respirar a fondo desde hace mucho tiempo —llené los pulmones, disfrutando casi lujuriosamente de la sensación—. Y el corazón... Creí que lo había perdido definitivamente.
Cerró los ojos y apoyó el oído otra vez sobre mi corazón. Apreté la mejilla contra su pelo, sentí su textura en mi piel y aspiré su delicioso perfume.
—¿No encontraste el rastreo entretenido, entonces? —le pregunté, curiosa y quizás necesitada de distraerme yo. Me encontraba en serio peligro de que mis esperanzas volvieran. No las iba a poder contener mucho más. Mi corazón latía fuerte, cantando en mi pecho.
—No —suspiró él—. Eso no fue una distracción nunca. Era una obligación.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que aunque nunca esperé ningún peligro procedente de Victoria, no la iba a dejar escaparse con... Bueno, como te dije, se me da fatal. La rastreé hasta Texas, pero después seguí una pista falsa hasta Brasil, y en realidad ella lo que hizo fue venir aquí —gruñó—. ¡Ni siquiera estaba en el continente correcto! Y mientras tanto, el peor de mis peores temores...
—¿Estuviste dando caza a Victoria? —casi pegué un grito en el momento en que encontré mi voz, que se alzó lo menos dos octavas.
Los ronquidos lejanos de Charlie se interrumpieron un momento y luego recuperaron de nuevo su cadencia regular.
—No lo hice bien —contestó al tiempo que estudiaba mi expresión indignada con una mirada confusa—, pero esta vez me saldrá mejor. Ella no va disfrutar del placer de respirar tranquila durante mucho tiempo.
—Eso... eso queda fuera de consideración —conseguí controlarme y recuperar la respiración. Qué locura. Incluso si Jasper o Emmett le ayudaran. Bueno, incluso aunque Jasper y Emmett le ayudaran. Esto era peor que cualquier otra cosa que yo pudiera imaginar; como por ejemplo, a Jacob Black de pie, a corta distancia de la pérfida figura felina de Victoria. No soportaba la idea de imaginar a Edward allí, incluso aunque él pareciera mucho más resistente que mi mejor amigo medio humano.
—Es demasiado tarde para ella. No debí dejar que se me escapara la otra vez, pero ahora no, no después de...
Le interrumpí otra vez, intentando sonar tranquila.
—¿No me acabas de prometer ahora mismo que no me ibas a dejar? —le pregunté, luchando contra las palabras mientras las decía, intentando no dejarlas enraizar en mi corazón—. Eso no es precisamente algo compatible con una larga expedición de rastreo, ¿no?
Él frunció el ceño. Un gruñido lento se le escapó del pecho.
—Mantendré mi promesa, Bella, pero Victoria va a morir —el gruñido se acentuó—. Pronto.
—No te precipites —le contesté mientras intentaba ocultar mi pánico—. Quizás ella no vuelva. Quizás la haya asustado la manada de Jake. En realidad, no hay razón ninguna para ir tras ella. Además, tengo un problema mayor que Victoria.
Los ojos de Edward se entrecerraron, pero asintió.
—Es verdad. Los licántropos son una complicación.
Bufé.
—No estaba hablando de Jacob. Mi problema es bastante más grande que un puñado de lobos adolescentes en busca de líos.
Edward me miró como si fuera a decir algo y luego se lo pensó mejor. Sus dientes sonaron cuando los cerró y habló a través de ellos.
—¿De verdad? —me preguntó—. Entonces, ¿cuál es tu mayor problema? Si el hecho de que Victoria vuelva a buscarte te parece algo irrelevante en comparación, ¿qué puede ser?
—Digamos que es el segundo de mis peores problemas —intenté evadir la cuestión.
—De acuerdo —asintió él, suspicaz.
Hice una pausa. No estaba segura de si podría mencionarlos.
—Hay otros que vendrán a por mí —le recordé con un susurro sofocado.
Él suspiró, pero su reacción no fue todo lo fuerte que yo habría supuesto después de haber visto cómo se tomaba lo de Victoria.
—¿Los Vulturis son sólo el segundo de esos problemas?
—No parece que te preocupen mucho —le hice notar.
—Bueno, tenemos bastante tiempo para pensarlo. El tiempo tiene un significado muy distinto para ellos y para ti, o incluso para mí. Ellos cuentan los años como tú los días. No me sorprendería que hubieras cumplido los treinta antes de que volvieran a acordarse de ti —añadió en tono ligero.
El horror me invadió.
Treinta.
Así que al final, sus promesas no significaban nada en realidad.. Si él pensaba que yo llegaría algún día a cumplir los treinta era porque no podía estar planeando quedarse demasiado tiempo. El dolor hondo que me causó esta idea me hizo comprender que ya había comenzado a concebir esperanzas a pesar de no habérmelas permitido.
—No tienes por qué temer —me dijo, lleno de ansiedad conforme vio que las lágrimas volvían a brotar del borde de mis párpados—. No les dejaré que te hagan daño.
—Mientras estés aquí —y no es que me preocupara mucho lo que ocurriera cuando él se hubiera marchado.
Me tomó el rostro entre sus dos manos pétreas, sujetándolo con fuerza mientras sus ojos de medianoche se zambullían en los míos con la fuerza gravitacional de un agujero negro.
—Nunca te dejaré de nuevo.
—Pero has dicho treinta —farfullé, mientras las lágrimas se asomaban al borde de mis párpados—. ¿Y qué? Te quedarás, pero me dejarás envejecer de todos modos. Muy bonito.
Sus ojos se dulcificaron aunque su boca endureció el gesto.
—Eso es exactamente lo que voy a hacer. ¿Qué otra elección tengo? No puedo estar sin ti, pero no voy a destruir tu alma.
—Y eso es porque... —intenté mantener la voz calmada, pero esta cuestión era demasiado dura para mí. Recordé su rostro cuando Aro casi le suplicó que considerara la idea de hacerme inmortal. La mirada de repulsión que le dirigió. ¿Tenía que ver esa fijación de mantenerme humana realmente sólo con mi alma, o era porque no estaba seguro de que querría tenerme a su lado todo el tiempo?
—¿Sí? —inquirió, esperando mi pregunta.
Sin embargo, le pregunté otra cosa distinta. Casi igual de difícil para mí.
—Pero ¿qué pasará cuando me haga tan vieja que la gente piense que soy tu madre? ¿O tu abuela?
Mi voz temblaba por el espanto, todavía podía ver el rostro de la abuelita en el espejo del sueño. Todo su rostro se había suavizado ahora. Me limpió las lágrimas de las mejillas con los labios.
—Eso no me importa —musitó contra mi piel—. Siempre serás la cosa más hermosa que haya en mi mundo. Claro que... —él dudó, estremeciéndose ligeramente—, si te haces mayor que yo y necesitas algo más... lo comprenderé, Bella. Te prometo que no me cruzaré en tu camino si alguna vez quieres dejarme.
Sus ojos brillaban como el ónice líquido y eran completamente sinceros. Hablaba como si hubiera pasado montones de tiempo reflexionando para trazar ese plan tan necio.
—Supongo que te das cuenta de que al final también me moriré —le exigí.
También parecía haber pensado en eso.
—Te seguiré tan pronto como pueda.
—Ese plan es totalmente... —busqué la palabra correcta— enfermizo.
—Bella, es el único camino correcto que nos queda...
—Retrocedamos un minuto —le dije; enfadarme hacía que me resultara mucho más fácil ser clara, contundente—. Recuerdas a los Vulturis, ¿verdad? No puedo permanecer humana para siempre. Ellos me matarán. Incluso si no piensan en mí hasta que cumpla los treinta —mascullé la cifra—, ¿crees sinceramente que se olvidarán?
—No —respondió despacio, sacudiendo la cabeza—. No olvidarán. Pero...
—¿Pero?
Sonrió ampliamente mientras le miraba con tristeza. Quizá yo no era la única que estaba loca.
—Tengo unos cuantos planes.
—Y esos planes —comenté mientras mi voz se volvía cada vez más ácida con cada palabra—, esos planes se centran todos en mantenerme humana.
Mi actitud hizo que su expresión se endureciera.
—Naturalmente.
Su tono era brusco y su rostro divino mostraba arrogancia. Nos fulminamos con la mirada el uno al otro durante un minuto largo.
Entonces, respiré hondo y cuadré los hombros. Le empujé los brazos para poder sentarme.
—¿Quieres que me vaya? —me preguntó y mi corazón palpitó con fuerza al ver que esa idea le hería, aunque intentaba no demostrarlo.
—No —le contesté—. Soy yo la que se va.
Me miró con suspicacia mientras salía de la cama y deambulaba de un lado para otro de la habitación en busca de mis zapatos.
—¿Puedo preguntarte adónde vas? —inquirió.
—Voy a tu casa —le dije, todavía andando de un sitio para otro a ciegas.
Él se levantó y se acercó a mí.
—Aquí están tus zapatos. ¿Y cómo planeas llegar hasta allí?
—En mi coche.
—Eso probablemente despertará a Charlie —me ofreció la idea como un elemento disuasorio.
Suspiré.
—Ya lo sé, pero para serte sincera, tal como están las cosas, estaré encerrada durante semanas. ¿Cuántos problemas más me puedo acarrear?
—Ninguno. Me echará la culpa a mí, no a ti.
—Si tienes una idea mejor, soy toda oídos.
—Quédate aquí —sugirió, aunque su expresión no mostraba mucha esperanza al respecto.
—Mala suerte, pero ¡adelante! Quédate y siéntete como en tu casa —le animé, sorprendida de lo natural que sonaba mi broma y me dirigí a la puerta.
Él ya estaba allí, delante de mí, bloqueándome el camino.
Fruncí el ceño y me volví hacia la ventana. No estaba tan lejos del suelo y había bastante hierba justo debajo...
—Bien —suspiró—. Te llevaré.
Me encogí de hombros.
—Como quieras. De todas maneras, probablemente tú también deberías estar presente.
—¿Y eso por qué?
—Porque tienes opiniones para todo y estoy segura de que querrás una oportunidad para hacer alarde de unas cuantas.
—¿Opiniones respecto a qué...? —preguntó entre dientes.
—Esto no es algo que tenga ya sólo que ver contigo. No eres el centro del universo, ¿sabes? —en lo que se refería a mi propio universo, quizás, fuera otra cuestión—. Tal vez tu familia tenga algo que decir si vas a conseguir que se nos echen encima los Vulturis por algo tan estúpido como que yo continúe siendo humana.
—¿Decir... sobre... qué? —preguntó, separando cuidadosamente las palabras.
—Sobre mi mortalidad. La voy a someter a votación.
La votación
No estaba complacido, eso saltaba a la vista sólo con mirarle a la cara, pero me tomó en brazos sin discutir más y saltó ágilmente desde mi ventana para aterrizar en el más absoluto silencio, como un gato. Había más altura de la que pensaba.
—Entonces de acuerdo —dijo con una voz rabiosa que expresaba su desaprobación—. Sube.
Me ayudó a encaramarme a su espalda y echó a correr. Me pareció algo habitual incluso después de haber transcurrido tanto tiempo. Resultaba fácil. Evidentemente, era algo que nunca se olvidaba, como ir en bici.
Mientras él atravesaba el bosque corriendo, con la respiración lenta y acompasada, todo permaneció en calma y a oscuras, tanto que apenas veíamos los árboles cuando pasábamos como un bólido delante de ellos. Sólo el azote del viento en el rostro daba verdadera medida de la velocidad a la que íbamos. El aire era húmedo y no me quemaba los ojos como lo había hecho en la gran plaza, lo cual suponía un alivio. La negrura me parecía conocida y protectora, igual que el grueso edredón debajo del cual jugaba de niña.
Me acordé de cómo solían asustarme aquellas carreras por el bosque, y también de que cerraba los ojos. Ahora se me antojaba una reacción estúpida. Mantuve los ojos abiertos y apoyé el mentón en su hombro, rozando su cuello con la mejilla.
La velocidad resultaba tonificante. Cien veces mejor que la moto.
Volví mi cara hacia él y apreté los labios sobre la piel —fría como la piedra— de su cuello.
—Gracias —dijo mientras dejábamos atrás las vagas siluetas oscuras de los árboles—. ¿Significa eso que has decidido que estás despierta?
Me reí. Mi risa sonaba fácil, natural, fluida. Sonaba bien.
—En realidad, no. Más bien, todo lo contrario. Voy a intentar no despertar, al menos, no esta noche.
—No sé cómo, pero volveré a ganarme tu confianza —murmuró, en su mayor parte para él—. Aunque sea lo último que haga.
—Confío en ti —le aseguré—, pero no en mí.
—Explica eso, por favor.
Ralentizó el ritmo hasta limitarse a andar —sólo me di cuenta porque cesó el viento— y supuse que no debíamos de estar lejos de la casa. De hecho, me pareció distinguir en medio de la oscuridad el sonido del río mientras fluía en algún lugar cercano.
—Bueno... —me devané los sesos para encontrar la forma adecuada de expresarlo—. No confío en que yo, por mí misma, reúna méritos suficientes para merecerte. No hay nada en mí capaz de retenerte.
Se detuvo y se estiró para bajarme de la espalda. Sus manos suaves no me soltaron después de dejarme en el suelo y me abrazó con fuerza, apretándome contra su pecho.
—Me retendrás de forma permanente e inquebrantable —susurró—. Nunca lo dudes.
Ya, pero ¿cómo no iba a tener dudas?
—Al final no me lo has dicho... —musitó él.
—¿El qué?
—Cuál era tu gran problema.
—Te dejaré que lo adivines —suspiré mientras alzaba la mano para tocarle la punta de la nariz con el dedo índice.
Asintió con la cabeza.
—Soy peor que los Vulturis —dijo en tono grave—. Supongo que me lo merezco.
Puse los ojos en blanco.
—Lo peor que los Vulturis pueden hacer es matarme —esperó, tenso—. Tú puedes dejarme —le expliqué—. Los Vulturis o Victoria no pueden hacer nada en comparación con eso.
Incluso en la penumbra, atisbé la angustiada crispación de su rostro. Me recordó la expresión que adoptó cuando Jane le torturó. Me sentí mal y lamenté haberle dicho la verdad.
—No —susurré al tiempo que le acariciaba la cara—, no estés triste.
Curvó las comisuras de los labios en una sonrisa tan carente de alegría que no llegó a sus ojos.
—Sólo hay una forma de hacerte ver que no puedo dejarte —susurró—. Supongo que no hay otro modo de convencerte que el tiempo.
La idea del tiempo me agradó.
—Vale —admití.
Su rostro seguía martirizado, así que intenté distraerle con tonterías sin importancia.
—Bueno, ahora que vas a quedarte, ¿puedo recuperar mis cosas? —le pregunté con el tono de voz más desenfadado del que fui capaz.
Mi intento funcionó en gran medida: se rió, pero el sufrimiento no desapareció de sus ojos.
—Tus cosas nunca desaparecieron —me dijo—. Sabía que obraba mal, dado que te había prometido paz sin recordatorio alguno. Era estúpido e infantil, pero quería dejar algo mío junto a ti. El CD, las fotografías, los billetes de avión... todo está debajo de las tablas del suelo.
—¿De verdad?
Asintió. Parecía levemente reconfortado por mi evidente alegría ante este hecho tan trivial, aunque no bastó para borrar el dolor de su rostro por completo.
—Creo —dije lentamente—, no estoy segura, pero me pregunto... Quizá lo he sabido todo el tiempo.
—¿Qué es lo que sabías?
Sólo pretendía alejar el sufrimiento de sus ojos, pero las palabras sonaron más veraces de lo que esperaba cuando las pronuncié.
—Una parte de mí, tal vez fuera mi subconsciente, jamás dejó de creer que te seguía importando que yo viviera o muriera. Ese es el motivo por el que oía las voces.
Se hizo un silencio absoluto durante un momento.
—¿Voces? —repitió con voz apagada.
—Bueno, sólo una, la tuya. Es una larga historia —la desconfianza de sus facciones me hizo desear no haber sacado el tema a colación. ¿Pensaría él, como todos los demás, que estaba loca? ¿Tenían razón en ese punto? Pero al menos desapareció de su rostro la expresión de que algo iba a arder.
—Tengo tiempo de sobra —repuso de forma forzada, pero sin alterar la voz.
—Es bastante patético.
Esperó.
No estaba segura de cuál podía ser la mejor forma de explicárselo.
—¿Recuerdas lo que dijo Alice sobre los deportes de alto riesgo?
Pronunció las palabras sin inflexión ni énfasis de ningún tipo:
—Saltaste desde un acantilado por diversión.
—Esto... Cierto, y antes que eso, monté en moto...
—¿En moto? —inquirió. Conocía su voz lo bastante bien para detectar cuándo se cocía algo detrás de su calma aparente.
—Supongo que no le conté a Alice esa parte.
—No.
—Bueno, sobre eso... Mira, descubrí que te recordaba con mayor claridad cuando hacía algo estúpido o peligroso... —le confesé, sintiéndome completamente chiflada—. Recordaba cómo sonaba tu voz cuando te enfadabas. La escuchaba como si estuvieras a mi lado. En general, intentaba no pensar en ti, pero en momentos como aquéllos no me dolía mucho, era como si volvieras a protegerme, como si no quisieras que resultara herida.
»Y bueno, me preguntaba si la razón de que te oyera con tal nitidez no sería que, debajo de todo eso, siempre supe no habías dejado de quererme...
Tal y como había ocurrido antes, las palabras cobraron poder de convicción a medida que las pronunciaba. Eran sinceras. Una fibra en lo más sensible de mi ser supo que yo decía la verdad.
—Tú... arriesgabas la... vida... para oírme... —dijo con voz sofocada.
—Calla —le atajé—. Espera un segundo. Creo que estoy teniendo una epifanía en estos momentos...
Pensé en la noche de mi primer delirio, la que había pasado en Port Angeles. Había planteado dos opciones —locura o deseo de sentirme realizada— sin ver la tercera alternativa.
Pero ¿qué ocurriría si...?
¿Qué ocurriría si hubiera creído sinceramente que algo era cierto, aunque estuviera totalmente equivocada? ¿Qué sucedería si hubiera estado tan empecinadamente segura de que tenía razón que no me hubiera detenido a considerar la verdad? ¿Qué habría hecho la verdad? ¿Permanecer en silencio o intentar abrirse camino?
La tercera opción era que Edward me amaba. El vínculo establecido entre nosotros dos era de los que ni la ausencia ni la distancia ni el tiempo podían romper, y no importaba que él pudiera ser más especial, guapo, brillante o perfecto que yo, él estaba tan irremediablemente atado como yo, y si yo le iba a pertenecer siempre, eso significaba que él siempre iba a ser mío.
¿Era eso lo que había estado intentado decirme a mí misma?
—¡Vaya!
—¿Bella?
—Ya, vale. Lo entiendo.
—¿En qué consiste tu epifanía...? —me preguntó con voz tensa.
—Tú me amas —dije maravillada. La sensación de convicción y certeza me invadió de nuevo.
Aunque la ansiedad continuó presente en sus ojos, la sonrisa torcida que más me gustaba se extendió por su rostro.
—Con todo mi ser.
Mi corazón se hinchó de tal modo que estuvo a punto de romperme las costillas. Ocupó mi pecho por completo y me obstruyó la garganta dejándome sin habla.
Me quería de verdad igual que yo a él, para siempre. Era sólo el miedo a que yo perdiera mi alma y las demás cosas propias de una existencia humana, eso fue lo que le llevó a intentar con tanta desesperación que yo siguiera siendo una mortal. Comparado con el miedo a que no me quisiera, ese obstáculo —mi alma— casi parecía una menudencia.
Me tomó el rostro entre sus manos heladas y me besó hasta que sentí tal vértigo que el bosque empezó a dar vueltas. Entonces, inclinó su frente sobre la mía y supe que yo no era la única que respiraba más agitadamente de lo normal.
—¿Sabes? Se te da mejor que a mí —me dijo.
—¿El qué?
—Sobrevivir. Al menos, tú lo intentaste. Te levantabas por las mañanas, procurabas llevar una vida normal por el bien de Charlie, y seguiste tu camino. Yo era un completo inútil cuando no estaba rastreando. No podía estar cerca de mi familia ni de nadie más. Me avergüenza admitir que me acurrucaba y dejaba que el sufrimiento se apoderara de mí —esbozó una sonrisa turbada—. Fue mucho más patético que oír voces.
Me sentía profundamente aliviada de que pareciera comprenderlo, me reconfortaba que todo aquello tuviera sentido para él. En todo caso, no me miraba como si estuviera loca. Me miraba como... si me amara.
—Sólo una voz —le corregí.
Se echó a reír y me apretó con fuerza a su costado derecho antes de guiarme hacia delante.
—Por cierto, que en este asunto tan sólo te estoy siguiendo la corriente —hizo un amplio movimiento de mano que abarcaba la negrura de delante, donde se alzaba algo pálido e inmenso; entonces comprendí que se refería a la casa—. Lo que ellos digan no me importa lo más mínimo.
—Ahora, esto también les afecta a ellos.
Se encogió de hombros con indiferencia.
Me guió al interior de la casa a oscuras por la puerta del porche —que estaba abierta— y encendió las luces. La estancia estaba tal y como la recordaba: el piano, los sofás tapizados de blanco y la imponente escalera de color claro. No había polvo ni sábanas blancas.
Edward los llamó por sus nombres sin hablar más alto que en una conversación normal:
—¿Carlisle? ¿Esme? ¿Rosalie? ¿Emmett? ¿Jasper? ¿Alice?
Le oirían.
De pronto, Carlisle estaba junto a mí. Parecía que llevara allí un buen rato.
—Bienvenida otra vez, Bella —sonrió—. ¿Qué podemos hacer por ti en plena madrugada? A juzgar por la hora, supongo que no se trata de una simple visita de cortesía, ¿verdad?
Asentí.
—Me gustaría hablar con todos vosotros enseguida si os parece bien. Se trata de algo importante.
No pude evitar alzar los ojos para ver el rostro de Edward mientras hablaba. Su expresión era crítica, pero resignada. Al volver los ojos hacia Carlisle, vi que también él observaba a Edward.
—Por supuesto —dijo Carlisle—. ¿Por qué no hablamos en la otra habitación?
Carlisle abrió la marcha por el luminoso cuarto de estar y dobló la esquina hacia el comedor al tiempo que encendía las luces. Las paredes eran blancas y los techos altos, igual que el cuarto de estar. En el centro de la habitación, debajo de una araña que pendía a baja altura, había una gran mesa oval de madera lustrada con ocho sillas a su alrededor. Carlisle me ofreció una en la cabecera de la mesa.
Jamás había visto a los Cullen usar la mesa del comedor, era... puro atrezo. Nunca comían en casa.
Vi que no estaba sola en cuanto me di la vuelta para sentarme en la silla. Esme había seguido a Edward, y detrás de ella entró en fila india toda la familia.
Carlisle se sentó a mi derecha y Edward a la izquierda. Todos tomaron asiento en silencio. Alice, que ya estaba en el ajo, me sonreía. Emmett y Jasper parecían curiosos y Rosalie me dirigió una sonrisa disimulada para tantear el terreno. Le respondí con otra igualmente tímida. Me iba a llevar algún tiempo acostumbrarme.
Carlisle hizo un gesto con la cabeza en mi dirección y dijo:
—Tienes el uso de la palabra.
Tragué saliva. Sus intensas miradas me pusieron nerviosa. Edward me tomó de la mano por debajo de la mesa. Le miré de soslayo, pero él observaba a los demás con rostro repentinamente fiero.
—Bueno, espero que Alice os haya contado cuanto sucedió en Volterra —hice una pausa.
—Todo —me aseguró Alice.
Le dirigí una mirada elocuente.
—¿Y lo que está a punto de ocurrir?
—Eso también.
Asintió con la cabeza y yo suspiré aliviada.
—Perfecto; entonces, estamos todos al corriente.
Esperaron pacientemente mientras intentaba ordenar mis ideas.
—Bueno, tengo un problema —comencé—. Alice prometió a los Vulturis que me convertiría en uno de vosotros. Van a enviar a alguien a comprobarlo y estoy segura de que eso es malo, algo que debemos evitar.
»Ahora, esto os afecta a todos —contemplé sus hermosos rostros, dejando el más bello de todos para el final. Una mueca curvaba los labios de Edward—. No voy a imponerme por la fuerza si no me aceptáis, con independencia de que Alice esté o no dispuesta a convertirme.
Esme abrió la boca para intervenir, pero alcé un dedo para detenerla.
—Dejadme terminar, por favor. Todos vosotros sabéis lo que quiero y estoy segura de que también conocéis la opinión de Edward al respecto. Creo que la única forma justa de decidir esto es que todo el mundo vote. Si decidís no aceptarme, bueno, en tal caso, supongo que tendré que volver sola a Italia. No puedo permitir que vengan aquí.
Arrugué la frente al considerar dicha expectativa. Oí el ruido sordo de un gruñido en el pecho de Edward, pero le ignoré.
—Así pues, tened en cuenta que en modo alguno os voy a poner en peligro. Quiero que votéis sí o no sólo al asunto de convertirme en vampira.
Esbocé un atisbo de sonrisa al pronunciar la palabra e hice un gesto a Carlisle para que empezara, pero Edward me interrumpió.
—Un momento.
Le miré con los ojos entrecerrados. Alzó las cejas mientras me estrechaba la mano.
—Tengo algo que añadir antes de que votemos.
Suspiré.
—No creo que debamos ponernos demasiado nerviosos —prosiguió— por el peligro al que se refiere Bella.
Su expresión se animó más. Apoyó la mano libre sobre la mesa reluciente y se inclinó hacia delante.
—Veréis —explicó sin dejar de recorrer la mesa con la mirada mientras hablaba—, había más de una razón por la que no quería estrechar la mano de Aro al final del todo. Se les pasó una cosa por alto y no quería ponerles sobre la pista.
Esbozó una gran sonrisa.
—¿Y qué es? —le instó Alice. Estaba segura de que mi expresión era tan escéptica como la suya.
—Los Vulturis están demasiado seguros de sí mismos, y por un buen motivo. En realidad, no tienen ningún problema para encontrar a alguien cuando así lo deciden —bajó los ojos para mirarme—. ¿Os acordáis de Demetri?
Me estremecí. Él lo tomó como una afirmación.
—Encuentra a la gente, ése es su talento, la razón por la que le mantienen a su lado.
—Ahora bien, estuve hurgando en sus mentes para obtener la máxima información posible todo el tiempo que estuvimos con ellos. Buscaba algo, cualquier cosa que pudiera salvarnos. Así fue cómo me enteré de la forma en que funciona el don de Demetri. Es un rastreador, un rastreador mil veces más dotado que James. Su habilidad guarda una cierta relación con lo que Aro o yo hacemos. Capta el... gusto... No sé cómo describirlo. .. La clave, la esencia de la mente de una persona y entonces la sigue. Funciona incluso a enormes distancias.
—Pero después de los pequeños experimentos de Aro, bueno...
Edward se encogió de hombros.
—Crees que no va a ser capaz de localizarme —concluí con voz apagada.
—Estoy convencido. El confía ciegamente en ese don —Edward se mostraba muy pagado de sí mismo—. Si eso no funciona contigo, en lo que a ti respecta, se han quedado ciegos.
—¿Y qué resuelve eso?
—Casi todo, obviamente. Alice será capaz de revelarnos cuando planean hacernos una visita. Te esconderemos. Quedarán impotentes —dijo con fiero entusiasmo—. Será como buscar una aguja en un pajar.
Él y Emmett intercambiaron una mirada y una sonrisita de complicidad.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
—Te pueden encontrar a ti —le recordé.
Emmett se rió, extendió el brazo sobre la mesa y le tendió el puño a su hermano.
—Un plan estupendo, hermano —dijo con entusiasmo.
—No —masculló Rosalie.
—En absoluto —coincidí.
—Estupendo —comentó Jasper, elogioso.
—Idiotas —murmuró Alice.
Esme se limitó a mirar a Edward.
Me erguí en la silla para atraer la atención de todos. Aquélla era mi reunión.
—En tal caso, de acuerdo. Edward ha sometido una alternativa a vuestra consideración —dije con frialdad—. Votemos.
En este segundo intento empecé por Edward. Sería mejor descartar cuanto antes su opinión.
—¿Quieres que me una a tu familia?
—No de esa forma —me miró con ojos duros y negros como el pedernal—. Quiero que sigas siendo humana.
Asentí una vez con cara de no sentirme afectada por su actitud, y luego continué:
—¿Alice?
—Sí.
—Jasper?
—Sí —respondió con voz grave. Me sorprendió un poco. No estaba muy segura de cuál iba a ser el sentido de su voto, pero contuve mi reacción y proseguí—. ¿Rosalie?
Ella vaciló mientras se mordía la parte inferior de su labio carnoso.
—No —mantuve el rostro impertérrito y volví levemente la cabeza para seguir, pero ella alzó las manos con las palmas por delante—. Déjame explicarme —rogó—. Quiero decir que no tengo ninguna aversión hacia ti como posible hermana, es sólo que... Esta no es la clase de vida que hubiera elegido para mí misma. Me hubiera gustado que en ese momento alguien hubiera votado «no» por mí.
Asentí lentamente y me volví hacia Emmett.
—¡Rayos, sí! —esbozó una sonrisa ancha—. Ya encontraremos otra forma de provocar una lucha con ese Demetri.
No había borrado la mueca de mi cara cuando miré a Esme.
—Sí, por supuesto, Bella. Ya te considero parte de mi familia.
—Gracias, Esme —murmuré, y me volví hacia Carlisle.
De pronto, me puse nerviosa y me arrepentí de no haberle pedido que votara el primero. Estaba segura de que su voto era el de mayor valía, el que importaba más que cualquier posible mayoría.
Carlisle no me miraba a mí.
—Edward —dijo él.
—No —refunfuñó Edward con los dientes apretados y retrajo los labios hasta enseñar los dientes.
—Es la única vía que tiene sentido —insistió Carlisle—. Has elegido no vivir sin ella, y eso no me deja alternativa.
Edward me soltó la mano y se apartó de la mesa. Se marchó del comedor muy indignado sin decir palabra, refunfuñando para sí mismo.
—Supongo que ya conoces el sentido de mi voto —concluyó Carlisle con un suspiro.
Mi mirada aún seguía detrás de Edward.
—Gracias —murmuré.
Un estrépito ensordecedor resonó en la habitación contigua.
Me estremecí y añadí rápidamente.
—Es todo lo que necesitaba. Gracias por querer que me quede. Yo también siento lo mismo por todos vosotros.
Al final de la frase, la voz se me quebró a causa de la emoción. Esme estuvo a mi lado en un abrir y cerrar de ojos y me abrazó con sus fríos brazos.
—Me querida Bella —musitó.
Le devolví el abrazo. Con el rabillo del ojo me percaté de que Rosalie mantenía la vista clavada en la mesa al comprender que mis palabras admitían una doble interpretación.
—Bueno, Alice —dije cuando Esme me soltó—. ¿Dónde quieres que lo hagamos?
Ella me miró fijamente con los ojos dilatados de pánico.
—¡No! ¡No! ¡NO! —bramó Edward que entró como un ciclón en la estancia. Lo tenía en mi cara antes de hubiera tenido tiempo de pestañear, inclinado sobre mí, con el rostro distorsionado por la cólera—. ¿Estás loca? ¿Has perdido el juicio?
Retrocedí con las manos en los oídos.
—Eh... Bella, no me parece que yo esté lista para esto —terció Alice con una nota de ansiedad en la voz—. Necesito prepararme...
—Lo prometiste —le recordé ante la mirada de Edward.
—Lo sé, pero... Bella, de verdad, no sé cómo hacerlo sin matarte.
—Puedes hacerlo —le alenté—. Confío en ti.
Edward gruñó furioso.
Alice negó de inmediato con la cabeza. Parecía atemorizada.
—¿Carlisle?
Me volví para mirarle.
Edward me agarró el rostro con una mano y me obligó a mirarle mientras alargaba la otra mano, extendida hacia Carlisle para detenerle, pero éste hizo caso omiso del gesto y respondió a mi pregunta.
—Soy capaz de hacerlo —me hubiera gustado poder ver su expresión—. No corres peligro de que yo pierda el control.
—Suena bien.
Esperaba que Carlisle hubiera podido entenderme. Resultaba difícil hablar con claridad dada la fuerza con que Edward me sujetaba la mandíbula.
—Espera —me pidió entre dientes—. No tiene por qué ser ahora.
—No hay razón alguna para que no pueda ser ahora —repuse, aunque las palabras resultaron incomprensibles.
—Se me ocurren unas cuantas.
—Naturalmente que sí —contesté con acritud—. Ahora, aléjate de mí.
Me soltó la cara y se cruzó de brazos.
—Charlie va a venir a buscarte aquí dentro de tres horas. No me extrañaría que trajera a sus ayudantes.
—Vendrá con los tres.
Fruncí el ceño.
Ésa era siempre la parte más dura. Charlie, Renée y ahora también Jacob. La gente que iba a perder, las personas a quienes iba a hacer daño. Deseaba que hubiera alguna forma de ser yo la única que sufriera, pero sabía que era del todo imposible.
Por otra parte, les iba a causar más daño permaneciendo humana: al poner en peligro constante a Charlie a causa de nuestra proximidad, a Jacob, ya que iba a arrastrar a sus enemigos a la tierra que él se sentía llamado a proteger, y a Renée... Ni siquiera podía arriesgarme a visitar a mi propia madre por miedo a llevar conmigo mis mortíferos problemas.
Sin duda yo era un imán para el peligro. Lo tenía más que asumido.
Una vez aceptado esto, era consciente de mi necesidad de ser capaz de cuidarme por mí misma y proteger a quienes amaba, incluso aunque eso supusiera no estar con ellos. Debía ser fuerte.
—Sugiero que pospongamos esta conversación en aras de seguir pasando desapercibidos —dijo Edward, que seguía hablando con los dientes apretados, pero ahora se dirigía a Carlisle—. Al menos, hasta que Bella termine el instituto y se marche de casa de Charlie.
—Es una petición razonable, Bella —señaló Carlisle.
Pensé en la reacción de mi padre al despertarse por la mañana, después de lo que había sufrido con la pérdida de Harry, cuando también yo se las había hecho pasar canutas al desaparecer sin dar explicaciones. Encontraría mi cama vacía... Charlie se merecía algo mejor y sólo se trataba de retrasarlo un poco más, ya que la graduación no estaba lejana...
Fruncí los labios.
—Lo consideraré.
Edward se relajó y dejó de apretar los dientes.
—Lo mejor sería que te llevara a casa —dijo, ahora más sereno, pero se veía claro que tenía prisa por sacarme de allí—. Sólo por si Charlie se despierta pronto.
Miré a Carlisle.
—¿Después de la graduación?
—Tienes mi palabra.
Respiré hondo, sonreí y me volví hacia Edward.
—Vale, puedes llevarme a casa.
Edward me sacó de la casa antes de que Carlisle pudiera prometerme nada más. Me sacó de espaldas, por lo que no conseguí ver qué se había roto en el comedor.
El viaje de regreso fue silencioso. Me sentía triunfal y un poco pagada de mí misma. También estaba muerta de miedo, por supuesto, pero intenté no pensar en esa parte. No hacía ningún bien preocupándome por el dolor —físico o emocional—, así que no lo hice. No hasta que fuera totalmente necesario.
Edward no se detuvo al llegar a mi casa. Subió la pared a toda pastilla y entró por mi ventana en una fracción de segundo. Luego, retiró mis brazos de su cuello y me depositó en la cama.
Creí que me hacía una idea bastante aproximada de lo que pensaba, pero su expresión me sorprendió, ya que era calculadora en vez de iracunda. En silencio, paseó por mi habitación de un lado para otro como una fiera enjaulada mientras yo le miraba con creciente recelo.
—Sea lo que sea lo que estés maquinando, no va a funcionar —le dije.
—Calla. Estoy pensando.
—¡Bah! —me quejé mientras me dejaba caer sobre la cama y me ponía el edredón por encima de la cabeza.
No se oyó nada, pero de pronto estaba ahí. Retiró el edredón de un tirón para poderme ver. Se tendió a mi lado y extendió la mano para acariciarme el pelo desde la mejilla.
—Si no te importa, preferiría que no ocultaras la cara debajo de las mantas. He vivido sin ella tanto como podía soportar; y ahora, dime una cosa.
—¿Qué? —pregunté poco dispuesta a colaborar.
—Si te concedieran lo que más quisieras de este mundo, cualquier cosa, ¿qué pedirías?
Sentí el escepticismo en mis ojos.
—A ti.
Sacudió la cabeza con impaciencia.
—Algo que no tengas ya.
No estaba segura de adonde me quería conducir, por lo que le di muchas vueltas antes de responder. Ideé algo que fuera verdad y al mismo tiempo bastante improbable.
—Me gustaría que no tuviera que hacerlo Carlisle... Desearía que fueras tú quien me transformara.
Observé su reacción con cautela mientras esperaba otra nueva dosis de la ira demostrada en su casa. Me sorprendía que mantuviera impertérrito el ademán. Su expresión seguía siendo cavilosa y calculadora.
—¿Qué estarías dispuesta a dar a cambio de eso?
No pude dar crédito a mis oídos. Me quedé boquiabierta al ver su rostro sereno y solté la respuesta a bocajarro antes de pensármelo:
—Cualquier cosa.
Sonrió ligeramente y frunció los labios.
—¿Cinco años?
Mi rostro se crispó en una mueca que entremezclaba desilusión y miedo a un tiempo.
—Dijiste «cualquier cosa» —me recordó.
—Sí, pero vas a usar el tiempo para encontrar la forma de escabullirte. He de aprovechar la ocasión ahora que se presenta. Además, es demasiado peligroso ser sólo un ser humano, al menos para mí. Así que, cualquier cosa menos eso.
Puso cara de pocos amigos.
—¿Tres años?
—¡No!
—¿Es que no te merece la pena?
Pensé en lo mucho que había deseado aquello, pero decidí poner cara de póquer y no permitir que se diera cuenta de lo mucho que significaba para mí. Eso me daría más ventaja.
—¿Seis meses?
Puso los ojos en blanco.
—No es bastante.
—En ese caso, un año —dije—. Ése es mi límite.
—Concédeme dos al menos.
—Ni loca. Voy a cumplir diecinueve, pero no pienso acercarme ni una pizca a los veinte. Si tú vas a tener menos de veinte para siempre, entonces yo también.
Se lo pensó durante un minuto.
—De acuerdo. Olvídate de los límites de tiempo. Si quieres que sea yo quien lo haga, tendrás que aceptar otra condición.
—¿Condición? —pregunté con voz apagada—. ¿Qué condición?
Había cautela en su mirada y habló despacio.
—Casarte conmigo primero.
—... —le miré, a la espera—. Vale, ¿cuál es el chiste?
Él suspiró.
—Hieres mi ego, Bella. Te pido que te cases conmigo y tú piensas que es un chiste.
—Edward, por favor, sé serio.
—Hablo completamente en serio —no había el menor atisbo de broma en su rostro.
—Oh, vamos —dije con una nota de histeria en la voz—. Sólo tengo dieciocho años.
—Bueno, estoy a punto de cumplir los ciento diez. Va siendo hora de que siente la cabeza.
Miré hacia otro lado, en dirección a la oscura ventana, tratando de controlar el pánico antes de que fuera demasiado tarde.
—Verás, el matrimonio no figura precisamente en la lista de mis prioridades, ¿sabes? Fue algo así como el beso de la muerte para Renée y Charlie.
—Interesante elección de palabras.
—Sabes a qué me refiero.
Respiré hondo.
—Por favor, no me digas que tienes miedo al compromiso —espetó con incredulidad, y entendí qué quería decir.
—No es eso exactamente —repuse a la defensiva—. Temo... la opinión de Renée. Tiene convicciones muy profundas contra eso de casarse antes de los treinta.
—Preferiría que te convirtieras en una eterna maldita antes que en una mujer casada —se rió de forma sombría.
—Te crees muy gracioso.
—Bella, no hay comparación entre el nivel de compromiso de una unión marital y renunciar a tu alma a cambio de convertirte en vampiro para siempre —meneó la cabeza—. Si no tienes valor suficiente para casarte conmigo, entonces...
—Bueno —le interrumpí—. ¿Qué pasaría si lo hiciera? ¿Y si te dijera que me llevaras a Las Vegas ahora mismo? ¿Sería vampiro en tres días?
Sonrió y los dientes le relampaguearon en la oscuridad.
—Seguro —contestó poniéndome en evidencia—. Voy a por mi coche.
—¡Caray! —murmuré—. Te daré dieciocho meses.
—No hay trato —repuso con una sonrisa—. Me gusta esta condición.
—Perfecto. Tendré que conformarme con Carlisle después de la graduación.
—Si es eso lo que realmente quieres... —se encogió de hombros y su sonrisa se tornó realmente angelical.
—Eres imposible —refunfuñé—, un monstruo.
Se rió entre dientes.
—¿Es por eso por lo que no quieres casarte conmigo?
Volví a refunfuñar.
Se reclinó sobre mí. Sus ojos, negros como la noche, derritieron, quebraron e hicieron añicos mi concentración.
—Bella, ¿por favor... ?—susurró.
Durante un momento se me olvidó respirar. Sacudí la cabeza en cuanto me recobré en un intento de aclarar de golpe la mente obnubilada.
—¿Saldría esto mejor si me dieras tiempo para conseguir un anillo?
—¡No! ¡Nada de anillos! —dije casi a voz en grito.
—Vale, ya le has despertado —cuchicheó.
—¡Huy!
—Charlie se está levantando. Será mejor que me vaya —dijo Edward con resignación.
Mi corazón dejó de latir.
Evaluó mi expresión durante un segundo.
—Bueno, entonces, ¿sería muy infantil por mi parte que me escondiera en tu armario?
—No —musité con avidez—. Quédate, por favor.
Edward sonrió y desapareció.
Hervía de indignación mientras esperaba a que Charlie acudiera a mi habitación para controlarme. Edward sabía exactamente qué estaba haciendo y yo me inclinaba a creer que todo aquel presunto agravio formaba parte de un ardid. Por supuesto, aún me quedaba el cartucho de Carlisle, pero al saber que existía la posibilidad de que fuera él quien me transformara, lo deseé con verdadera desesperación. ¡Menudo tramposo!
Mi puerta se abrió con un chirrido.
—Buenos días, papá.
—Ah, hola, Bella —pareció avergonzado al verse sorprendido—. No sabía que estabas despierta.
—Sí. Estaba esperando a que te despertaras para ducharme —hice ademán de levantarme.
—Espera —me detuvo mientras encendía la luz. Parpadeé bajo la repentina luminosidad y procuré mantener la vista lejos del armario—. Hablemos primero un minuto.
No conseguí reprimir una mueca. Había olvidado pedirle a Alice que se inventara una buena excusa.
—Estás metida en un lío, ya lo sabes.
—Sí, lo sé.
—Estos tres últimos días he estado a punto de volverme loco. Vine del funeral de Harry y tú habías desaparecido. Jacob sólo pudo decirme que te habías ido pitando con Alice Cullen y que pensaba que tenías problemas. No me dejaste un número ni telefoneaste. No sabía dónde estabas ni cuándo ibas a volver, si es que ibas a volver. ¿Tienes alguna idea de cómo... ? —fue incapaz de terminar la frase. Respiró hondo de forma ostensible y prosiguió—: ¿Puedes darme algún motivo por el que no deba enviarte a Jacksonville este trimestre?
Entrecerré los ojos. Bueno, de modo que aquello iba a ir de amenazas, ¿no? A ese juego podían jugar dos. Me incorporé y me arropé con el edredón.
—Porque no quiero ir.
—Aguarda un momento, jovencita...
—Espera, papá, acepto completamente la responsabilidad de mis actos y tienes derecho a castigarme todo el tiempo que quieras. Haré las tareas del hogar, la colada y fregaré los platos hasta que pienses que he aprendido la lección; y supongo que estás en tu derecho de ponerme de patitas en la calle, pero eso no hará que vaya a Florida.
El rostro se le puso bermejo. Respiró profundamente varias veces, antes de responder:
—¿Te importaría explicar dónde has estado?
Ay, mierda.
—Hubo... una emergencia.
Enarcó las cejas a la espera de una brillante aclaración. Llené de aire los carrillos y lo expulsé ruidosamente.
—No sé qué decirte, papá. En realidad, todo fue un gran malentendido. Él dijo, ella dijo, y las cosas se salieron de madre.
Aguardó con expresión recelosa.
—Verás, Alice le dijo a Rosalie que yo practicaba salto de acantilado... —intenté desesperadamente hacerlo bien y me ceñí lo máximo posible a la verdad para que mi incapacidad para mentir de forma convincente no sonara a pretexto, pero antes de continuar, la expresión de Charlie me recordó que él no sabía nada de lo del acantilado.
¡Huy, huy, huy! Como si las cosas no estuvieran bastante caldeadas...
—Supongo que no te comenté nada de eso —proseguí con voz estrangulada—. No fue nada, sólo para pasar el rato, nadar con Jacob... En cualquier caso, Rosalie se lo dijo a Edward, que se alteró mucho. Ella pareció dar a entender de forma involuntaria que yo intentaba suicidarme o algo por el estilo. Como él no respondía al teléfono, Alice me llevó hasta... esto... Los Ángeles para explicárselo en persona.
Me encogí de hombros mientras albergaba el desesperado deseo de que mi «caída» no le hubiera distraído tanto que se hubiera perdido la brillante explicación que le había proporcionado.
Charlie se había quedado helado.
—¿Intentabas suicidarte, Bella?
—No, por supuesto que no. Sólo me estaba divirtiendo con Jake practicando salto de acantilado. Los chicos de La Push lo hacen continuamente. Lo que te dije, no fue nada.
El rostro de Charlie volvió a caldearse y pasó del helado pasmo a la calurosa furia.
—De todos modos, ¿qué importa Edward Cullen? —bramó—. Te ha dejado aquí tirada todo este tiempo sin decirte ni una palabra.
—Otro malentendido —le atajé.
Su rostro volvió a ponerse cárdeno.
—Pero, entonces, ¿va a volver?
—No estoy segura de lo que planean, pero creo que regresan todos.
Sacudió la cabeza mientras le palpitaba la vena de la frente.
—Quiero que te mantengas lejos de él, Bella. No confío en él. No te conviene. No quiero que vuelva a arruinarte la vida de ese modo.
—Perfecto —repuse de manera cortante.
Charlie se removió inquieto y retrocedió. Después de unos segundos, espiró de forma ostensible a causa de la sorpresa.
—Pensé que te ibas a poner difícil.
—Y así es —le miré a los ojos-—. Lo que pretendía decir es: «Perfecto. Me iré de casa».
Los ojos se le saltaron de las órbitas y se puso morado. Mi resolución flaqueó a medida que empezaba a preocuparme por su salud. No era más joven que Harry...
—Papá, no deseo irme de casa —le dije en tono más suave—. Te quiero y sé que estás preocupado, pero en esto vas a tener que confiar en mí. Y tomarte las cosas con más calma en lo que respecta a Edward, si quieres que me quede. ¿Quieres o no quieres que viva aquí?
—Eso no es justo, Bella. Sabes que quiero que te quedes.
—Entonces, pórtate bien con Edward, ya que él va a estar donde yo esté —dije con firmeza. La convicción que me proporcionaba mi epifanía seguía siendo fuerte.
—No bajo este techo —bramó.
Suspiré con fuerza.
—Mira, no voy a darte ningún ultimátum más esta noche, bueno, más bien esta mañana. Piénsatelo durante un par de días, ¿vale? Pero ten siempre presente que Edward y yo vamos en el mismo paquete, es un acuerdo global.
—Bella...
—Tú sólo piénsatelo —insistí—, y mientras lo haces, ¿te importaría darme un poquito de intimidad? De verdad, necesito una ducha.
El rostro de Charlie adquirió un extraño tono purpúreo. Se fue dando un portazo al salir y le oí bajar pisando furiosamente las escaleras.
Me sacudí de encima el edredón. Edward ya estaba allí, meciéndose en la silla, como si hubiera estado presente durante toda la conversación.
—Lamento esto —susurré.
—Como si no me mereciera algo peor... —musitó—. No la tomes con Charlie por mi causa, por favor.
—No te preocupes por eso —repuse con un hilo de voz mientras recogía mis cosas para el baño y un juego de ropa limpio—. Haré todo lo que sea necesario y nada más. ¿O intentas decirme que no tengo ningún lugar adonde acudir?
Abrí los ojos desmesuradamente a la vez que simulaba una gran inquietud.
—¿Te mudarías a una casa llena de vampiros?
—Probablemente, ése es el lugar más seguro de todos para alguien como yo —le dediqué una gran sonrisa—. Además, no hay necesidad de apurar el plazo de la graduación si Charlie me pone de patitas en la calle, ¿a que no?
Permaneció con la mandíbula fuertemente apretada y masculló:
—Menudas ganas tienes de condenarte eternamente...
—Sabes que en realidad no crees lo que dices.
—¿Ah, no? —bufó.
—No.
Me fulminó con la mirada y empezó a hablar, pero yo le interrumpí:
—Si de verdad hubieras creído que habías perdido el alma, entonces, cuando te encontré en Volterra, hubieras comprendido de inmediato lo que sucedía, en vez de pensar que habíamos muerto juntos. Pero no fue así... Dijiste: «Asombroso. Carlisle tenía razón» —le recordé triunfal—. Después de todo, sigues teniendo la esperanza.
Por una vez, Edward se quedó sin habla.
—De modo que los dos vamos a ser optimistas, ¿vale? —sugerí—. No es importante. No necesito el cielo si tú no puedes ir a él.
Se levantó lentamente, se acercó y me rodeó el rostro con las manos antes de mirarme fijamente a los ojos.
—Para siempre —prometió de forma un poco teatral.
—No te pido más —le dije.
Me puse de puntillas para poder apretar sus labios contra los míos.
Epílogo: El tratado
Casi todo había vuelto a la normalidad —a la normalidad previa al estado zombi— en menos tiempo de lo que yo hubiera creído posible. El hospital acogió a Carlisle con los brazos abiertos sin disimular su alegría por el hecho de que Esme no se hubiera adaptado a la vida en Los Ángeles. Alice y Edward estaban en mejor situación que yo para graduarse por culpa del examen de Cálculo que me había perdido mientras estuve en el extranjero. De repente, la facultad se convirtió en una prioridad —la universidad seguía siendo el plan B, por si acaso la oferta de Edward me hacía cambiar de idea respecto a la opción de Carlisle después de mi graduación—. Había dejado pasar los plazos de admisión de muchas universidades, pero Edward me traía todos los días más solicitudes para rellenar. Él ya había estudiado todo lo que deseaba en Harvard así que no parecía molestarle que, gracias a mi tendencia a dejarlo todo para el último día, ambos termináramos el año próximo en el Península Community College.
Charlie no estaba muy satisfecho conmigo y tampoco hablaba con Edward, pero al menos permitió que él pudiera volver a entrar en casa en las horas de visita predeterminadas. Mi padre me castigó a quedarme sin salir.
Las únicas excepciones eran el instituto y el trabajo. En los últimos tiempos, por extraño que pudiera parecer, las paredes deprimentes de mis clases, de color amarillo mate, empezaron a parecerme acogedoras, y eso tenía mucho que ver con la persona que se sentaba junto a mí.
Edward había retomado su matrícula de principios de ese año, de modo que volvió de nuevo a mis clases. Mi comportamiento había sido tan terrible el último otoño, después del supuesto traslado de los Cullen a Los Ángeles, que el asiento contiguo había permanecido vacante. Incluso Mike, siempre dispuesto a aprovechar las ventajas, había mantenido una distancia segura. Con Edward ocupando nuevamente su lugar, parecía como si los últimos ocho meses hubieran quedado simplemente en una molesta pesadilla...
... pero no del todo. Quedaba aún la cuestión del arresto domiciliario, por citar un ejemplo y, por poner otro, Jacob Black y yo no habíamos sido buenos amigos antes del otoño. Así que, claro, entonces no lo habría echado de menos.
No tenía libertad de movimientos para ir a La Push y Jacob no venía a verme, ni siquiera se dignaba a contestar mis llamadas.
Le telefoneaba sobre todo por la noche, después de que, puntualmente a las nueve, un resuelto Charlie echara a Edward —con gran satisfacción—, y antes de que éste regresara a hurtadillas por la ventana en cuanto mi padre se dormía. Escogía este momento para hacer mis llamadas infructuosas porque me había dado cuenta de que Edward ponía mala cara cada vez que mencionaba el nombre de Jacob. Un gesto que estaba entre la desaprobación y la cautela... o quizás incluso el enfado. Yo suponía que estaba relacionado con algún prejuicio recíproco contra los hombres lobo, aunque no se mostraba tan explícito como lo había sido Jacob respecto a los «chupasangres».
Por eso, procuraba no mencionar demasiado el nombre de Jacob en presencia de Edward.
Era difícil sentirme desdichada teniendo a Edward a mi lado, incluso aunque mi antiguo mejor amigo probablemente fuera bastante infeliz en esos momentos por mi causa. Cada vez que me acordaba de Jake me sentía culpable por no pensar más en él.
El cuento de hadas continuaba. El príncipe había regresado y se había roto el maleficio. No estaba segura exactamente de qué hacer con el personaje restante, el cabo suelto. ¿Dónde estaba su «feliz para siempre»?
Las semanas transcurrieron sin que Jacob quisiera responder a mis llamadas. Esto empezó a convertirse en una preocupación constante. Era como si llevara un grifo goteando pegado a la parte posterior de mi cabeza que no podía cerrar ni ignorar. Gota, gota, gota. Jacob, Jacob, Jacob.
Así que, aunque yo no mencionara mucho a Jacob, algunas veces mi frustración y mi ansiedad explotaban. Un sábado por la tarde, cuando Edward me recogió a la salida del trabajo, me desahogué:
—¡Es una verdadera falta de educación! —enfadarse por algo es más fácil que sentirse culpable—. ¡Estuvo de lo más grosero!
Había cambiado el horario de las llamadas con la esperanza de obtener una respuesta diferente. En aquella ocasión, había telefoneado a Jake desde el trabajo sólo para encontrarme con que había contestado Billy, poco dispuesto a cooperar. Otra vez.
—Billy me dijo que él no quería hablar conmigo —estaba que echaba humo, mirando cómo la lluvia se filtraba por la ventana del copiloto—. ¡Que estaba allí y que no estaba dispuesto a dar tres pasos para ponerse al teléfono! Normalmente, Billy se limita a decir que está fuera, ocupado, durmiendo o algo por el estilo. Quiero decir, no es como si yo no supiera que me miente, pero al menos era una forma educada de manejar la situación. Sospecho que ahora Billy también me odia. ¡No es justo!
—No es por ti, Bella —repuso Edward con calma—. A ti nadie te odia.
—Pues así es como me siento —mascullé, cruzando los brazos sobre el pecho. No era nada más que un gesto de terquedad. Ya no había allí ningún agujero, apenas podía recordar esa sensación de vacío.
—Jacob sabe que hemos vuelto y estoy seguro de que tiene claro que estoy contigo —dijo Edward—. No se acercará a donde yo esté. La enemistad está profundamente arraigada.
—Eso es estúpido. Sabe que tú no eres... como los otros vampiros.
—Aun así, hay buenas razones para mantener una distancia razonable.
Miré por el parabrisas con gesto ausente sin ver otra cosa que el rostro de Jacob, que llevaba puesta la máscara de la amargura que yo tanto odiaba.
—Bella, somos lo que somos —repuso Edward con serenidad—. Yo me siento capaz de controlarme, pero dudo que él lo consiga. Es muy joven. Lo más probable es que un encuentro degenerase en lucha y no sé si podría pararlo antes de m... —de pronto, enmudeció; luego, continuó con rapidez—: Antes de que le hiriera. Y tú serías desdichada. No quiero que ocurra eso.
Recordé lo que Jacob había dicho en la cocina, y oí sus palabras con total exactitud, con su voz ronca. No estoy seguro de mantenerme siempre lo bastante sereno como para poder manejar la situación. No creo que te hiciera demasiado feliz que matara a tu amiga. Pero aquella vez había sido capaz de conservar la serenidad...
—Edward Cullen —mascullé—. ¿Has estado a punto de decir «matarle»? ¿Era eso?
Él miró hacia otro lado, con la vista fija en la lluvia. Frente a nosotros, se puso en verde el semáforo cuya presencia no había advertido mientras brillaba la luz roja. Arrancó de nuevo y condujo muy despacio. No era su manera habitual de conducir.
—Yo intentaría... con mucho esfuerzo... no hacerlo —dijo al fin Edward.
Le miré fijamente con la boca abierta, pero él continuó con la vista al frente. Nos habíamos detenido delante de la señal de stop de la esquina.
De pronto, recordé la suerte que había corrido Paris al regreso de Romeo. Las acotaciones de la obra son simples. Luchan. Paris cae.
Pero eso era ridículo. Imposible.
—Bueno —contesté y respiré hondo mientras sacudía la cabeza para ahuyentar las palabras de mi mente—, eso no va a ocurrir jamás, así que no hay de qué preocuparse. Y sabes que en estos momentos Charlie estará mirando el reloj. Será mejor que me lleves a casa antes de que me busque más problemas por retrasarme.
Volví la cara hacia él, sonriendo con cierta desgana.
Mi corazón palpitaba fuerte y saludable en mi pecho, en su sitio de siempre, cada vez que contemplaba su rostro, ese rostro perfecto hasta lo imposible. Esta vez, el latido se aceleró más allá de su habitual ritmo enloquecido. Reconocí la expresión de su rostro; era la que le hacía parecerse a una estatua.
—Creo que ahora tienes algunos problemas más, Bella —susurró sin mover los labios.
Me deslicé a su lado, más cerca, y me aferré a su brazo mientras seguía el curso de su mirada para ver lo mismo que él. No sé qué esperaba encontrar, quizás a Victoria de pie en mitad de la calle, con su encendido cabello rojo revoloteando al viento, o una línea de largas capas negras... o una manada de licántropos hostiles, pero no vi nada en absoluto.
—¿Qué? ¿Qué es?
Respiró hondo.
—Charlie...
—¿Mi padre? —chillé.
Entonces, él bajó la mirada hacia mí, y su expresión era lo bastante tranquila como para mitigar un poco mi pánico.
—No es probable que Charlie vaya a matarte, pero se lo está pensando —me dijo. Condujo de nuevo calle abajo, pero pasó de largo frente a la casa y aparcó junto al confín del bosque.
—¿Qué he hecho ahora? —jadeé.
Edward lanzó otra mirada hacia la casa. Le imité, y entonces me di cuenta por vez primera del vehículo que estaba aparcado en la entrada, al lado del coche patrulla. Era imposible no verlo con ese rojo tan brillante. Era mi moto, exhibiéndose descaradamente en la entrada.
Edward había dicho que Charlie se estaba pensando lo de matarme; por tanto, mi padre ya debía de saber que era mía. Sólo había una persona que pudiera estar detrás de semejante traición.
—¡No! —jadeé—. ¿Por qué? ¿Por qué iba a hacerme Jacob una cosa así? Su traición me traspasó como una estocada. Había confiado en Jacob de forma implícita, le había contado todos mis secretos por pequeños que fueran. Se suponía que él era mi puerto seguro, la persona en la que siempre podría confiar. Las cosas estaban más tensas ahora, sin duda, pero jamás pensé que esto hubiera afectado a los cimientos de nuestra amistad. ¡Nunca pensé que eso pudiera cambiar!
¿Qué le había hecho para merecerme eso? Charlie se iba a enfadar muchísimo, y peor aún, iba a sentirse herido y preocupado. ¿Es que no tenía bastante con todo lo que había ocurrido ya? Nunca hubiera imaginado que Jake fuera tan mezquino, tan abiertamente miserable. Lágrimas ardientes brotaron de mis ojos, pero no eran lágrimas de tristeza. Me había traicionado. De pronto, me sentí tan furiosa que la cabeza me latía como si me fuera a explotar.
—¿Está todavía por aquí? —farfullé.
—Sí. Nos está esperando allí —me dijo Edward, señalando con la barbilla el camino estrecho que dividía en dos la franja oscura de árboles.
Salté del coche y me lancé en dirección a los árboles con las manos ya cerradas en puños, preparadas para el primer golpe.
Edward me agarró por la cintura antes de que hollara el camino.
¿Por qué tenía que ser siempre mucho más rápido que yo?
—¡Suéltame! ¡Voy a matarle! ¡Traidor! —grité el adjetivo para que llegara hasta los árboles.
—Charlie te va a oír —me avisó Edward—, y va a tapiar la puerta una vez que te tenga dentro.
Volví el rostro de forma instintiva hacia la casa y me pareció que lo único que podía ver era la rutilante moto roja. Lo veía todo rojo. La cabeza me latió otra vez.
—Déjame que le atice una vez, sólo una, y luego ya veré cómo me las apaño con Charlie —luché en vano para zafarme.
—Jacob Black quiere verme a mí. Por eso sigue aquí.
Aquello me frenó en seco y me quitó las ganas de pelear por completo. Se me quedaron las manos flojas. Luchan. Paris cae.
Estaba furiosa, pero no tanto.
—¿Para hablar? —pregunté.
—Más o menos.
—¿Cuánto más? —me tembló la voz.
Edward me apartó cariñosamente el pelo de la cara.
—No te preocupes, no ha venido aquí para luchar conmigo, sino en calidad de... portavoz de la manada.
—Oh.
Edward miró otra vez hacia la casa; después, apretó el brazo alrededor de mi cintura y me empujó hacia los árboles.
—Tenemos que darnos prisa. Charlie se está impacientando.
No hubo necesidad de ir muy lejos; Jacob nos esperaba en el camino, un poco más arriba. Se había acomodado contra el tronco de un árbol cubierto de musgo mientras esperaba, con el rostro duro y amargado, exactamente del modo en que yo sabía que estaría. Me miró primero a mí y luego a Edward. Su boca se torció en una mueca burlona y se separó del árbol. Se irguió sobre los talones de sus pies descalzos, inclinándose ligeramente hacia delante con sus manos temblorosas convertidas en puños. Parecía todavía más grande que la última vez que le había visto. Aunque fuera casi imposible de creer, seguía creciendo. Le habría sacado una cabeza a Edward si hubieran estado uno junto al otro.
Pero Edward se paró tan pronto como le vimos, dejando un espacio amplio entre él y nosotros, y ladeó el cuerpo al tiempo que me empujaba hacia atrás, de modo que me cubría. Me incliné hacia un lado para observar fijamente a Jacob y poder acusarle con la mirada.
Pensaba que iba a enfadarme aún más al ver su expresión cínica y resentida, pero, en vez de eso, contemplarle me recordó la última vez que le había visto, con lágrimas en los ojos. Mi furia se debilitó y flaqueó conforme le miraba. Había pasado tanto tiempo desde aquella ocasión que me repateaba que el reencuentro tuviera que ser de este modo.
—Bella —dijo él a modo de saludo, asintiendo una vez en mi dirección sin apartar los ojos de Edward.
—¿Por qué? —susurré, intentando ocultar el sonido del nudo de mi garganta—. ¿Cómo has podido hacerme esto, Jacob?
La mueca burlona se desvaneció, pero su rostro continuó duro y rígido.
—Ha sido por tu bien.
—¿Y qué se supone que significa eso? ¿Quieres que Charlie me estrangule? ¿O quieres que le dé un ataque al corazón como a Harry? No importa lo furioso que estés conmigo, ¿cómo le has podido hacer esto a él?
Jacob hizo un gesto de dolor y sus cejas se juntaron, pero no contestó.
—No ha pretendido herir a nadie —murmuró Edward, explicando aquello que Jacob no estaba dispuesto a decir—, sólo quería que no pudieras salir de casa para que no estuvieras conmigo.
Sus ojos relampaguearon de odio mientras miraba de nuevo a Edward.
—¡Ay, Jake! ¡Ya estoy castigada! ¿Por qué te crees que no he ido a La Push para patearte el culo por no ponerte al teléfono?
Los ojos de Jacob relumbraron de vuelta hacia mí, confundido por primera vez.
—¿Era por eso? —inquirió, y luego apretó las mandíbulas como si le sentara mal haber preguntado.
—Creía que era yo quien te lo impedía, no Charlie —volvió a explicarme Edward.
—Para ya —le interrumpió Jacob.
Edward no contestó.
Jacob se estremeció una vez y después apretó los dientes tanto como los puños.
—Bella no había exagerado acerca de tus... habilidades —dijo entre dientes—. Así que ya debes de saber por qué estoy aquí.
—Sí —asintió Edward con voz tranquila—, pero quiero decirte algo antes de que empieces.
Jacob esperó, cerrando y abriendo las manos de forma compulsiva mientras intentaba controlar los temblores que corrían por sus brazos.
—Gracias —continuó Edward, y su voz vibró con la profundidad de su sinceridad—. Jamás seré capaz de agradecértelo lo suficiente. Estaré en deuda contigo el resto de mi... existencia.
Jacob le miró fijamente sin comprender, y sus temblores se tranquilizaron por la sorpresa. Intercambió una rápida mirada conmigo, pero mi rostro mostraba el mismo desconcierto que el suyo.
—Gracias por mantener a Bella viva —aclaró Edward con voz ronca, llena de intensidad—. Cuando yo... no lo hice.
—Edward... —empecé a hablar, pero él levantó una mano, con los ojos fijos en Jacob.
La comprensión recorrió el rostro de Jacob antes de que volviera a ocultarla detrás de la máscara de insensibilidad.
—No lo hice por ti.
—Me consta, pero eso no significa que me sienta menos agradecido. Pensé que deberías saberlo. Si hay algo que esté en mi mano hacer por ti...
Jacob alzó una ceja negra.
Edward negó con la cabeza.
—Eso no está en mis manos.
—¿En las de quién, pues? —gruñó Jacob.
Edward dirigió la mirada hasta donde yo estaba.
—En las suyas. Aprendo rápido, Jacob Black, y no cometeré el mismo error dos veces. Voy a quedarme aquí hasta que ella me diga que me marche.
Me sumergí por un momento en la luz dorada de sus ojos. No era difícil entender la parte que me había perdido de la conversación. Lo único que Jacob podría querer de Edward sería que se fuera.
—Nunca —susurré, todavía inmersa en sus ojos.
Jacob hizo un sonido como si se atragantara.
Con renuencia, me solté de la mirada de Edward para fruncirle el ceño a Jacob.
—¿Hay algo más que necesites, Jacob? ¿deseabas meterme en problemas? Misión cumplida. Charlie quizás me mande a un internado militar, pero eso no me alejará de Edward. Nada lo conseguirá. ¿Qué más quieres?
Jacob siguió clavando la mirada en Edward.
—Sólo me falta recordar a tus amigos chupasangres unos cuantos puntos clave del tratado que cerraron. Ese tratado es la única cosa que me impide que le abra la garganta aquí y ahora.
—No los hemos olvidado —dijo Edward justo en el mismo momento que yo preguntaba:
—¿Qué puntos clave?
Jacob seguía fulminando con la mirada a Edward, pero me contestó.
—El tratado es bastante específico. La tregua se acaba si cualquiera de vosotros muerde a un humano. Morder, no matar —remarcó. Finalmente, me miró. Sus ojos eran fríos.
Sólo me llevó un segundo comprender la distinción, y entonces mi rostro se volvió tan frío como el suyo.
—Eso no es asunto tuyo.
—Maldita sea si no... —fue todo lo que consiguió mascullar.
No esperaba que mis palabras precipitadas provocaran una respuesta tan fuerte. A pesar del aviso que venía a transmitir, él seguro que no lo sabía. Debió de pensar que la advertencia era una mera precaución. No se había dado cuenta, o quizá no había querido creer, que yo ya había adoptado una decisión, que realmente intentaba convertirme en un miembro de la familia Cullen.
Mi respuesta empujó a Jacob a casi revolverse entre convulsiones. Presionó los puños contra sus sienes, cerró los ojos con fuerza y se dobló sobre sí mismo en un intento de controlar los espasmos. Su rostro adquirió un tono verde amarillento debajo de la tez cobriza.
—¿Jake? ¿Estás bien? —pregunté llena de ansiedad.
Di medio paso en su dirección, pero Edward me retuvo y me obligó a situarme detrás de su propio cuerpo.
—¡Ten cuidado! ¡Ha perdido el control! —me avisó.
Pero Jacob casi había conseguido recobrarse otra vez; sólo sus brazos continuaban temblando. Miró a Edward con una cara llena de odio puro.
—¡Arg! Yo nunca le haría daño a ella.
Ni Edward ni yo nos perdimos la inflexión ni la acusación que contenían sus palabras. Un siseo bajo se escapó de entre los labios de Edward y Jacob cerró sus puños en respuesta.
—¡BELLA! —el rugido de Charlie venía de la dirección de la casa—. ¡ENTRA AHORA MISMO!
Todos nos quedamos helados y a la escucha en el silencio que siguió.
Yo fui la primera en hablar; mi voz temblaba.
—Mierda.
La expresión furiosa de Jacob flaqueó.
—Siento mucho esto —murmuró—. Tenía que hacer lo que pudiera... Tenía que intentarlo.
—Gracias —el temblor de mi voz arruinó el efecto del sarcasmo. Miré hacia el camino, casi esperando ver aparecer a Charlie embistiendo contra los helechos mojados como un toro enfurecido. En ese escenario, seguramente yo sería la bandera roja.
—Sólo una cosa más —me dijo Edward, y después miró a Jacob—. No hemos encontrado rastro alguno de Victoria a nuestro lado de la línea, ¿y vosotros?
Supo la respuesta tan pronto como Jacob la pensó, pero éste contestó de todos modos.
—La última vez fue cuando Bella estuvo... fuera. Le dejamos creer que había conseguido infiltrarse para estrechar el cerco, y estábamos preparados para emboscarla...
Un escalofrío helado me recorrió la columna.
—Pero entonces salió disparada, como un murciélago escapando del infierno. Por lo que nosotros creemos, captó tu olor y eso la sacó del apuro. No ha aparecido por nuestras tierras desde entonces.
Edward asintió.
—Cuando ella regrese, no es ya problema vuestro. Nosotros...
—Mató en nuestro territorio —masculló Jacob—. ¡Es nuestra!
—No... —empecé a protestar dirigiéndome a los dos.
—¡BELLA! ¡VEO EL COCHE DE EDWARD Y SÉ QUE ESTÁS AHÍ FUERA! ¡SI NO ENTRAS EN CASA EN UN MINUTO...! —Charlie ni siquiera se molestó en completar su amenaza.
—Vámonos —me instó Edward.
Miré atrás hacia Jacob, con el corazón dividido. ¿Volvería a verle otra vez?
—Lo siento —susurró él tan bajo que tuve que leerle los labios para entenderlo—. Adiós, Bella.
—Lo prometiste —le recordé con desesperación—. Prometiste que siempre seríamos amigos, ¿de acuerdo?
Jacob sacudió la cabeza lentamente, y el nudo de mi garganta casi me estranguló.
—Ya sabes que intenté mantener esa promesa, pero... no veo cómo va a ser posible. No ahora... —luchó para no mover su dura máscara de lugar, pero ésta vaciló y después desapareció—. Te echaré de menos —articuló con los labios. Una de sus manos se alzó hacia mí con los dedos extendidos, como si deseara que fueran lo suficientemente largos para cruzar la distancia entre los dos.
—Yo también —contesté ahogada por la emoción. Mi mano también se alzó hacia la suya a través del amplio espacio.
Como si estuviéramos conectados, el eco de su dolor se retorció dentro de mí. Su dolor, mi dolor.
—Jake...
Di un paso hacia él. Quería pasar mis brazos por su cintura y borrar esa expresión de sufrimiento de su rostro. Edward me empujó hacia atrás de nuevo, sujetándome más que defendiéndome con los brazos.
—Todo va bien —le prometí, y alcé la vista para leer su rostro con la verdad en mis ojos. Supuse que él lo entendería.
Pero sus ojos eran inescrutables y su rostro inexpresivo. Frío.
—No, no va bien.
—Suéltala —rugió Jacob, furioso otra vez—. ¡Ella quiere que la sueltes!
Dio dos zancadas hacia delante. Un destello llameó en sus ojos en anticipación a la lucha. Su pecho pareció ondularse cuando se estremeció.
Edward volvió a empujarme detrás de él y se dio la vuelta para encarar a Jacob.
—¡No! ¡Edward...!
—¡ISABELLA SWAN!
—¡Vámonos! ¡Charlie está como loco! —mi voz estaba llena de pánico, pero ahora no por Charlie—. ¡Date prisa!
Tiré de él y se relajó un poco. Me empujó hacia atrás lentamente. Mientras nos retirábamos, no perdió de vista a Jacob...
... que nos miró con el oscuro ceño fruncido en su rostro amargo. La expectativa de la lucha desapareció de sus ojos y entonces, justo antes de que el bosque se interpusiera entre nosotros, su cara se contrajo llena de pena.
Supe que este último atisbo de su rostro me perseguiría hasta que volviera a verle sonreír.
Y justo allí me juré que volvería a contemplar su sonrisa, y pronto. Encontraría la manera de que continuara siendo mi amigo.
Edward mantuvo su brazo ceñido a mi cintura, conservándome cerca de él. Esto fue lo único que impidió que rompiera a llorar.
Tenía varios problemas realmente serios.
Mi mejor amigo me contaba entre sus peores enemigos.
Victoria seguía suelta, poniendo a toda la gente que amaba en peligro.
Los Vulturis me matarían si no me convertía pronto en vampiro.
Y ahora parecía que si lo hacía, los licántropos quileutes tratarían de hacer el trabajo por su cuenta, además de intentar matar a mi futura familia. No creo que tuvieran ninguna oportunidad en realidad, pero ¿terminaría mi mejor amigo muerto en el intento?
Eran problemas muy, muy serios. Así que ¿por qué me parecieron todos repentinamente insignificantes cuando salimos de detrás del último de los árboles y vi la expresión del rostro purpúreo de Charlie?
Edward me dio un apretón suave.
—Estoy aquí.
Respiré hondo.
Eso era cierto. Edward estaba allí, rodeándome con sus brazos.
Podría enfrentarme a cualquier cosa mientras eso no cambiara.
Cuadré los hombros y fui a enfrentarme con mi suerte, llevando al lado al hombre de mis sueños en carne y hueso.
Agradecimientos
Todo mi amor y mi gratitud a mi esposo y a mis hijos por su comprensión y sacrificio constantes y por su apoyo en mi tarea de escritora. Al menos, no soy la única beneficiada; estoy convencida de que muchos restaurantes locales también agradecen que no haya vuelto a cocinar.
Gracias, mamá, por ser mi mejor amiga y permitirme que te caliente la cabeza con todas mis dificultades. Además, gracias por ser tan locamente creativa e inteligente, y por haber insuflado un poco de todas esas virtudes en mi mezcla genética.
Gracias a todos mis hermanos, Emily, Heidi, Paul, Seth y Jacob, por dejarme tomar prestados vuestros nombres. Espero no haber hecho con ellos nada por lo que hayáis tenido que arrepentiros de llamaros así.
Debo un agradecimiento especial a mi hermano Paul por sus lecciones para montar en moto; tienes un gran don para la enseñanza.
Nunca podré agradecerle lo suficiente a mi hermano Seth todo el talento y el trabajo duro invertidos en la creación del sitio www.stepheniemeyer.com. Aún estoy en deuda contigo por el esfuerzo que continúas haciendo como mi Webmaster. Mira el correo, chaval. Esta vez lo digo en serio.
Gracias de nuevo a mi hermano Jacob por su permanente y experto asesoramiento en todas mis dudas sobre automóviles.
Muchas gracias a mi agente, Jodi Reamer, por su guía y apoyo continuos en mi carrera, y también por soportar mi locura con una sonrisa., cuando sé que en vez de eso preferiría usar conmigo alguno de sus ataques ninja.
Mi cariño, besos y gratitud a mi publicista, la hermosa Elizabeth Eulberg, por hacer que mis giras se parecieran más a una fiesta de pijamas que a una lata, por su ayuda y sus consejos en mis cacerías cibernaúticas, y por convencer a esos esnobs exclusivos del EEC (Elizabeth Eulberg Club) para que me admitieran y, ¡ah, sí!, también por lograr que entrara en la lista de más vendidos del New York Times.
Un montón de gracias para todo el equipo de Little, Brown and Company por su apoyo y su confianza en el potencial de mis historias.
Y finalmente, gracias a esos músicos llenos de talento que me inspiraron, en especial, la banda Muse. Hay emociones, escenas e hilos de la trama en esta novela que surgieron de las canciones de Muse y que no existirían sin su genio. También a Linkin Park, Travis, Elbow, Coldplay, Marjorie Fair, My Chemical Romance, Brand New, The Strokes, Armor For Sleep, The Arcade Fire y The Fray, que han sido todos instrumentos imprescindibles para conjurar el bloqueo del escritor.
La historia de amor más peligrosa jamás contada continuará en...
Eclipse
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